junho 21, 2013

LA MISTICA CIUDAD DE DIOS DE SOR MARÍA DE ÁGREDA

LA MISTICA CIUDAD DE DIOS DE SOR MARÍA DE ÁGREDA

por Antonio Parra Galindo

todos los derechos reservados


ÁGREDA II PARTE
Por estos ámbitos la oración se vuelve ofrenda callada, murmullo de plegarias que no tramonta el forro acolchado del manto de la Estrella. Aquí resuena, incesante el canto del Magníficat, melodía mariana por antonomasia. En profesando cualquier cartujo que, prosternado ante el abad, abraza las constituciones de San Bruno, se compromete a renunciar a cualquier tentación de vanagloria, por ínfima que pareciere, y empieza un constante ejercicio de meditatio mortis ante la calavera de su celda que se prolongará hasta el fin de sus días.
Entra por salir. Se abaja por subir. Pierde para ganar. Pero esta preocupación por el más allá no comporta la renuncia a la gran obra de la creación, ni a los primores de la Naturaleza, de tal modo que haya pocas partes donde se ame tanto a la vida como en la cartuja, ni donde se acuse el pulso de las estaciones, ni monjes tan cuidadosos de la Biología y la Botánica como estos hombres. Entre ellos, los pájaros, como lo indican los claroscuros de Zurbarán, pián con otro alborozo, cantan con más fuerzas, las rosas son más bellas y fragantes que en ningún otro sitio, porque a través de estos fenómenos Cristo y su Madre se manifiestan.
No hace falta el milagro desconcertante, ni los truculentos mensajes o los fraudulentos éxtasis. Los hijos de Bruno son los mejores hortelanos de Europa. La beatitud y la tranquilidad que los envuelve dilata sus días y todos llegan a viejos. Conocida es la anécdota del papa Alejandro VI que a fines del siglo XV trató de suavizar la penitencia de la Regla. Una delegación de cartujos acudió a Roma para impedir se llevase a cabo la propuesta papal de reforma. El más chico de ellos contaba ochenta y seis primaveras, y el más provecto ciento doce. La larga abstinencia de muchos manjares, lejos de ser perjudicial para la salud, la vigoriza. Ellos tienen la clave secreta del elixir de la eterna juventud, y no necesitan ir al gimnasio, ni consumir fármacos o utilizar afeites ni otros potingues de belleza.
Esta longevidad también es frecuente entre los judíos ortodoxos dedicados de por vida al estudio de las Escrituras. El manto de la Estrella es un adarve que mantiene a rayas los peligros del alma y del cuerpo. La castidad, la parquedad en el yantar, junto con el afán de vida oculta y no tener ningún deseo de figurar, puede ser el secreto que vuelve envidiables a los monjes a ojos de los grandes licurgos de la salud por la caja de las necedades y el mando a distancia, como Manuel Torre Iglesias - muchos lolos y lolas en las mañanas ociosas de España repartiendo el juego de la alfalfa televisada para los borregos del Gran Hermano - que recomienda la abstinencia cartuja.
Hasta aquí, todo bien. No hay que ponerle peros a este energúmeno de la estupidez, pero a renglón seguido pide a sus oyentes, en su mayor parte ancianos, que sigan haciendo vida sexual, y que no practiquen la continencia carnal tan salutífera, porque Dios es casto como la luz pura y los hombres, pasados los ardores de la juventud, y tornada ya en pavesa el hacha ardiente, que diría fray Luis de León, tienen la obligación de librarse de tantos quebraderos de cabeza, y, desde luego, lastre mortal para muchas naturalezas, que quieren holgar y retozar como si fuesen recentales, y ya no son unos niños.
Que este demiurgo de la caja Necia proponga a su audiencia lo contrario no quiere decir que esté diciendo la verdad. Me recuerda a un puercoespín. Tiene la sonrisa de un sátiro y se remanga para lucir sus gemelos dorados, que le regaló el último ligue. Ahora que callaron los púlpitos, ellos son Tribuna y Palabra. Como no hay otra cosa que nacer y morir, según los paganos, los Sermones de las siete Palabras fueron reemplazados por charlas de salud, y el puesto que acaparaban los Demóstenes y Crisóstomos de antaño por Tenorios, algo aranas y fantasiosos sexuales, que, por aquello de que antes pierde el hombre que la simiente, de nonagenarios todavía macizan. Atormentan estos charlatanes higiénicos a los ancianos, exhortandoles a la coyunda y a la Viagra. Porque pecar ya no es pecar y porque en esta cultura de la Salud, nadie quiere ocupar su puesto en la vida.
Tan pesados resultan que dan en charlatanes caraduras, aunque sean miembros super numerarios del Opus Dei, esa mafia que ha traído la ruina y el descredito a la iglesia. Zapatero a tus zapatos. Se meten a fogoneros y así salimos todos, perdidos de tiznes. Le pido a este ilustre profeso de los 999 preceptos que, en bien de los pobres ciudadanos y ciudadanas de la Tercera Edad, que, si quiere hacer un favor a sus telespectadores impartiendoles consejos de vida que se vaya unos días de retiro espiritual a la Cartuja de Miraflores y haga el correspondiente y prolongado meditatio mortis.
No se puede ser cristiano y convertirse en apóstol de la fornicación, ni impartir enseñanza tan desaconsejable, pura añagaza. Les falta el tacto, porque, en vez de tranquilizar, aguijan la tentación, y se olvidan que en esto del sexo como en otras tantas cosas de la vida lo importante es amor. Pero para ellos el órgano viene antes que la función. Todo es orgasmo. Y , al pronunciar esta palabra, se les vuelve la boca agua. Confunden la velocidad con el tocino. No hay cosa más ridícula y fuera de tiento y de tino que quien pretende un comportamiento de doncel cuando ya se le pasó la edad. Ellos se empeñan en que en los nidos de antaño sigan empollando lo milanos carcamales de hogaño.
El elixir de la eterna juventud está en la tranquilidad del espíritu, manantial de larga vida. Pero aquí se ha implantado la cruz trastocada. Continencia y abstinencia van al unísono. Torre Iglesias, con esa cara de mosca muerta, y gestos y ademanes muy solemnes de boticario quevedesco, pues no está de más recordar el asíndeton que de los de esta profesión hizo e autor de los Sueños “ ¿Sastres vienen? Al infierno vamos”[no sabemos que criterios les merecerían los periodistas, jornal listas y jornal listos, como pueblan la república de la imagen y la palabra y otros infames prestidigitadores que han resucitado el baldón del oficio más infame que pueda haber el de mamporrero, y mamporrero es Torre Iglesias tanto como la Campos o ese aristarco de la Segunda Cadena, al que yo llamo el Pastitas, porque me recuerda a un amigo que se comía los libros y tenía los codos rotos por el tanto leer, el que anda por ahí jaleándose con mucha prosopopeya de que estuvo una horas en una cárcel franquista, ningún tiempo tan corto de prisiones al cual se le haya sacado tan largo partido, ni más retributivo en rentas. Unos díitas en el presidio franquista fueron patente de corso y salvoconducto, santo y señas y ejecutoria de hidalguía democrática. Pero , ni una palabra de los que son ahora silenciados, ninguneados, perseguidos, acosados o espiados por el regimen de un hombre y un voto, que ha multiplicado entre nosotros tantas cárceles del alma. No han desaparecido las listas negras ni los “Konzentrationlager”, como bien sabe Pastitas, ese mandarín de los libros, y de la cultura pepera a ráfagas, autor de novelas delirantes, que ha sabido sacar rentas de persecuciones imaginarias. Pero él sabe bien que no es más que un propalador de sofismas a gran escala.
Sepan que la promiscuidad sigue ofendiendo a Dios. Pero por boca de estos impostores sigue hablando muy recio el Anticristo, y no deja de lanzar la flecha herbolada de su capciosa palabra. Deje usted en paz a nuestros augustos ancianos. Cese el cotorreo de sus odiosas maripavas. Desde hoy, señor Torre Iglesias, opusdeistico - aunque su instituto sea opus Satanael- cuando le veo aparecer , más chulo que un ocho, tan compuesto y embutido en sus ternos luciendo los gemelos dorados, su gesto hipócrita me recuerda el de un pecado mortal. Entre usted unos días en una cartuja y vendrá nuevo.
Nos podría hablar, por ejemplo, de la longevidad por la abstinencia, que conduce al ser humano a la ciencia infusa, a ese saber virgíneo de los que penetran al arca de la alianza, y suben a contemplar el Trono de la Sabiduría desde cerca. María les guía y suben apoyados en su báculo. Goza así su entendimiento de los saberes ocultos y embriagan sus pituitarias los aromas del Huerto Místico. Liban la miel de la consolación que no está reflejada en ningún tratado, ni en ningún libro, puesto que la reciben directamente del Empíreo.
Huye, hijo, intramuros. En la catedral excelsa encuentra refugio. Escóndete detrás de la espesura del pensil ignorado. Allí Dios te mostrará su rostro y esa será señal inequívoca de que eres un elegido. Mucho más santos cuanto más desconocidos. Por eso, en las cartujas están plagadas de ellos a barrisco, adscritos a esa lista secreta de los que contemplan y alaban día y noche. Ellos constituyen nuestro rompeolas. Son el propugnatorio que nos resguarda de la iniquidad.

Veleidad hubiese sido pensar que la actuación sobrenatural sobre nuestras almas sigue un curso exacto. La teología y la mística, por ser compendios de la problemática del hombre frente a la eternidad, y su soledad ante las fuerzas telúricas, no tienen que ver nada con la exactitud matemática. El proceso de perfección y la visión interna que atisba cosas altas es un paso de la potencia subjetiva al acto virtual. Cierto que en este tema de los ritos marianos, los glosadores ven reminiscencias del culto sincretista a Vesta, definida como Madre de los Vivientes.
Se la representaba subida en un carro tirado por yunta de leones rendidos o domesticados, ceñida corona de pámpanos sobre las sienes, una mano llevando la llave que abre la puerta de las estaciones y en la otra una atabal. La corona se compadece con el título de reina y señora. El carro indica que todo es sucesión, movimiento, cambio. La llave en la mano de la diosa indica que en su seno guarda la clave de entrada a los tesoros ocultos de la naturaleza y el atabal es signo del triunfo de la vida sobre la muerte. la mitología clásica influyó no poco en la elaboración de las religiones antiguas. Zeus es Dios. Hermes Trimegisto se adelantó al dogma de las tres divinidades en una sola de la teología nuestra. El Jardín de las Hespérides sugiere la noción del eden de María y del Paraíso Terrenal. A la puerta del Jardín de las Hespérides había un dragón alado que vedaba la entrada. Y en el Paraíso, tras el pecado de los Primeros Padres, colocó Yahvé un querubín con una espada reluciente. Hay prestamos o copias. Esto es indudable. La Revelación no desterró los pensamientos del Ser Humano antes de la llegada del Mesías. Antes bien, los transformó, adecuándose a ellos.
La Virgen- y esto lo podrán haber experimentado aquellos que de una forma u otra han experimentado su presencia en el mundo, mediante el don de visiones oculares o intelectuales- es algo más que un fantasma, que mora en tu cabeza, y los diablos mantienen una presencia diferenciada a lo largo de los años, en cuanto galaxias de la evolución y del cambio. Las estrellas que esta noche contemplamos son las mismas que movieron las cuerdas de la lira del Rey David. No sólo está en mi cabeza. Es algo que trasciende, pero yo no te puedo transferir a ti esta vivencia, hermano. Es personal, única e infranqueable, como las marcas de las mano, o las huellas de identidad.
Tú has de sentirla y experimentarla por ti mismo. He sentido su intervención, como un arma disuasoria, como un pavés inexpugnable, un yunque a prueba de golpes, en las tabernas y en los puentes, en una habitación cerca de la estación Victoria - el hecho aconteció el día de San Silvestre de 1986 y un individuo jugó a los dardos sobre mi cabeza. “Pónte ahí, Millán”. “ Me has dado albergue, y ahora quieres acabar conmigo”. “¿Querías abusar de mi mujer?”.”Dios me libre”.
Salí corriendo, como pude de aquella planta semisótano del barrio de Sout Ken, y di parte a la policía. Llamé desde el vestíbulo del hotel. un indio, portero de noche, en una pensión de mala muerte, con las barbas de faquir, no daba importancia alguna a mi estado de nervios. Calma oriental, pero me dejó utilizar el teléfono. Grité a Scotland Yard”: Un hombre ha querido decapitarme porque yo creía que andaba detrás de la rubia”. De pronto irrumpió un ejercito de uniformes negros con su salajó de ordenanza en aquel sótano. Nunca he visto la muerte más cerca y tú estabas allí, Madre. Extendiste un manto de estrellas y desviase la trayectoria de la navaja sobre mi cabeza. Aquel tipo tiraba bien. Era un rabino recién llegado de Rusia.
Tengo sus barbas y sus ojos grabados en mí como una pesadilla. ¿ Era un loco? Cristo Jesús, cuanto me has protegido y defendido y que mal te he servido, pero cuento esta historia a trompiconas, porque en el hilo de las narraciones no hay trabazón equidistante. La narración conserva toda la irrealidad de un caso verdaderamente mágico. Iba buscando el tiempo perdido y encontré a un individuo esgrimiendo una daga contra mí. Me pongo a hablar mal de los judíos y sólo me salen bendiciones porque el Dios de Israel ha sentado las bases de un compromiso con la humanidad. El antisemitismo es diabólico. Se acerca un tiempo nuevo. No se puede recuperar el pasado. Yo pensaba en eso al tiempo que sentía los dardos del pobre rabino ruso, loco de celos, contra mí, y allí estaba la Pureza. Dios existe e interviene por mandato de la Virgen para consolar a los creyentes. No soy un santo. He caminado toda mi vida de espaldas al Tabor y al Sinaí, y me repugna el Calvario, pero el Señor estaba ahí.
Pude recoger mis bártulos y salir en aquella angustiosa noche camina de Gatwick como un derrotado, pero victorioso. No pude entrar en contacto con Helen. Suzanne no quiso saber nada de mí, pero este incidente y otros muchos me advierte que yo tengo algo, una protección especial. Ella es mi madre, la única y verdadera madre que ha tenido este pobre huérfano. Amaba a aquella mujer. Que la Virgen la tenga en su guarda. Yo hice todo lo que pude. Regresé con las manos vacías pero con el corazón esperanzado y un individuo que se llamaba Araújo me dijo que le llevase las maletas, puesto que apenas tenía yo equipaje. La noche de espera pasada en aquel aeropuerto - tuve que encontrar, otra vez, consuelo en uno cuartillos de cerveza- me pareció la antesala del infierno, y la acción protectora de la dulce Virgen se consolidaba. No abuses de su confianza, hijo.
Esa presencia me hace sentirme a veces un niño mimado de la Señora. El individuo aquel Araújo traía droga a España o material de contrabando. Me lo dijo mi don de introspección de conciencias, pero yo no hice nada. Pudiera haberme metido en un buen lío. Con todo, los carabineros dejaron pasar. El diablo homicida quedó derrotado y vencido, como ha ocurrido en múltiples casos. Yo soy un peregrino del huerto de María, del verdadero huerto. Es un sacramento, una protección y un acometimiento de la santidad desde un ángulo humano. Gracias, Madre Infinita, mi corazón te pertenece. Mi voluntad y mi fe anidan en Ti, que, sin méritos propios, me guardas y me defiendes.
El nombre de Suzanne se quedó dormido en mis labios. Los buhoneros iban y venían por el encante del ferial con sus rosarios y sus cristos refulgentes, algunos abrían y cerraban los ojos, como la muñeca Pérez y sonreían desde la cruz a los transeúntes un si es no es la cara de barbián. Los artículos de plástico y la pegatina hacen verdaderos milagros ópticos. Hoy se inventan cosas maravillosas, como hacer hablar a una imagen, y los que arremeten contra la bilocación y los éxtasis debieran pensar que el portento de las ondas hertzianas no es sino un caso de primitiva bilocación. Quedaron los nimbos de las rosas . Los angeles del silencio pasan vivificando el mundo, pero no hacía sino darle vueltas al magín de por qué estaba yo allí, y qué es lo que pudiera estar haciendo yo entre tanto paleto. “Déme Dios pecador arrepentido que virtuoso poseído” y esta frase era un poco mi móvil entre aquellas gentes, ignorantes, pero de buena fe. La tal vidente y su orquestra de brujas de aspecto fregonil - sólo les falta el palo de la escoba - me hacen sentir el bochorno de estos aquelarres, porque no tengo otra forma de definirlo. Había llegado al campo con optimismo. Quise pasar con decoro y ahora me disponía a desaparecer con dignidad. Este sitio no es bueno para una sacerdote de la Iglesia de Cristo, que, aunque, renegado, sigue conservando los atributos conferidos en la imposición de manos. Tú, hazme caso y véte. No vuelvas por aquí. Ya estás cumplido. Los cofrades habían formado una mafia perfectamente organizada. Alma adelante, venían pegando fuerte las nuevas generaciones ágrafas.
No es necesario leer tanto, y de nada vale tanto comedimiento. En este manso que acá veis la Virgen se apareció. Ella es plaza fuerte. Cuando iba en la bicicleta, camino del santuario de la Fuencisla, cuando estuve a punto de caer por un precipicio de más de quince metros y estrellarme en el lecho seco del río Eresma también me libró, y ella me llevó por las orillas del camino perfecto. Me libró de los sabuesos y de esos simios caudimanos que pueblan la vida española. La nave del silencio enjunca la vela. Aquí tiene que haber algo. En este manso. Mirad el cielo. ¿ No refulge de un modo extraño? Son suposiciones tuyas, la fiebre de la imaginación. A mí me ha salido una estrella y yo te veo como apóstol de los últimos tiempos. ¿ Y qué más? Nada más ¿ Te parece poco? No tienes por qué enjuiciar la obra perfecta.
Pasado el medio día, los autobuses iban llegando, pero cada vez en menor flujo. Los meses de mayor afluencia son noviembre, mes de difuntos, y el primer sábado de mayo, mes de las flores. Díme, amoroso dueño, cual es la causa de que acudan. Estamos todos locos. The virgin is in your head (la Virgen está sólo en tu cabeza), me lo dijo un protestante inglés, y yo sólo le dí la razón en parte, porque aquí cada uno ha de pensar lo que quiera, con tal que no quebrante el Mandato Nuevo, que es respetar al hermano, y al catolicismo nuestro hay que argüirlo por desgracia de ese pecado: se ha batallado demasiado en nombre de la cruz.
Los humildes tomillares, ya a punto de emitir la fragancia de la verna estación, me saludaban. Basilides bajó la cabeza y apretó su rosario contra su pecho. Pensaba que sus hermanos allá en la cartuja hubieran iniciado el canto de nona, la hora en que murió el Redentor. “Domine, labia mea aperies, et os meum anuntiabit laudem tuam. Deus, in adjutorium meum intende. Et adiuvandum me festina”. Así día tras día hasta siete veces, siglo tras siglo y setenta veces siete. El flujo de la gracia que no cesa.
Es posible que la Virgen esté tan sólo en nuestra cabeza, pero, sin su concurso, todo esto que vemos hubiese sido imposible. Sus manos pusieron en marcha la rueda de luz que gira eternamente. Susurraba el aire. ¿ De dónde vienes? Del norte. No estaban nevados los puertos. La gente de Garabandal. Esa era otra historia. Lo que va a suceder. Que se nos echa encima el Tiempo. La Hora está ya cumplido. Pronto vendrá el Señor de la Mies , y habremos todos de rendir cuentas. Que nos arrepintamos. Que hagamos penitencia, pero siempre fue así.
La madre María de Ágreda el 8 de mayo de 1620, cuando subió al trono el cuarto de los Felipes, tuvo su primera visión. Desde aquel día no pararon los éxtasis. Los ángeles la transportaron hasta la Baja California, Arizona y Oregón más de quinientas veces. El rey, su mentor, la creía una verdadera emisaria del Señor, y otras cosas.
El irresoluto rey, responsable de nuestra decadencia, ése que, de una forma difuminada y borrosa, como un espectro cansado, asoma bajo el dintel de la puerta lejana de las Meninas con un pie en el estribo de la escalera y empuñando la aldaba con la diestra, en una hermosa y radiante mañana de verano madrileña - el pintor del aire le retrató multitud de veces- que fue galán de monjas y tuvo muchísimos líos de faltas, y hasta cuarenta hijos naturales, de los que tan sólo reconoció a ocho, la creía una enviada de Dios, y en las cartas que iban y venían de la corte al convento, “ Madre, usted apriete fuerte, que el Señor le hace a vos merced más que a nadie” y la contestación de siempre: “ A Dios rogando y con el mazo dando “.
Los oídos divinos parecían tupidos ante tanta insistente plegaria. Porque ya lo expresa el adagio:”cuando Dios no quiere, el santo no puede”. Se veía venir el derrumbe. Nos dieron de palos los franceses en Cataluña y en Rocroi. Se perdió Portugal para siempre, y casi Cataluña, las plazas francesas y Flandes. Para colmo le nació, de tanto cruce de matrimonios de estado y endogamias dinásticas, un hijo casi anormal. La monja franciscana no puede decirse que tuviera vara alta en la estratosfera del Empíreo, pero oraba con denuedo y perseverancia admirable, digno de mejor causa.
Sin embargo, el penúltimo de los Habsburgo, irresoluto monarca, conque culmina la decadencia de la historia de España, era un prodigio de la fe que ahora nos hace tanta falta. Su obsesión eran la vida sensual y la muerte , como demuestra el testimonio de una de sus múltiples epístolas a la insigne abadesa soriana , cuando narra la impresión, que le causara bajar al panteón del Escorial, con ocasión de haber sido exhumado su antepasado, Carlos V:
“ Estaba muy entero aunque habían pasado noventa y seis años desde su muerte”.
Muerte y sexo fueron los dos ejes de marcha sobre los que estriba su reinado. Dios, la religión, y las damas, con todo lo que estos tres postulados conllevan. Vivir era pecar y arrepentirse, todo en uno. La España lóbrega y monstruosa de Valdés Leal había empezado. Es un proceso que termina en los caprichos de Goya. El misticismo puede representar una espiritual enfermiza, una sublimación de la libido. Al analizar la correspondencia entre el monarca y su consejera espiritual subyace en la trastienda muy sutil e inapreciable como un trasfondo erótico, pero eso se da también en Juan de la Cruz y en Teresa.
Muchas veces, con ser tan dados a milagrerías y aspavientos, no nos damos cuenta de estar haciendo trampa, amen de caer en un pecado de soberbia. Los diálogos teresianos con Jesucristo, aparte de mórbidos, tienen un lado pueril, de engatusamiento. Y es que los conversos se propusieron salirse con la suya. María de Ágreda era una Coronel, descendiente de marranos, y originaria de una de las familias de mayor alcurnia de Segovia. Sin embargo, estos místicos de Castilla la gentil iniciaron, anticipándose a Freud, la senda que conduce al complejo y a la libido trastornada, y callan y otorgan más de lo que cabría suponer. Fueron rezos echados a perder. España es un proyecto fracasado o a medio hacer porque el papismo férreo y la idea de universalismo mesiánico que España traslada a Roma, después de la lucha de las investiduras y de las regalías de la edad Media, tronzó en flor todo intento de vida cristiana en común que traza el Evangelio.
Los místicos, grandes ególatras, corren el riesgo de presentarse a los ojos de los hermanos con una falsa humildad que es en verdad soberbia, de creerse demasiado importantes, o cuanto menos rebeldes, que tienen bastante que disimular. Yo quise huir de aquel mundo sofocante, de una familia horrible, de una madre que te humillaba y te hacía de menos delante de los demás, porque de chico fui tratado por ella con bastante crueldad, y , herido en lo más vivo, traté de evadirme de la asfixia de aquellos santurrones de cartón piedra y marché de casa. Ahí, sin embargo, no acabaron los dolores. Recuerdo aquella conversación entre el rabino violento y su barragana, como dos naufragados del Titanic, agarrados a la punta de un iceberg, vidas destruidas, tiempo que no sabe hacia donde se dirige, décadas sosegadas y apocalípticas, una juventud triunfal y una vejez desaforada, porque mis anfitriones quedaron confusos y estaban como si fueran dos reos al comparecer en la horca, cuando el bobby[1] me acompañó al interior de aquella casa de la que seguí huyendo despavorido y aun hoy transcurridos bastantes años me hago cruces intrigado de cómo pude escapar de las manos de mi verdugo. Me iban a matar. Sí. Me iban a matar. Me hice un ovillo sobre la cama, metí la cabeza bajo las sabanas.


La luz de una farola en la calle a la que daba la ventana no me permitía dormir, sentí el rumor de la gran ciudad, Londres aún de noche es el flujo de una tempestad, me acordaba de aquel cuento de ánimas, que nos cagábamos de miedo, con el tan- tan, quien es, soy yo, por qué has comido la asadura dura de mi sepultura, y yo quieto. Nunca había oído los pasos de la Amarilla tan cerca. Recé el “Sub tuum presidium”[2]. Estaban allí en la escalera. Dios santo, en qué líos me meto. Con lo bien que podría estar ahora en mi casa de Madrid, tan calentito. He venido en busca de los pecios del naufragio del amor, pero las sendas del abismo han sido borradas por los tiburones.
Mi anfitrión, aquel pobre judío, era también un hombre a la deriva y su compañera, una pobre mujer cargada de culpas. Sus hijos habían huido o estaban de vacaciones y el hombre que con ella convivía, aquel rabino, no era su marido. Horas de pesadilla. El señor me estaba echando en la cara mis pecados antiguos, pero quiso sacarme de la boca del león. Se me hizo más próximo el forcejeo, las frases en sordina, el sigilo con que se acercaba a mí el exterminador.
Los niños habían marchado. En el regazo de las sábanas yo percibía el olor de sus cuerpos. ¿ Dónde estaría mi hija? Soy, he sido un hombre maltratado, pero te encuentro, Dios mío, en mi hora amarga de Getsemaní muy próximo a mi dolor. Pasó el enemigo y sembró los campos de sal, soy la imagen del llagado Job. Pude escuchar al hombre que decía cada vez más recio: Let me. I ´ll kill him. Se había acabado de forma tan absurda y un amor. La Muerte estaba cercana. La había visto muy de cerca. No sé yo lo qué hice para despertar aquella tormenta de odio y de celos en aquel rabino, que quiso jugar conmigo al ejercicio del tiro al blanco.
Deténte Abraham . Aquella noche supe los secretos de la gran historia. Por qué david supo vencer al gigante. Dios me estaba hablando desde la zarza.
Era toda una jugada de ajedrez. Sus dardos eran reales. La punta de la navaja se clavó violentamente sobre la pared de formica. Sufrió un ataque de enajenación mental. No me quieren, Señor. Todo el mundo me detesta. ¿Por qué me pruebas de esa manera? Mi estancia en Londres comenzó con una pesadilla en julio de 1964 y con otra zozobra concluía la noche de San Silvestre de 1986. Entre medias, crece el paréntesis de un gran amor. Todo ha sido una quimera. No sé qué hados, o cuál fue la fuerza del destino que me hizo aterrizar allí al lado del vaho de las locomotoras. Señor, voy a enloquecer recordando aquellos dos episodios - el primero un bujarrón español quiso abusar de mí - y en la segunda un judío me quiso matar. Las dos veces salí huyendo. De los años de Inglaterra conservo el recuerdo de las tostadas y el té caliente, la visión de las espiras de los campanarios de las iglesias de los pueblos campestres y la magia de las catedrales vacías, el frufrú de las páginas de los periódicos dominicales leídos con avidez, a la luz lechosa y boreal de las atardecidas en latitud septentrional, y el anhelo de ser escritor.
Tiempo de amor, de ternura, y frases de una mujer que mi nombre pronunciaba”: Love, wait for me”. Y esperé, y un verso que decía: “ Sometime after many years I will come back to Hull, and I won´t find you. Y tú dijiste: Find me in London. Regresé a Londres, pero tú no estabas, o no quisiste estar. Se cumplió, pues, la profecía. En las estaciones de ferrocarril londinense intuí yo el amor y la vida. En Charing Cross[3] te besé por vez primera, y en Liverpool Street te vi por ultima vez. Mi suerte estuvo ligada a estas estaciones, que fueron punto de encuentro de algo vital, intimo, algo que ha sido únicamente vivido por dos seres humanos en exclusiva, por ti y por mí. Un gran amor en definitiva.
Aquel era mi redil. El ángel de Hornchurch volaba bajo la marquesina de luz de un blanco violento y casi irreal. Sus alas se enredaban entre las vedijas de la ultima locomotora de carbón, dispuesta a partir en final singladura. Los Beatles componían sus canciones en lo alto de los tejados. Cosa hermosa era hacer morada en las boardillas y en los sotabancos, pobre y monástico habitantes universitarios, una tetera por fortuna, algunos libros y un lecho siempre caliente, pero sentías que la vida era tuya, que no pertenecía a nadie más. Flotabas en un mundo imaginado y me sentía reencarnado en algún personaje de Shakespeare, lejos de la hipocresía y el absurdo del ambiente que te vio crecer.
Todavía me pregunto si aquella experiencia fue vivida o fue real. Los delirios de antaño pasan factura. He vivido todos estos años transfigurado en mi propia angustia. La luz del prisma en el epidiáscopo del inconsciente barrena y tortura. Pero los Escarabajos de Liverpool, melena y sonrisa, guitarra inconsciente y la sonrisa que nos delató a las almas cándidas de toda aquella generación. Ilusos. Creían que iban a tragarse el mundo y es la vida la que nos ha devorado; ellos, aquellos juglares irrepetibles, cantaban en los tejados de la euritmia una melodía global, que hizo de la tierra una aldea pequeñita, donde todos nos conocemos y cada uno sabe de qué pie cojea el vecino.
Era hermoso acampar en las buhardillas y en los sotabancos, mirar por el tragaluz. Vamos. La hora ya está cumplida. Un sacerdote de Anás se rasgaba las vestiduras y vino a por mí, pero una de las piadosas mujeres desvió el puñal. Se interpuso entre la hoja de acero y mi pobre pescuezo de carnero desvalido. “ Don´t. Please. Don´t[4]. Sentí el calor de su mano protectora. El matarife ruso se alejó. Eran los mismos dedos que desviaron la trayectoria de la bicicleta y me dieron ese empujoncito con el que pude esquivar la balaustrada del puente sobre el Eresma, bajando sin frenos por la cuesta del Picadillo, cuando bajaba a la novena de la Fuencisla.
Pensaba en tales cosas, y, en pensandolas, al hurgar en los entresijos de la memoria se me venía, como de golpe, una inundación de dolores, porque colegía que mi vida había sido urdida en la plena estupidez, que había estado abanderada por el absurdo de los absurdos, que yo no era yo mismo, sino el resultado de una serie de fuerzas ineludibles, esa picazón que me obligaba a estar ingiriendo constantemente alimentos, o a tener algo siempre amarrado entre los labios, razón de mi inseguridad bulímica, de mi aplestia, ese conseguir que todo te cueste trabajo, y sentirse siempre como en capilla.
No sabía a punto fijo qué es lo que quería, ni qué podía hacer yo allí, en aquel encante donde se traficaba con baratijas y rosarios, y estampas de muy dudoso gusto, como aquellas en las que se mostraba con toda la crudeza algunos detalles de la comunión mística - una lengua y una mujer de rostro sangrante y aspecto histérico al recibir la hostia eucarística - o alusiones truculentas al padre Pío de Pietrelchina con vendajes en las palmas de las manos para ocluir la hemorragia de su cuerpo vulnerado por las Cinco Llagas. ¿Fueron en verdad cinco o sólo cuatro? De la cronología martirial [Roma se mostraba refinada en el arte del tormento, porque conocían sus pretores y soldados todos los secretos del castigo corporal] se sigue que los pies eran traspasados por un barreno y en conjunto, no individualmente y por separado, que perforaba la base del árbol de la cruz.
Los autores no se ponen de acuerdo, También pudo ser uncido o amarrado, como lo fueron los ladrones, porque ninguna naturaleza humana, a no ser que fuese un superdotado con salud de hierro, después de la flagelación, de la flagelación y la subida al Gólgota, o fuera sostenido de forma milagrosa para beber el cáliz de tanto dolor, apelando al concurso del Padre, y estarse desangrando, subido al trono de su suplicio durante tres horas. Lo habitual era que la agonía se prolongase hasta la media semana, porque la crucifixión estaba catalogada como el tormento de los tormentos y el suplicio de los suplicio. El cuerpo lacerado del Señor resistió menos, habida cuenta de los castigos que le fueron incoados con anterioridad a la muerte de cruz. Por eso, Pilatos se quedó un poco sorprendido cuando José de Arimatea se llegó hasta el pretor para pedirle el cadáver del reo. No contaba éste con una fallecimiento tan temprano.


Sin embargo, estos detalles de contradicción o no suficientemente explicados de una manera plana y directa son el cedazo sobre el que se entrama toda religión para tenga éxito y se sostenga. Ha de ser la religión mistérica y esotérica. Y la del Crucificado es la más de toda, porque demuestra un prurito, o anhelo inveterado y contumaz, de contravenir la lógica humana y las leyes físicas. Paradójico es que haya perdurado, basándose en un principio, el del amor fraterno, que el Vaticano, señor de la guerra, de las intrigas palaciegas, de la represión sin contemplaciones de toda heterodoxia, mediante la tortura o la amenaza de las penas del infierno, no ha puesto en práctica casi nunca. La institución jerárquica romana frente a la ternura y conmiseración del Salvador es la frialdad absoluta del Dogma seco y vacío. Suprime la iniciativa del valor de lo personal hablando de almas. A los curas siempre les ha importado el individuo lo que el pito de un sereno. Por eso, se van por la ramas y es que la religión aunque sea verdadera tiene que ver con lo humano, y lo humano se aferra siempre a los mitos, las leyendas, obsesiones legados no solamente por el yo personal, sino también por el yo colectivo o selbst, al que aluden los antropólogos de la escuela de Karl Jung. No casa de ninguna forma el que todo un conjunto de aberraciones absurdas, como la de los papas Inocencio III, mentor de Francisco de Asís, y que, sin embargo, ordenó la cruel matanza de los cátaros en Beziers y en Montsegur, convocando una cruzada para aplastar a los albigenses[5], se tengan derechas. La Teología en verdad no es una ciencia abstracta, sino envuelta en lo que nos legó el pasado, lo que atisba el porvenir. Religión quiere decir religar lo finito a lo infinito, la inmanencia a la trascendencia, pero no es un compartimiento estanco, en viva conexión con la piscología, las bellas letras, las artes plásticas. No hay mayo blasfemia que proclamarse defensor de la verdad, o celador de la voluntad de Dios. El sucesor del antedicho pontífice, el cruzado contra los albigenses, Inocencio IV, un aciago 20 de abril de 1233 mandó instituir la Inquisición, con el objeto de sofocar de raíz los brotes cátaros surgidos en el País de Oc.
David y Sunamitis, un matrimonio de simpáticos talaveranos, que vendía baratijas y chucherías, rosarios de un misterio de cinco o de tres, como, por ejemplo el de la Trinidad, exhibía en su tenderete un Cristo muy mono que abría y cerraba los ojos, según la perspectiva del mirante. Y Mariano, el gordo, le decía:
- Ese Jesús en la cruz tiene toda la pinta de perdulario. ¡Hay que ver qué cosas inventan con tal de vender!
- Conozco al modelo y conozco al artista. Los dos estuvieron presos.
- ¡ Me lo vas a decir a mí!
El gordo de Vallecas hacía como quien no quiere la cosa, pero era de los que ven crecer la hierba.
En la cruz era un Jesús viviente, con algo de cabeza loca, pero muy guapo, y sin esa bonitura clásica, no muy estética de los escapularios, deténte balas, sagrados corazones, medallas de la Milagrosa, y loros de plástica de fabricación china, que se arrancan por avemarías al dar el reloj las doce del mediodía, hora del Ángelus. Una fe viva convivía con la superstición malsana y patológica. ¿ Qué es lo que estaba haciendo yo allí?
Para contestar a la pregunta tenía que mirarme en el espejo de Basil el Cartujo, que miraba y no miraba, que vendía y no vendía. Tal vez era un espía del Vaticano o un monje libertino, o un verdadero servidor de Cristo al que su abad le había comisionado para que bajase hasta aquel ferial, donde supuestamente se aparecía la Virgen María, y, camuflado entre los romeros del Matiengarten tan solicitado últimamente y al que algunos se agarraban como a un clavo ardiendo, para promocionar el negocio de Lourdes y el de Fátima que en la actualidad estaban de capa caída, y luego en capítulo se lo contase todo. El pretexto eran aquellas joyas de devoción reclinados sobre la precaria tablazón de formica y un par de apeos de madera de pino -eso era todo-, que algunas señoras, como suele ocurrir en casi todos los mercadillos, poseídas de una furia cleptómana, robaban sin conmiseración. O llevaban cuatro y sólo pagaban dos. Parecía el monje, con su paciencia y parsimonia auténticamente cartujana, a un Cristo entre dos ladrones, aquel maldito Celedonio y su mujer, la zafia portuguesa, o el tío Bartolo, otro que tal, al que no acompañaba su mujer legal sino su querida. Era adentrarse en un mundo de la picaresca tarifar en medio de aquella gente, auto flagelarse, hacerse daño a sí mismo. “¿Es que vienes por promesa?”


Mi alma acusa el cansancio de la plegaria sin respuesta. Este ha sido un ir y venir desgarrándome la conciencia sin enmienda, hora inane de mi vida en que me he agarrado a este lugar de los sin esperanzas, mientras aguardaba el consiguiente milagro. Los cielos, sin embargo, no han dado la cara en aquellas dos cosas que más he ambicionado: adelgazar, tener un trabajo, que la gente no me llame loco. Yendo y viniendo he sentido ese alejamiento de la mano de Dios, ese silencio divino, responsable del gran vacío cósmico. Las subidas y venida hacia este ferial donde hay un árbol embrujado que parece soltar un flujo magnético, que muchos hemos caído como mesmerizados en este atractivo morboso, han sido síntomas de mi exilio interior, de mi anhelo de revancha con una Iglesia católica, que para muchos de mi generación no hemos sentido como madre sino como madrastra. “ No carguéis tanto al asna ¿ no veis que la dejaréis sin riñones”Sin embargo, un alejamiento del ritual de funcionarios eclesiásticos con sus pólizas y sacramentos, sermones, devociones, ha redundado en favor de un acercamiento al Cristo del Libro, luz del conocimiento del género humano, germen de todo progreso? Ahora aborrezco a los nazis más que nunca y, aunque sigo sin creerme lo del Holocausto, aún a fuer de situarme contra las cuerdas, y ahorcarme de la soga de los políticamente incorrecto, creo que el Mesías vendrá a salvar a Israel.
Hitler y los hitlerianos me parecen los seres más repugnantes de la historia, por más que yo haya respetado la tumba del soldado desconocido y haya llevado flores al monolito conmemorativo del héroe de la Cóndor. Él por lo menos tuvo lo que le faltó a Hitler y a los esbirros. Por desgracia, los que hoy mandan en el mundo se las han apañado aviesamente para dar la vuelta a la tortilla, y querer implantar un nuevo “Reich”. El Escorial ha sido para mí una travesía por el desierto, la noche oscura del alma, donde a través de una serie de creencias lamentables de pseudo misticismo me he encontrado con el Dios que alegró mi juventud. Muchos fruncirán el ceño ante lo que digo, pero es así. De esta cerca mana una fuerza o “paralasis” que me resulta compleja desglosar y explicar. El fenómeno nada tiene que ver con la superstición, la credulidad o la angustia de mi adolescencia incoada por aquellos curas falsos, sádicos y torturadores. Los campos de concentración no han sido más que un símbolo, un estado de ánimo de toda una época.
Por otro lado sobre estos parajes un tanto solitarios y como inhóspitos donde las encinas y los fresnos adquieren forma fantasmales ha bramado el grito de rebeldía de una nación que siempre se estuvo tirando al monte e hizo de la Patrona bandera de violencia y encastillamiento, pero ha sido un grito controlado. Desde un primer momento se echaba de ver que uno no tenía nada que ver con estos virginianos chiflados, esos carlistas fanáticos, dogmáticos, insensibles, con cara de palo, presas de la estulticia, y ese fundamental ismo arropado por una falsa sumisión resignada y llena de desdén, porque ha sido enseñada a despreciar lo que ignora. Ese es el fallo tremendo de lo español. Desde niños nos han vuelto la cabeza tarumba de vagos conceptos, de ideas preconcebidas, pero nunca nos enseñaron a amarnos, ni a respetarnos. Todo ha tenido que ser por la tremenda.
Después de ver aquellos espectáculos lamentables de falsos videntes, que simulaban comuniones místicos, trances, que a uno le estaba dando el gorigori y otro repetía”: ya, ya”, y todos hacían corro para ver cómo se tiraba, y puede que algunos esto les impresionase muchísimo, pero a mí me daba casi la risa por aquella falta de seriedad y me reafirmaba en una decisión inquebrantable de no volver más.
Nunca la cumplía. Al día siguiente ya estaba allí otra vez. El trono de la sabiduría tiraba de mí hacia la cuesta de Molano, donde tendría que vermelas armado de paciencia con el maldito Putifer, sicario de la cultura, el de la mujer fea que hablaba con las ardillas, y aguantar insultos y marea, o tirar hacia los locos y desesperados de este lugar atrayente y maldito al mismo tiempo, soy como digo un exilado en mi país, y he de sentarme a esperar a que venga mi redentor, este “gula” interior que padecemos mucho están cegando los hontanares. El ámbito de la contradicción hizo morada en mí, pero los españoles somos así de complejos. La paranoia parece formar parte de nuestros genes.
Han sido lo que aquí he experimentado viajes astrales hasta el fondo de mí mismo, como si quisiera encontrar a mi subconsciente, fórmula que opera sin contemplaciones en este estuoso ambiente de videncias y de manifestaciones sobrenaturales. Nos sentimos solos. Queremos saber si hay más allá. Nos han dicho que somos inmortales, pero nadie bajó a decirnoslo, ni a demostrarlo. Estas pobres gentes se hallan en un estado de trance o παραkλεσiσ. Sus mensajes son un grito de llamada al Consolador. De ahí, la forma cambiante del Prado, que a veces da la impresión de ser como una cenáculo, otras, un hospital, y las más de las veces, la crujía de un manicomio, o un parque geriátrico. El círculo está cerrado. Conviene esperar. He visto dar vueltas, casi desmelenarse a la Rueda, yendo lejos y cerca, tocando las puertas del infierno y del paraíso, pero sin entrar. Este es el asilo donde tratan de encontrar refugio los desesperados del milenio. Por estas sendas que llevan a la montaña sagrada o al soto de los abigarramientos entre los peñones de formas grotescas, los berruecos de granito, entramos en la otra orilla. Casi se percibe el hálito del Barquero, o el chapoteo de sus remos traidores o in misericordiosos sobre las aguas pandas y sulfurosas de la Laguna Estigia. Es la xoρα, la otra comarca, la que da a los caños de la fuente de la eternidad. Hay nostalgia del cielo, pero los rezos se vuelven aquí gritos histéricos de dolor, ayes de flagelantes y de perseguidos. Sobre la cima del árbol bendito/maldito se depositan súplicas escritas en trozos de papel de ortografía nerviosa, esa letra apresurada de los desahuciados y de los presidiarios. También dejan ramos de flores con tiras multicolores de la bandera nacional.


No tengo amigos. Madrid me cansa. En el viejo café soy demasiado conocido. Mis hijos no me hablan, y, cuando lo hacen, es para dirigirse a mí con una falta de respeto insolente. Me duelen los riñones y en la ingle derecha se queda quieto como un roedor que me arrasca suavemente, pero es una sensación muy desagradable. No se ha convertido todavía en dolor; es sólo una molestia. Luego está la Loba. No es una mujer, sino un infierno portátil. Estoy cansado. Como o me empapizo por aburrimiento. Todos me rehuyen o me dan en los hocicos cual perro escaldado. He dejado de ser periodista, y soy un escritor lleno de congojas que escribe a trompicones historias que nunca acaban o libros que abortan. Vengo a la Madre de las Angustias. Ella se apiadará de mi situación, pero los reclamos o no cumplo con los requisitos de los formularios, o es que estoy muy alejado del campo de acción de la misericordia divina. Nunca hubiera pensado que al nacer se pudiera sufrir tanto, ni que iba a ser tamaño el cúmulo de decepciones. Soy un gordo deprimido, un cura al que rebotaron y se siente cansado. ¿ Qué puedo hacer sino venir al árbol de las apariciones que por todas las trazas está dando en simple aparecimiento. Un camelo turbio. Nos han engañado. ¿ Si es éste el jardín de María por qué no sanamos, por qué me rodea gente tan fea, tan ignorante, victima de sus delirios, al igual que yo?
Los plásticos de los ramos de flores traídos por los devotos emiten una serie de destellos raros. Diríase que una estrella, haciendo un alto en el camino, sobre las ramas cimeras se ha posado.”La he visto. La he visto. Era ella. La virgen bella”, miente más que grita una mujeruca de hábito pardo. Se producen carreras que instiga la crédula curiosidad de los presentes.”Huele a rosas”, exclama un hombre de mediana edad, la ez tostada por el sol y las manos arrugadas como trancas de mil soles y trabajos.”Sí, sí, huele, pero ya no”.
El céfiro en sus rachas puede ser el causante de estas gratas sensaciones intercadentes, muy poco definidas.”¿No huele usted?”.”Yo no”.” Pues qué quiere que le diga: unos ven y otros no ven; unos sienten y otros no; unos palpan y a otros no les llega la sensación”. “Moneta non odet (el dinero es inodoro)”, salta otro hombre de pelo cano con aspecto de profesor de la complutense, al que las purgas que trajeron los del Felipe el González o los turbios manejos revolucionarios del nuevo implante español, netamente anti gerontocrático, que repudia todo aquello que no sea juventud, lo han expulsado de su cátedra. Su brocárdico lapidario y escéptico resta algo de dramatismo a la tensa situación. La Virgen ¡ qué miedo! Está a dos pasos de nosotros. ¿ Qué querrá? ¿Qué nos vendrá a decir?. Otro señor, ya maduro y con aspecto de droguero monta unos prismáticos y enristra el lugar de la supuesta aparición. Hace un gesto de duda con los labios. Se trata de un aparecimiento. El dinero no huele, pero sobre todo para los Cofrades, que siempre se andan muy listos a la hora de pasar el cuezo después de rosarios y mensajes. Me invade el desaliento, pero a mí también me aguijonea la curiosidad.
La supuesto vidente, erre que erre, sigue en sus trece y apunta hacia el árbol con el dedo”: Ya se va, ya se va nuestra madre, uy qué cara más triste”. Los que no la hemos visto, porque así lo dictaminaron nuestros pecados, nos quedamos descorazonados. Otros, del grupo de observación, también aseguran haber atisbado, pero la versión no es la misma. Discrepan acerca del color del manto, así como del porte del personaje. A decir de la vidente de la competencia, la Reina de los Cielos, Soberana del Espacio Creado y del Increado, arrastraba un peplo de color azul y se cubría con un gorro de armiño como el umbrelino cercado de purpura que era uno de los atuendos de los papas hasta que el Concilio Vaticano lo suprimió junto con la triple corona o tiara y la silla gestatoria. Por el contrario, su continente no era triste, sino muy alegre, como el de una florista que se dirige a su trabajo una mañana de abril.
Cada cosa viene a ser del cristal que se mire, colijo yo, y esto demuestra que todas las visiones, ni incluso la de los más acrisolados santos, con Santa Teresa, pongamos por caso, no son reales, sino fingidas, soñadas, meras aprensiones intelectuales. ¿ Es que somos tan importantes para que nos venga Dios a ver en toda su pompa para decirnos lo que tenemos que hacer en un momento dado? ¡Ilusos!
Unos ven la botella vacía y otros la ven medio llena, según el tenor de su carácter, con arreglo a su cuadratura optimista o pesimista ante las cosas de la vida. Me daban ganas de echarlo todo a freír gárgaras. Pensé que mi ansiada aparición, la que me mantuvo en tensión y en órbita durante todos aquellos había degenerado en apariencia ilusoria. El plástico de la envoltura de la enseña nacional y del ramo de flores tenía la culpa de aquel infortunado espejismo. “ No quiero estar aquí más. Sobro. Estoy perdiendo el tiempo”. “ Todos vinimos a este mundo a perder el tiempo, pero la culpa no es nuestra. El que nos fraguara ése es el responsable”. Mi pluma se horroriza y se niega a seguir adelante. Dios castigue a tanto baratero.
A lo largo de todas estas cuestas y llanadas que conducen al pueblos de los sueños he rodado impenitente y contumaz, a solas con mi Dios y en la creencia de que sólo Él me protege, y me coloca a recaudo de todos los que me persiguen, pero la Virgen visionaria que proyecta esta mujer histérica la pobre sobre mis sentidos no es la que cuadra, por lo tanto tengo por válido el apotegma de que la Virgen sólo está en nuestra cabeza, y nos recuerda todo lo bueno, sagrado y poético que puede haber en la vida humana.
Luego se acercaron a nosotros por la carretera unos seres extraños que parecían revalidar el presentimiento de que en aquella sabatina de febrero ibamos a ver cosas inusitadas. Iban cubiertos de la cabeza a los pies con una paño negro, de bayeta, indumento penitente, que se utilizaba por los flagelantes de la Edad Media, siguiendo la cruz alzada y la voz de un preste que canturreaba algunos versículos del “Dies Irae”, aquella secuencia escrito por un fraile menor, y que era la mejor referencia testimonial al espíritu de una época. Recordaba a los cátaros amenazas terribles puesto que aquel Señor al cual ellos adoraban no pretendía ser tan amable y complaciente como ellos estimaban. Era un juez supremo, de los abismos y de las montañas. Ante su presencia comparecemos y en aquella hora, tan amarga, no valdrán maulas, ni pretextos. Ni valdría para nada el consolamentum ni la endura de los valdenses. Con esta canción y el hisopo se dio de lado a los albigenses, o cataros, o puros, la buena gente del País de Oc que practicaban la caridad, el amor al prójimo, el respeto a los animales, y que creían en un Cristo redentor, y no en los curas. El Pobrecillo de Asís tenía no poco de juglar provenzal y había bebido toda su espiritualidad renovadora en fuentes valdenses. El subió a los altares, pero su mentor, Inocencio III, no pudo conducirse de forma más despótica y cruel con aquellos hermanos que pensaban diferente. ¿ Se puede arrasar campos en nombre de la cruz y de la ortodoxia? Los estragos han vuelto a repetirse con harta frecuencia a lo largo de la historia.
Eran más de quince o veinte los que así se nos aparecieron de forma tan extraña aquella tarde, al filo del ocaso, y debían de ser ánimas porque los autos que pasaban a toda la velocidad por aquella recta que se convierte con frecuencia de circuito de carreras, y de insultos y de blasfemias al pasar contra los virginianos, parecían esquivarlos o traspasarlos sin que corrieran los flagelantes riesgo alguno, en virtud de las cualidades que caracterizan a las almas que han alcanzado el rango de la inmoralidad. Son ágiles, sutiles, lumínicas y pueden taladrar los cuerpos opacos. Venían del osario de enterrar al último infante, ese hipogeo empedrado de tumbas de todos los que no reinaron, porque murieron al nacer. Se los llevó el sobreparto, la difteria, la meningitis y otras enfermedades para los que no se había inventado. Esto es así que las reinas no parecían tener entonces otro oficio que el de parir y morir jóvenes, pues rara vez ninguna llegaba a vieja y los reyes estar todas las noches manos a la obra. Extraño portento de la naturaleza y rara avis fue el cuarto de los Felipes. Sólo él colmó el panteón de infantes con los vástagos malogrados que él engendró. Debió de ser varón muy entero por ese sitio, pero la endogamia, el cruce de sangres, las fuerzas degenerativas de toda una dinastía demasiado apareada entre sí, la falta de otras sangres, y las enfermedades venéreas lo convirtieron en padre de Carlos II. Luego tuvo otros muchos rollos. Dicen los historiadores que llegó a engendrar hasta medio centenar de hijos naturales, de los que únicamente reconoció ocho. Desde entonces, se dice que el nombre de Felipe trae mal fario.


En el grupo debían de ir algunas viudas, pues vimos algunas tocas negras. Desaparecieron por la glorieta donde se alza una impresionante cruz de piedra dominando el cotarro. Cierto que eran viudas, porque traían tocas negras y los pensamientos verdes, y los ojos hechos yesca, fuego de la lujuria, pero aquí todo es de viejo, y no hay cosa más lúgubre e insensata que el cariño de la edad provecta, ese quiero y no puedo, porque ya se tornó brasa el hacha ardiente, que diría el poeta, aunque algunas excepciones, naturalmente, como fue el Cuarto Felipe, precario garañón y furia beata de nuestra monarquía.
A eso de las cinco de la tarde, hora taurina el ferial se queda vacío, y se hace un silencio expectante antes de comenzar la corrida. Se inicia el rezo del Santo rosario. Por la señal... Celedonio y la mujer fea, la infame portuguesa, no he visto nunca cara más terrible de diablo, hacen que cierran la tienda, pero todavía aguardan por si viniere alguno. Los otros recogen. David y Sunamitis se van a Santander. Mariano el gordo para Vallecas. Los del norte, los postulantes de la causa de Garabandal se montan en sus coches y enfilan la ruta del norte.
Es un rosario largo con muchas imprecaciones al final de cada misterio, pero las mismas letanías, y se reza en francés, en castellano, en portugués y en polaco. Luego el mensaje que hace vibrar el tendido de megafonía con los suspiros, amenazas y anatemas librados con voz congojosa por la vidente, que recalca mucho el hijos míos con voz de ultratumba. Comunica angustia y cataclismo. No es extraño. Estamos al final de un milenio y han proliferado las videntes en un tiempo infausto para la religión positiva. Siento venirse abajo todos mis afanes. Pero no importa: continuaré la búsqueda. Te has caído con todo el equipo. Nos has metido en este embarque en el cual no crees.
Es la hora del diablo. Esta sabatina de febrero estuvo dominada por la presencia del Maligno, pero ha habido otros sábados de grandes gozos, que no puedo especificar de un modo claro, por ejemplo, el olor a incienso y el aroma de las rosas, las predicciones de la muerte santa de mi padre, la causa por la cual mi mujer me abandonó y ahora padezco la tortura de todo aquel desamor. En todo esto late un misterio. Cristo, yo creo en ti. Edoce me in vías tuas. Es la fe lo único grande y digno de mención que hay en mi.
Sobre la campa se han extendido las sombras. Los de la Cofradía se aprestan a recoger el tendido de los micrófonos. Me arrodillo ante el árbol y entono el credo de Nicea, pero una mujer de nariz ganchuda me interrumpe y me espeta: “ Aquí se viene a rezar”, mientras muestra a un grupo de chiquillas una serie de fotografías de gusto dudoso, unos palomos en una buhardilla, un mono que saca la lengua, y habla a aquellos pobres neófitos de las penas del infierno y del purgatorio, de conversiones, de pecados, algo que me saca de quicio y me pone los pelos de punta. Verdaderamente, este no es un jardín de María sino un ostugo o rincón de los demonios. Pero, tú, que eres peregrino, sigue buscando, pisa la acrotera, y escucha el canto de la aguzanieves, no te vayas tan fácilmente. No hay que tirar la toalla, que aquí Cela dijo que el que aguanta gana. Creías en Cristo, por eso desde que naciste no han parado de crucificarte. Los abedules y fresnos sueltan ya la gálbula, anticipo de la primavera. A la luz incierta del atardecer los veos posarse sobre las ramas del árbol, situado proporcionablemente en un lugar que recibe el último aliento del ocaso, mientras el sol se desvanece por los encajes de la cordillera. Ese monte lo llaman Las Machotes. Se parece un poco al de Matabueyes, lo que tiene es que a la vista resulta un poco menos imponente. Son los zócalos del Guadarrama. Aquí la sierra empieza a subir y el Escorial, pueblo enjuto y arrebujado como el nido de culebra en la ladera parece que se agazapa para saltar luego como un lince sobre la llanura castellana. Las casas de aljez o yeso crudo de los menestrales contrastan con la solida estolidez del monasterio, roca firme de granito. Me sonrojo, pero hoy estoy de humor algo faceto. Miro para la imagen de santa Teresita. De sus labios se ha desvanecido la sonrisa. Seguramente, no aprueba esta escritura de descargos diabólicos, pero si he visto al diablo, si lo he sentido palpitar en la sonrisa maligna de las gentes ¿ por qué no decirlo? Basil dice que se restituye a la cartuja, que no volverá a vender libros, entre el Celedonio y la portuguesa de cara horrible, esa que dice haber nacido en el Congo. Se movían a su alrededor y lo estudiaban como la hiena que avienta la presa. Quiero mi bata de zaraza, y la quietud de mi celda, mis libros consoladores, las cintas con grabaciones de misas del rito de Crisóstomo, que canten los monjes de la Poustina, y que se calle Erasmo, socarrón, que nunca conoció a su padre, y que bien hubiera podido militar en la UCD. Los partidos de centro es lo que tienen, que ni calor ni frío y él se pasó la existencia en medio de una gran tiritona, y murió mal, que no lo enterraron en sagrado, como mi primo Ventura el cobrador de Albarrán, el de las sandalias desgastadas de hacer tanto encargo, y que se les quedó en la ambulancia. Muerte absurda sin confesión. Mi fe hoy no se ha apagado, pero con espíritu de verdad digo todas esas cosas. Estoy en el bastidor del tormento.
Es un amasijo de grandes nombres, palacios de portentosas fachadas esculturales, pero las salas vacías, allí donde el moho y la polilla hacen su agosto, y voy marchando por los rastrojos. La sala está vacía, en los cielos no hay nadie, llamo y llamo y nadie se pone al teléfono, aunque estoy seguro de que tú estás cerca, escuchando mi voz, así como este llanto expletivo y encomiástico de todo cuanto perdí. Con la imaginación me traslado a Londres, la ciudad de mi vida y de mi amor, cuyas calles no puedo andar sin sentir dentro un cierto afán de aventura, y aspirar a la dadiva y las congruas de la diosa del amor que perdí. Mi libro está en muchos libros. Celedonio, por favor, no hagas preguntas. Eres pobre y te lamentas, pero no conviene quejarte demasiado en este país. Es lo que me decía aquel Gayo de infame memoria, verde de envidia, cuando me parecía portar por los salones de la agencia, cuando iba a entregar el articulo. Aquí no hay comunicación. Maldita envidia es nuestra madre y una tormenta de mala nube nos engendraron al de por junto. Pero no puedo acabar en la trena. Eso es lo último. Seguiré cantando las verdades del barquero, durmiendo de pie con una pata en vilo como duermen las cigüeñas barruntando la lluvia, lejos de los paredones y jolgorios esclarecidos.


A esta ecplexia o delirio repentino me condujeron los delirios del espíritu y de la carne. El Escorial es una montaña, que atesora en el corredor de sus laberintos, buen cupo de tesoros escondidos, que muy pocos hallan, a no ser que tengan el toque de la aldaba divina sobre sus encanecidas y sudorosas frentes. Iba en su plaustro dorado la fortuna, carroza de oro. Era el rey que volvía a sus aposentos en busca del retiro de estos bosques, los mismos que tengo yo ahora plasmándose a mi retina. Tardaban varias jornadas desde Madrid. La posta hacía el alto en una posada de Colmenarejo. Al buen rey don Felipe le dolían todos los huesos, y el viaje debió de ser un martirio desde la Corte. Hedía cuando fueron a darle sepultura. Yo he visto al rey en su carroza de dolor, añoraba las flores de su jardín. Escribía cartas a sus hijas esperando la muerte. Ya no olería el perfume de más primaveras.
Fortalecedme con flores, que languidezco de amor. Las aguas válidas de la cascada de la vida se despeñaban en torrente, y el monarca se iba. La procesión de disciplinantes, entonando el canto de Tomás Celano, aquel franciscano, buen poeta pero algo sádico, y el miserere. Hay que amugronar las vides y no arrastrar las palabras como si fueran segures de impotencia. Ya se ha convertido en brasa el hacha ardiente. Allí arriba está Perún el dios del rayo y más allá Anigna con su falce en forma de guadaño. Ambos segarán nuestra cabeza. De todas formas no puede existir sitio en la tierra que pueda hacer de decorado de la mitología. Los dioses y las diosas batallan entre los fresnos, beben y fornican detrás de los setos o escondidos entre los peñascos de aplito, ese granito de cuarzo que refulge hinchado de gas argón, viento maligno. Voy poco a poco con una paciencia abacial compulsando manuscritos, igual que San Jerónimo, cuyo espíritu flota sobre las piedras, porque no en vano los primeros moradores de los monasterios llevaban el alba blanca y el escapulario pardo de la regla jerónima.
El santo anacoreta de Belén escribió encendidos elogios del celibato, pero no renunció a la mujer. Una oblata llamada Paula le ayudaba en la tarea de recopilación de textos y le hacía más llevadera la existencia, mientras su pluma de alas de ganso y buril de oro garabateaba los pergaminos. San Jerónimo escribió mucho sobre las reformas de las costumbres de los clérigos. Les recomendaba por ejemplo que no estuvieran nunca con una mujer a solas ni que bebieran hasta la embriaguez, algo que el buen padre del yermo no cumplió a rajatabla. Así pudo alentar en esta tierra miserable más de un siglo. Asqueado de los vicios de Roma huyó a Belén. Al salir de Roma, se sacudió el polvo de las sandalias y dijo: - Doy gracias a Dios porque el mundo me juzga digno de su odio -. Y pegó el portazo. Toda su existencia la trocó en afán de saber y de conocer. Llegó a entender hasta de las víboras de Iberia. Era yugoslavo y le gustaba rezar ante la tumba de los mártires en las catacumbas, cuyos epígrafes se esforzaba por descifrar. De ahí nacieron los principios de la exégesis. Es San Jerónimo el gran exegeta por antonomasia.



Van saliendo autocares dejando un reguero de polvo en la campa. Se oyen todavía suspiros y oraciones junto al Árbol de las Apariciones. Ha venido a rezar el propio Felipe segundo todo vestido de luto. Un cortejo fúnebre entre dos hileras de blandones lo trajo en litera. También el rey sintió siempre mucho interés por este tipo de fenómenos extraños, pero dicen que no le gustaba mucho la hechicera. Mandó quemar a varias brujas. Entre ellas a la saludadora de Ocaña, por cuya recomendación, es cierto, optó por elevar su parrilla a San Lorenzo en el lugar en el cual se encuentra. Era un entusiasta de los escritos de San Jerónimo, del que dicen los filólogos que escribía el latín con más elegancia que el mismo Virgilio. Había nacido en Grahovo (Dalmacia) y odiaba a Roma. Decía de los romanos casi lo mismo que San Pablo: - Tiene por patria el vientre, por dios a los instintos, y por alma la insensatez pecaminosa -. Este dicho le valió más de una llamada al orden del papa reinante, que era por aquellos días San Dámaso.
En las primeras fotografías que obtuve en aquel reportaje de 1983 salía un joven de mirada terrible. Creí a pies juntillas que se trataba del arcángel Miguel, el summus nuntius. En la mitología cristiana sustituye a Hermes Trimegisto el tres veces santo, mensajero de Júpiter. Sus montes se alzaban sobre los montes en la creencia de que estas cimas eran un sitio idóneo para que aterrizase el espíritu alado, padre de las ciencias herméticas. Hoy te veo muy triste, Teresina, porque vienen a mi pluma de ganso todas estas cosas. Pero no lo puedo evitar. La más estúpida de todas las aves, el ánsar, y una de las más bravas, se ha convertido en transmisor de la sabiduría de los pobres mortales. Que San Miguel, ese que se nos apareció en la corteza del fresno blandiendo la España, hosco el gesto y mirada terrible, como para infundir pavor a toda una legión de demonios. Siempre se le pinta con yelmo alado, trayendo detrás un trigal de lanzas enhiestas en asta ferrada amenazante, algo así como en el cuadro famoso de Velázquez, La Rendición de Breda, pero a él nunca lo fraguaron en la mecha del perdedor, porque representa la carne gloriosa y el espíritu triunfante en la contumaz defensa de los desamparados. Es culebrina y arcabuz celestial, estrategia incomparable. Su brazo nos defiende. No en vano él es el psicagogo, el conductor de las almas, el espolique que encontraremos al otro lado, cuando emprendamos el otro viaje al lugar de las sombras.
Asimismo, hay que dar a San Miguel otras credenciales, no menos eximias. Es el gran caballero andante de los cielos, siempre a la mira y a la escucha, defensor de los débiles, escudo de toda inocencia. Sus fuerzas coparon al propio Lucifer cuando se alzó en rebelión. Él es no menos el que siglo tras siglo deshace las conjuraciones satánicas contra la Iglesia y hace que permanezca siempre viva, sin apagarse, la llama del fuego sagrado del santuario, sin que esto sirva de precedente de que siempre andemos como en tinieblas rodeado de malvados, de curas y frailes, y hasta pontífices, que tienen un repelús algo diabólico la verdad. Tú, Miguel, luz de los pobres, mantén nuestra fe, venciendo a las precitas jerarquías. La fiel Amerita pasala noche y el día presentandote ofrendas a Dios por mí. Eres también prepósito del Paraíso, cuya entrada esperamos nos franquees de tu potente mano nada servil. Si te apareciste en el monte Gárgano, también has descendido hasta este prado de las apariciones o de los aparecimientos, que a punto fijo no sabría decir, Miguel, porque tengo la sesera hecha un lío, y tú bien sabes de mi proba honestidad. Que seas siempre nuestro baluarte y nuestro portaestandarte.
Has caminado delante, como mi caritativo guía. No me he perdido, pero has dejado en mí la añoranza de Doncaster y los caminos de Edenthorpe. Sin la fe en Cristo, redentor de las almas, yo no me explico. Todo lo que tengo es tuyo, mi amor. No he merecido alcanzar misericordia, porque acaso yo tampoco tuve misericordia. Huelen todavía las rosas de junio. Ojala nunca se hubiese apoderado de mí este furor teutónico, que abres las compuertas del odio y de la guerra. Pero el portaestandarte estaba arriba dando cobijo a un pobre escritor. No ceso en mi demanda de un tiempo de mejor, de más granadas azucenas, porque azucena entre todas era ella. Te has pasado media vida maldiciendo a los judíos, pero, cuando los maldecías, no brotaban de tu pecho sino loas.
Soy un poco como la hemorroisa, depositaria del milagro oculto, y del hijo pródigo que confía en su vuelta a la casa de Israel, edificadas sobre la roca viva sobre la que campea Él la punta del ángulo. No quiero ser más piedra de tropiezo, ni tampoco piedra de escándalo. El señor mira con ceño a los que obran iniquidad. Mejor es padecer haciendo el bien que entregados al mal. Sed sobrios y estad en vela continua, que el demonio anda suelto y merodea cual fiera a quien devorar. Estas palabras de Pedro han marcado mi vida. No he sido ni sobrio, ni prudente, ni vigilante, y tú, señor, permites que yo viva, aliente aún. Pero he sentido mi cuerpo en esta noche de mi conversión como una tienda de campaña, un lugar provisional donde se pasa la noche en esperar del quebrar albores. Regoldé en delitos y fue la propia horrura de la perdición, pero tú me rescatabas. Me descarrié por la senda de Balaán, hijo de Basor, el cual codició el premio de la maldad. No soy más que un pobre judío en las llanuras de Castilla, un errante en la añoranza y en la belleza. Mira, las ovejas descarriadas, llegan a adorar el pilar de jaspe, pero puede ser que no sea más que un árbol maldito. Sin embargo, su fe los transforma en algo vivo. Gospodi poliluy Señor piedad. Habed piedad. Basil, el extraño vendedor de libros, venido de una lejana Tebaida, elevaba el canto terno del serafín, el que dignifica nuestra vida de españoles fracasados, condenados a envidiarnos eternamente. Era más clara y perceptible a favor de la noche fría del sábado de febrero el concento de las dulce letanías. Todos decían: “ Bendita sea la hora en que la Virgen María bajó en carne mortal a Zaragoza”. No nos puedes quitar esta creencia, practicada por tanto tiempo, pero ya sé que tus caminos son inescrutables y que nuestra ciencia no es tu ciencia. Tienen perdida la batalla los confesores. El hombre no cambia, pero, bendice alma mía al señor, pues perdona todas las maldades, sana todas las enfermedades, redime nuestra vida de la muerte, nos colma de piedad y de misericordia, llenará de bienes tru deseo, y hará que se renueve tu juventud. Era un salmo, el ciento dos, el que venía a mi memoria.
Y el ángel me decía: “ No hables mal de Teresa, que ella sola pobló los claustros de serafines encarnados en piel humana”. “ Pero las aterió de frío”, me dije mientras el efluvio del Espíritu derramaba sobre mis labios y mi memoria palabras de mucha consuelo. Ahora no me podréis argüir de pecado. Pablo combatió la superstición y en Efeso lo quisieron tirar al mar los fabricantes de los ídolos de Afrodita. Eso te ocurre un poco a ti, Millán, en este lugar. Dios ha escuchado tu hacimiento de gracias y te salva, no permitiendo que nadie te haga ningún mal. Porque dices la verdad, y por eso te proclamo mi diácono. No es el orden de la muerte sino el orden de la vida lo que traes en la escarcela.
Los discursos brotaban locuaces, una facundia que me sobrecogía, compitiendo unos con otros los pensamientos por salir a la luz y alzarse con la verdad. Quizá el futuro pertenezca a la burguesía. Por eo la jerarquía no tiene nada que hacer. Tiene que buscar otros caminos. El consumo forma parte de nuestro horizonte mental. Se ha pactado con el diablo y la clave de todo hoy el éxito, no el crucifijo del dolor y la plegaria. Están embrutecidos para siempre. La tele los ha convertido en un rebaño de ovejas represivas, y la vida del hombre se fundamenta en el cálculo y las reservas mentales. Es necesario construir, Millán, la piedra angular de una nueva iglesia. El analfabetismo del pueblo fue absorbido por la cultura de masas, eso que en el Vaticano denominan enculturación. Las jerarquías no se resignan a perder su papel autoritario. Por eso, sin aprobarlos, permiten que se siga hablando de milagros, porque eso llena las cajas fuertes del negocio de la eternidad.
A Carlos V , como veremos páginas adelante, fueron a exhumarlo en tiempo del Cuarto Felipe, encontrándose sus restos incorruptos. Habían pasado noventa y seis años del óbito. Por milagro se tuvo. Para Erasmo era el epítome de los tiranos, pero a aquel Don Desiderio de Rotterdam, un neutro, y perteneciente a esos mansos que nunca preconizan nada buenos, porque detrás de los cabestros viene la torada de bravos, que ni fú ni fa, ni frío ni caliente, y por tibios los expulsa el Señor de su boca. Cuando los acomodaticios se ponen a escribir, siempre se nos echa encima la catástrofe. Puede que el emperador muriese arrepentido en olor de santidad en el monasterio de San Justo de Yuste. No era un intermedio, sino un emperador confundido en el fragor de la batalla. Fue traicionado en sus ideales por las fuerzas de siempre. Le echaron los mansos y él se volvió a morir en un claustro. Defensor de la Cruz, los papas renacentistas no supieron comprenderle. Desde entonces habrá que preguntarse con todo derecho si creerán verdaderamente en Cristo los abanderados de la tiara. Hubo demasiada guerra, en nombre de Cristo. Los malos clérigos como Erasmo son los que encendieron la hoguera cuyas brasas aun requeman el panorama europeo. Cristo esconde su rostro en el Este. Ese convencimiento o revelación me lo dio la Virgen tapada que apareció en el Escorial en aquel reportaje. El año del ochenta y tres resucitó la Ortodoxia y un ángel me dijo”: cuidate de esos que se dicen mis vicarios. Son en realidad mis sicarios. Me volverían a crucificar si bajase a la tierra “.


Cerraron sus oídos a la verdad, y se convirtieron en percusores de mazo violento. Vino la apostasía general. Alejandro me hizo mucho mal y Dios le dará en pago conforme a sus obras, se quejaba el apóstol Pablo, ese que parece haber resucitado en la persona de Celedonio, el panadero, el de la furgoneta. Pero hay deidades diabólicas. La sinrazón persiste en este combate que dura ya muchos siglos. La diosa Némesis puede que esté castigando a la jerarquía por haber pactado con el demonio. Ellos creen y no creen. Hacen que rezan ero no rezan. No se cansan de invocar en sus misas idólatras al Deseo y a su egoísmo. Esta es la apódosis. La prótasis hay que ir a buscarla en lo hondo de los revesados textos. Vuelva ya por lo alto de la cordillera con sus alas desplegadas alción, una pájaro siniestro que mide treinta metros. Su cuerpo tapa los rayos del sol. Nos vamos a convertir en folclore. La cultura produce códigos y los códigos producen la conducta. Esto es la pescadilla que se muerde la cola.
Vuelvo a las lecturas, a la soledad de mi ostugo. Soy un pensador de chiscón. Clamo contra todos aquellos que llevan una doble vida y anuncio, tomando el numen de Isaías, que hay que cambiar, que no es buena esta inercia. El Evangelio ha de influir y encauzar con su soberana influencia toda actividad humana, pero Cristo nada concreta de cómo hay que llevar adelante el anuncio de la Buena Nueva. Habiendo triunfado, es el perdedor de la historia. Se aprecia una dicotomía entre las palabras del Salvador y el rumbo que ha tomado la historia. Esa esquizofrenia ha hecho perecer a los que se han aferrado a los textos de los malos maestros. El Cristo oculto vive en el “ liber mutus” y en el “ Verbum dimissum”. Su gracia pervade los tiempos. Los rayos de sol permiten la iluminación de los pasos, pero no terraplenan los barrancos, ni construyen los puentes. Sólo nos dicen por donde hay que ir.
Los gimnosofistas vinieron con sus deducciones, escolios, aplicaciones, teoremas, y para entender a Dios se arman de argumentos por la vía exclusiva. Entonces resulta que conocemos A dios por lo que no es: inmortal, inaccesible, inefable, inabarcable, infinito. La teoría de la Inmaculada, del que hablaremos páginas adelante, entra en este consorcio de entendimiento por el descarte. Traeremos, pues, a la Virgen muy alhajada cual diosa pagana. Su culto empezó en Efeso (insisto) donde estaba el culto y el negocio de Afrodita, contra los cuales arremete el apóstol Pablo.
Sin normas cohivitivas y como sintiendo el placer sin cortapisa rompo a cantar el “ Ave Maris Stella “ y en medio de mi concierto me paro a dudar si debo llamarla Stella (estrella) o Stilla(gota del mar). Da igual, nadie puede curar de la insensatez de un pendolista perezoso, poco atento a la transcripción de los códices, y me fío de las palabras del Melifluo: “ réspice stellam, voca María”. No se puede entender el culto a Nuestra Señora sin los cátaros, pobres herejes que perecieron en la hoguera, pero geniales en el tributo caballaresco o provenzal y los ojos platónicos con que miraron a la mujer, bien entendido que la musa de sus pensamientos no era ninguna de las serranas de la Vera que pululan y ululan por los ambones y estrados de la mitinesca política española, ni esas feministas encendidas de odio, sino Dulcineas, como aquella a la cual adoré yo en un jardín de Essex, pues la mirada de sus ojos llenó de luz mi vida, y añorandola desde que la vi vivo una vida que, lejos de su figura, es muerte, pero ni de noche ni de día me abandonará su recuerdo. Suzanne Hugo fue la musa y la lira, un trozo del cielo que le fue permitido columbrar desde la tierra a este miserable pecador. Pues Bernardo, el máximo cantor de la Virgen en Occidente, bebió en fuentes albigenses, al igual que Francisco de Asís.
La música ayuda a penetrar las grandes verdades. Fue el principal sostén del espíritu religioso, porque todos los instrumentos tañen el son de lo inefable. Una religión donde no se cante es inconcebible. Jerónimo dice: Sic cantet servus Xti. Ut non voz canentis sed verba placeant queae leguntur (así canten los siervos de Cristo para que no sólo se escuche la voz del chantre sino el contexto de lo que se dice para mayor adoración de Dios) Esto es: el que canta reza dos veces, pero las nuevas normas conciliares, en un franco intento de sigilación de una tradición gloriosa, han contribuido a ese síndrome de iglesia vacía en la que se me antoja viven los cristianos crepusculares. Erguíos. Alzad vuestras cabezas. No seáis maliciosos, ni obstinados como el impío. Llevad una vida recta. De pronto, me asalta el recuerdo de María Goretti, coronada de celestes ramas de glicinias, una virgen heroica de la castidad muerta ahora hace justo cincuenta años, y ya nadie la recuerda. Su violador, Serenelli, pasó el resto de sus días en un convento de capuchinos. Nadie puede escapar a esa lanzada que es el corazón humano. La luctuosa historia se vivió en el pueblo siciliano de Corinaldo. Del espíritu de la fornicación nos libre Dios. Las flores repletan el jardín de María.
No creéis, ¿ verdad?. Pues aquí va otro testimonio. Llegaos todos a la peña fuerte. Yo sufro lo indecible. Soy varón de dolores. Venir al Escorial es acercarse a los callejones sin salida de la España infernal, víctimas de la crueldad, desechos del desamor. Hace las veces de derrumbadero de los fracasados matrimonios. Juan Buen Alma era el típico marido ideal, bueno, comprensivo, amante de su mujer y sus hijos. Cuando descubrió que su esposa, que lo maltrataba y humillaba públicamente delante de los hijos y del córam vobis, se dio a la bebida. Un veinte de noviembre, que se había bebido más de dos litros de morapio, después de venir de postrarse ante el árbol santo, al regresar a casa preparó un escándalo con el vecino de enfrente, al que desafió con una navaja. Eh tú, sal, si tienes redaños, pero el muchacho no salió. Por lo visto a su esposa le gustaban los jovencitos. Voceó como un energúmeno y la emprendió a golpes con la adúltera. Tuvo que venir la Guardia Civil. Lo metieron a los calabazos. Su mujer lo echó de casa y ahora duerme en la calle. Es un hombre, pese a todo, feliz. No guarda rencor a nadie y ahora da gracias a la Virgen de que aquella noche aciaga de noviembre, cuando se le subió el vino y el coraje a la cabeza, no hubiera muertes.”Soy libre. Nada tengo, pero estoy en paz conmigo mismo. Si aquella noche Nuestra Señora no pone la mano, me habrían matado, o me hubiera perdido para siempre”. Iba a dormir a los albergues, pedía limosna en el cancel de las iglesias. Nadie sentía piedad de él. Sin embargo, estaba bajo el amparo de la Mujer Fuerte. Lo que le ocurrió al pobre Juan Buen Alma constituye moneda corriente en la injusta sociedad de nuestros días. Los periódicos y los informativos no hacen sino propalar acrimoniosamente las bravatas de mujeres maltratadas. De los maridos ultrajados y deshonrados no se hace excusa. Se le veía alguna tarde en la campa. Era la vera efigie de la felicidad. Oraba con mucho fervor ante el árbol y decía que la Virgen lo había salvado. No tenía a nadie más en el mundo. Para paliar su dolor y los intensos fríos mesetarios había hacía uso del vino. No le sucedía nada cuando caía en ese lamentable estado en que la razón no separa el bien del mal, y pierde la capacidad de raciocinio. Su Madre del Cielo, porque su madre de la Tierra lo había rechazado desde que era chico, y hecho objeto de mil y un desdenes y menosprecios, cuidaba del desafortunado vagabundo. Dicen que Dios perdona, y perdona eternamente, a los borrachos, y tiene un lugar reservado muy especial para ellos, considerados como la hez de la sociedad, en el Reino. Cuando le preguntaban a Juan Sin Alma por qué no guardaba rencor a nadie, ni no había dado una lección a la ingrata, que tanto le hizo sufrir, contestaba:
- Porque Ella me quiere. Yo la rezo y me escucha y derrama su gracia sobre mí.
- Vamos, Juanito, no nos cuentes historias. En vez de estar durmiendo en el metro, lo que tenías que haber hecho es haber abierto un butrón en salva sea la parte. Este tipo de manchas sólo les lava la sangre.
- O el vino. Decía mi abuelo que gloria haya “te prefiero borracho a asesino”. Mi abuelo era un sabio, un castellano viejo.
- Pues no sabía por donde se andaba.
- O, sí. Los seres humanos llevamos el honor en la cabeza, no en los órganos reproductores.
- O en la frente - atajó el otro vagabundo en este diálogo de sordos, en el cual ambos mendigos remedaban al buen y al mal ladrón. Juan Buen Alma hacía las veces de Dimas. Al otro digamóslo Gestas. Era un ex convicto. Cumplió cadena de treinta años porque doble homicio. Había sido carabinero. Una mañana temprano, al volver de un servicio, encontró a su mujer en ña cama con un individuo. Bajó al estragal, descolgó la escopeta y les descerrajó todo un cargador. Luego, se lavó las manos en una jofaina, encendió un cigarro, y fue andando hasta el primer puesto de la Guardia Civil. Creía haber cumplido con su deber y estaba tranquilo, pero desde que cometió el uxoricidio no tuvo paz dentro. Vivía desesperado.
- Prefiero que me tachen de cornudo los hombres, porque a los ojos de Dios me siento un héroe. Vencí la tentación. Ya sabes, Gestas: el quinto no matar. Además, esos son miramientos de la prudencia de la carne. La sabiduría divina va por otros cauces. ¿ Quieres conmigo rezar el rosario?


El otro mendigo, aunque no creía en Dios, le acompañó en las plegarias. Casi se le había olvidado el Avemaría y vio con gran estupor cómo Juan Buen Alma entraba en éxtasis. Su semblante se iluminó. Sus pies descalzos se alzaron varios palmos sobre la tierra. Podían tocarlo o pellizcarlo que él nada sentía. Gestas, al ver estos prodigios inexplicables, notaba cómo decrecía su rabia contra el mundo injusto que sólo cree en el dinero y en la fuerza. Empezó a pensar que a lo mejor era cierto que Dios echa otras cuentas, y mide por diferente rasero a o que es habitual entre los hombres.
Cuando el Paráclito se pone manos a la obra, no hay poder en los cielos y en la tierra que se le resista. Es como un alud que se abalanza sobre la montana, o el huracán que brama para derribar las torres de Babel. Su energía es capaz de poner otros rumbos al Historia. A su paso, las cordilleras cambian de sitio, los océanos son mantenidos a raya, doma con su mano las furias bravías, transforma en vergeles los yermos. Los milagros existen. Los mayores suelen ser aquellos que menos se propalan. Así que Juan Buen Alma, con el genio tan vivo que tenía, y ese sentido de la honra que llevamos los castellanos cosido a las profundidades de la raza, diera de lado a la determinación de la venganza frente a la injuria mayor a un temple calderoniano, capaz de transigir en todo menos en lo referente al honor, habría que considerarlo como hecho sobrehumano. Aquel mendigo no era sólo un santo. Era un titán, al no dejar libre curso a los instintos.
Sin embargo, esto no es más que una convicción personal, objetivamente a duras penas demostrada, intransferible. No tiene que ver en muchos casos con la salud del cuerpo, ni con la inmortalidad. Es un pasadizo que conecta con los arcanos. Ahora sí que entiendo a Lutero. Jung, el gran psicólogo, moderno, ha elevado a la condición de ciencias esas vivencias con lo Telúrico. No pertenece al yo colectivo ni al selbst o conjunto de legados que se adquieren por los genes, la cultura, las actitudes vitales, o los convencionalismos adquiridos. Es el ich (yo, activo y vivo), que predispone a una relación contractual con el deísmo, encuentro con las profundidades del Ser Inmutable. Casi resulta una blasfemia llenar este gran agadón con palabras. Es lo que han hecho los predicadores y los escritores metafísicos. Describir esa experiencia sería atar los cabos demasiado fuertes. La cuestión pertenece al elenco de lo inefable.
¡No puede ser! Llevo años y años viniendo a este sitio, sin que haya mejorado mi fortuna personal. Soy un parado, un cero a la izquierda. Seguramente un parásito de esta sociedad. Había pretendido ser escritor, publicar, dar entrevistas, ganarme la vida como ingeniero de las ideas, pero no he llegado siquiera a perito. Ha querido la fortuna que yo fuera un grano en la mesa de trabajo de los editores, pues todos mis escritos han sido rechazados. No pertenezco a este tiempo. Voy otro plan de bachillerato. He quedado obsoleto, derogado, sobreseído. Ya no adoran lo que yo siempre he adorado: el arte, los ideales. No hay sitio para mí en mi pueblo. Por si esto fuera poco, he roto con la Iglesia Romana. Sin embargo, este lugar me ha acercado a Cristo en esta hora undécima. Reconozco, no obstante, ser un lobo estepario en la fresneda. Esto se ha convertido en una iglesia dentro de la propia iglesia, con la vidente [a la que nunca se la ve por cierto] como papisa y su propia corte de dicasterios y cardenales. El Palmar parece que se repite. Con una diferencia, los virginianos han sido más listos, acatando la autoridad absoluta de los prelados para que miren para otra parte ante los abusos, extorsiones y timos que aquí hayan podido cometerse, y aportando bastante dinero a las arcas eclesiales.
También vigilan la parva. Un día apareció otro vidente, el cristalero de Albacete, y quedó poco menos que excomulgado. Le enviaron un nuncio:
- Julio, aquí no se hacen curaciones sin nuestro permiso. O te comportas en adelante, como es debido, o a la calle, y le señalaron la puerta de la verja abierta día y noche al árbol de las apariciones.
Se ha creado una burocracia y una curia y una “ gift shop” que expende medallas, escapularios, estampas, literatura de aluvión. La causa de tensiones con los pobres vendedores ambulantes que hacen una modesta competencia a la tienda de regalos espirituales de la Fundación, estriba en el monopolio. Como en toda secta, surgen pronto los lavados de cerebro, y el férreo control del individuo, que se engasta como pieza sin voz ni voto en el engranaje del grupo. Luego, distribuyen espías y soplones por donde les cuadra, abusando de la circunstancia de que la mayor parte de los que aquí vienen (campesinos, obreros de la construcción, amas de casa, ya de alguna edad) son de pocas luces.
Aquí todas las intercesiones celestiales han de ser aprobados y desenvolverse por el conducto legal. Si alguien se atreve a sanar alguna persona, incluso dándose resultados sorprendentes, ellos achacarán el suceso a artes diabólicas. Es lo que le ocurrió al pobre Juan Buen Alma. Un buen día tuvo la desfachatez de imponer las manos, con arreglo a los cánones, porque aunque su obispo por haberse casado con esa mujer que ha sido su perdición, le haya retirado las letras dimisorias y no pueda sacrificar, pero su misa seguirá siendo válida, por más que ilícita, a una pobre moza de Villalba, Eva se llama, que estaba muriendose después de haber sido trasplantada del riñón, y habiendo aparecido la miosis, primer signo del rechazo. Sin dar cuartos al pregonero y ciñéndose una bufanda roja que siempre porta consigo a manera de orarium o estola, colocó sus manos sobre la cabeza de la enferma, con arreglo al mandato dado por Jesús a sus discípulos antes de realizar curaciones: haec signa habebunt hi, qui me sequituri sunt; in nomine meo daemonia ejicient, serpentes extollent, et si quid malum biberint nihil inocuum eis fuerit. Super aegros et infirmos manus imponent, et sanabuntur[6].
Había sido cura y no hacía otra cosa que cumplir con su misión. Ellos dijeron que curaba en nombre de Belcebú. Nada original. También a su maestro le achacaban lo mismo. Entre los soplones del conventículo se propagó la especie de que Juan Buen Alma era un borracho y un libertino, que despedía mal olor y que, como tenía cáncer, su vientre era una gusanera. Padecía de un hambre voraz, que se debía a un castigo divino, por haber colgado la sotana, y que el que su mujer le traicionase también era imputable a un severo escarmiento del Señor.
Yo diría, al contrario, que el ex presbítero me parecía el hombre mejor del mundo y el más desgraciado. Que bebiese de vez en cuando para olvidar, porque el mosto le hacía su pesada cruz más llevadera, también lo encuentro disculpable.


Estaba claro que el conventículo estaba adoquinado de piedras maléficas. La peor de todas, la más hipócrita y rebelde, la presunta vidente, que controla con mano de hierro, dicen que tiene un mirador oculto en la nave, una antigua central lechera, desde la cual controla con un catalejo y observa detalladamente cada una de las reacciones que se producen los primeros sábados, y lleva y cuenta y razón de todos los autocares que vienen. Cuando el número no rebasa el centenar, dicen que monta en cólera y empieza a llamar hijos de puta a sus ayudantes. Al buen Julián, que es el maestro de ceremonias, cuando la colecta no le parece suficiente a la falsa santa, lo trae por la calle de la amargura. Su marido, un cuñado suyo, un tal Marcos, y un oficinista bancario, Sergio, llevan los libros de contabilidad. El lunes de la segunda semana del mes, éstos conducen en una furgoneta varios millones de pesetas. Buena parte del acopio es en moneda fraccionaria o de vellón.
“Extra Ecclessia nulla salus”. Aquí nadie puede curar si la Amparo no otorga su venia. La camarilla en control del cotarro y explota a los crédulos e incautos que se dejan caer por el recinto de las apariciones es de la peor calaña moral. Han callado la boca a los obispos poniéndoles sobre la mesa seiscientos millones a toca teja. El dato puede encontrar dos lecturas, una buena y otra mala. Lo positivo es que permite esta avalancha de peregrinos que se detecta la vieja fe del pueblo español, quizá poco devoto, más contumaz, que resiste, incólume, las tarascadas de la secularización, y enarbola en estos lugares el lábaro de la fe, albacea de sus mayores. Indirectamente, saca la cara, cosa que no han hecho la mayor parte de los obispos, siempre jugando a dos barajas, nadando y guardando la ropa. No ha mostrado la jerarquía, en tal instancia, interés por el martirio. La Iglesia española calla y otorga. No quiere enemistarse con los poderes del siglo. Es como la viuda rica, que con el un ojo llora y con el otro repica. De puertas afueras, condena la milagrería, pero, en atención a que este tipo de conmociones siempre traerán aumentos al cepillo, bastante menguado, las bendice.
El aspecto negativo vendría dados por la simonía, el ánimo de lucro a costa, precisamente, de los más pobres e ignorantes.
Siempre fue así. Sin embargo, el Escorial es todo un acontecimiento sociológico de la España de la Transición, del felipismo y del aznarismo triunfal. Un clavo ardiendo, el último y optimo remedio para un sector de la población católica española, siempre más supersticiosa que creyente.
Recapitulando, quiero decir que tiene para mí todos los visos de una gran farsa puede escoliarse la verdad de ese Cristo eterno y de María de Nazaret, pilotos de esta frágil barquilla navegando a la deriva que es la Iglesia de España. La Llena de Gracia está dando el golpe de timón. Cabe a la vez ante un hecho tan insólito como el que nos ocupa creer firmemente en la doctrina de Jesús y criticar el entablamento o el montaje de sus representantes en la tierra.


Estoy ya rindiendo viaje. Pronto pondré punto final a este gran transiberiano de estudiar la santidad a la luz de las facultades humanas - he tratado de desenmascarar esa santurronería falaz que no es sino vacuo concepto y disimulo hipócrita y encararme con el problema del verdadero santo que acepta la cruz sobre sus espaldas, y es dilapidado, evacuado, escarnecido - y estoy hecho un lío. Esto es un galimatías, en pleno laberinto español. He tratado a lo largo de estas páginas poner de manifiesto mis vivencias oscilantes entre el entusiasmo de los primeros días [fue emocionante el olor a rosas, la signación en la frente con ina cruz blanca que observé en algunas personas, las fotografías de aquel extraño reportaje, los espasmos y delirios de la vidente, vi su cara abotargada y congestionada como por la sangre] y el desaliento de los últimos años. Ya no se perciben aromas en el recinto. Muchos se hicieron ricos. La Fundación ha comprado inmuebles en el Escorial, donde el precio del metro cuadrado edificable, es el más alto de la nación. Amparo Cuevas tiene un Mercedes y chofer particular. Dicen que su hijo, el que ella dice que murió asesinado, estaba en la droga y murió de una sobredosis. Cualquier intento por mi parte por entrevistarme con ella a raíz de aquel suceso fue en balde. La he visto un par de veces a lo largo de mi vida. Sin embargo, esta mujer me obsesiona.
Después de tanto tiempo, no sé a qué atenerme. Si es Dios o es el demonio el espíritu que se esconde en el árbol macabro de las apariciones o de los aparecimientos, que cualquiera sabe. Pero ahí están esos rosarios blancos que yo he regalado a gente enferma o con alguna preocupación, habiendose registrado resultados insólitos o inesperados.
Es el caso de mi cuñado Roberto Mori, ovetense, operado a causa de su diabetes de la vista varias veces, transplantado de riñón a vida o muerte, al cabo de uno años en diálisis, que para él, deportista, ex jugador de futbol y remero en Infiesto, fueron una prueba que superaría con paciencia. Quiero agregar la imposición de manos que efectuó Juan Buen Alma sobre la niña de Villalba, también trasplantada de riñón, y con síntomas alarmantes de rechazo, pues estaba ya azul, muy hinchado el cuerpo y el rostro. Eva se recuperó milagrosamente y recuerdo con emoción una tarde de septiembre, cuando yo cantaba vísperas con voz de sordina, cerca del bueno de Juan, y se llegaron la enferma y su madre hasta donde estaba, medio y en éxtasis, y le dieron las gracias, y le besaban la mano. Que no se me olvidará fácilmente la cara de la enferma, una mujer con el rostro surcado de arrugas y los ojos verdes, que lloraba de emoción y no cesaba de besar la mano y de tocar la espalda del vidente. En esto, le dijo aquél con la mejor de sus sonrisas: “No me lo tienes que agradecer a mí, hija, sino a la Omnipotens Supplex, la Omnipotencia suplicante, porque dice San Bernardino de Siena, el gran doctor mariano, que Ella no niega nunca lo que le pedimos, porque el propio Dios es incapaz de resistirse a las súplicas de María Medianera”.
El borracho hablaba como un sacerdote. Era en verdad un sacerdote de Cristo.
Al lado de esto, por el contrario, tenemos la soberbia, el orgullo, la superstición oscurantista, el fraude y las miras comerciales con que se conducen en este mismo lugar algunos poco escrupulosos sujetos, que dicen que la Virgen es la que controla todo, pero Nuestra Señora está por encima de ellos, y se sirva quizás de instrumentos tan ruines para llevar adelante los planes de la economía de la salvación. Existe un poder divino, pero también un montaje del que tendrán que dar cuenta a Dios algunos de los miembros de la Fundación. Hay alguien en la camba del milagro con los dedos muy sutiles y una vista de lince para los negocios que mueve los resortes y los golpes de efecto, y al cual, por descontado, no se le ve.
Según los virginianos, el árbol tiene forma de corazón. Pero esta cordialidad vascular no es grata a los ojos ni propicia a la estética. Quiere pensar que el arbolito se las trae. Para empezar, su aspecto es bastante tétrico. Se asemeja a un candelabro siniestro, o a la testa de un chivo de morro alargado, y que levanta un bosque de cuernos. Es feo y desagradable, pero hay pocos lugares en la tierra done pueda sentirse tanta quietud.
Lo comen a besos y hay fisuras. Parece como si el árbol, retorcido de sufrimientos, se resquebrajase. Esta especie oleácea Fráxinus excelsus es muy corpulenta. Suelen encontrarse algunos ejemplares milenarios en pueblos de la provincia de Segovia. Les llaman olmas. Había una en Fuentesoto que no lo abarcaban seis hombres. Por las fiestas, los músicos solían tocar el baile subidos a la copa de la olma, que estaba hueco por dentro y tenía escaleras. Cada peldaño era un añoso muñón que conducían a la pérgola o cenador.
Desde esta tribuna dendrológica Martín el Empecinado arengó a los suyos para que tomasen armas contra Napoleón. El Fráxinus excelsus es un árbol chaparro, de no muy aventajada estatura, pero de una musculatura ciclópea. En las dehesas y escampados cobra un perfil fantasmal. La corteza durante el verano suele soltar una miera oleaginosa que disemina chorretes negros sobre la costra, de ordinario grisácea. No es extraño que aparezcan caras estampadas y figuras caprichosas, como el rostro del arcángel Miguel que aparece en alguna fotografía o la Virgen Ortodoxa que se distingue bastante nítida en las fotografías que tomé yo del lugar en el otoño del año ochenta y tres.
Estos caprichos de la naturaleza, que acaso obedezcan al dictado de Dios, forman parte del embrujo de Prado Nuevo. La Virgen que yo he contemplado es hierática y carece de la bonitura y los adornos con que se representa a la Patrona en las distintas escuelas pictóricas de Flandes, Italia o Sevilla. Pertenece a la iconografía bizantina. Es mi criterio personal que este detalle tiene una cargazón soteriológica de primera magnitud. Es una exhortación de la hebrea excelsa a la paz, el amor, y el perdón de las tres religiones monoteístas (por su aspecto podría ser una mora) a que abandonemos posturas preconcebidas y nos dispongamos a entrar en el tercer milenio desde una óptica diferente. La modestia y ropajes largos con que va tocada la Señora exhortan al recato y a la castidad.
La Virgen no debe de estar muy contenta con esas mujeres poco decorosas y provocativas, con esos cánones de belleza que alzan la bandera de la desnudez, esos contoneos de la catasta de las esclavas romanas que han sido recuperados por los pases de modelos. Con su actitud humilde y recogida, portando al infante en brazos, este fantasma que se dibuja en el tronco del freno que está contiguo al de las apariciones y que es más normal y esbelto y nada sinuoso[para mostrar su rabia y su disconformidad con mi tesis he venido observando que algunos virginianos colmaron la copa de este árbol que para mí es el verdadero árbol de la Señora de cantos, papeles, latas vacías, botellas de plásticos, alegando incluso que estaba endemoniado, y que yo era un hereje], eleva un canto a la maternidad de la mujer, al tiempo de condenar el hedonismo y quizás la rebelión feminista.
¿Pero cómo era María de Nazaret en realidad? Por supuesto que estamos entrando en criterios de lo personal. Si uno recoge los testimonios de algunas videntes que, por revelación particular, han tenido el privilegio de contemplar su rostro inmaculado y cargado de dolores, porque el misterio del destino de María se consuma a horcajadas entre el “Magníficat” y el “ Stábat Mater”, no se ponen de acuerdo en cuanto a sus rasgos fisonómicos. Para la Venerable Emmerich y para Santa Brígida, ambas nórdicas, la Madre de Dios era rubia, el color de la tez encendida y los cabellos rubios, casi jaros, tirando a rojizos. Pero consultemos a Sor María de Ágreda y nos informa que tenía el rostro ovalado, el pelo castaño, y los ojos flavos y almendrados, color miel, prototipo de mujer meridional.


En el caso concreto de mis fotografías, su aspecto no puede ser más oriental. Sus rasgos tiran a berberiscos. Es la Madre de todos los Hombres, la Virgen Ecuménica, no de un credo, ni de una religión sola, sino de todas. Pertenece al pueblo y a la raza de Israel. Es la Madona de los judíos. La madona de todos Lo que revalida el supuesto de aquellos marranos españoles que tanto se jactaban de pertenecer a la estirpe elegida y llevar su misma sangre: “ Ave María, parienta mía”, decían. Y esto es una verdad como un templo. El celo y profundo interés que pone María de Ágreda en descubrir los secretos de la Madre de Cristo sólo caben en un converso. Esta insigne franciscana pertenecía a la rama de los Coronel, una ilustre familia de judíos segovianos, proveniente de Burgos. Ese celo llevó a la venerable mística a escribir la vida de Nuestra Señora en ocho tomos, estando todo el tiempo de rodillas.
Es posible, por lo demás, que el árbol se seque, porque gran parte de las fresnedas de la provincia de Madrid aparecen atacadas de una extraña filoxera. Sin embargo, aun aguanta.
Con todo, insisto, su aspecto no puede ser más amedrentador. Parece el decorado ideal para rodear una película de terror. No sabría decir si está embrujado o no, pero aquí me han ocurrido a mí bastantes cosas desagradables, que ahora no vienen a cuento, pero a cierta persona de mi familia parece entrarle un furor delirante cuando se entera que estuve en el Escorial. Es el diablo, cuya presencia, talismán de perdición, he llegado a sentir yo también en este sitio. Sin embargo, la Reina de los Mares, la Estrella que vigila en la nche, me ayuda en este combate. Quiso que yo me acercase a este lugar para que sintiera la verdadera fe ortodoxa.
Aunque no haya llegado a la trágica situación de Juan Buen Alma, no hay que cantar victoria todavía. Estoy lleno de dolores, pero Dios conserva mi salud. Desconozco el desenlace de esta vocación virginiana. El Jardín de las hespérides no ha abierto para mí otra cosa que el cenáculo de la sabiduría. Desde que acudo al Escorial se ha intensificado mi vivir hacia dentro, rezo más, escribo, leo, escucho música religiosa y llevo una vida monacal. He estado en infinidad de peligros, pero de todos ellos me ha sacado esa bendita mano excelsa.
A ratos me siento sucio por fuera y por dentro, muy descontento de mí mismo. Participo de ese taedium vitae que ha caracterizado a los hombres de mi generación en este fin de milenio. Estamos y no estamos aquí. Vivimos pero parece que morimos. El papa Wojtyla acaba de lanzar un disco. Hay quien dice que es el Mesías, que no quiere morirse, ni se morirá porque es un Enviado. Por desgracia, yo no pienso lo mismo. A mi modo de ver, muchos de los males del mundo arrancan de la persona de este augusto polaco, que para mí nada tiene que ver con Cristo, aunque se diga su representante en la tierra. Las apariciones escurialenses, coincidentes con su reinado, tienen algo de pesadilla. La Virgen se apareció aquí un mes más tarde de aquel atentado en la plaza de San Pedro el año ochenta y uno. Muchos entendieron que había comenzado el apocalipsis, pero aún coceamos, discrepamos, sentimos, estamos aquí.
Critico a los virginianos, pero yo participo de sus mismos defectos. Me prosterno ante un leño. Digo que no voy a volver y al sábado siguiente me persono aquí, lo mismo en tren que en coche que en bicicleta. Es mi otro yo que se rebela, porque, amen de no haberme deparado este negocio más que duelos y quebrantos, traumas, sufrimientos, persecuciones, humillaciones, imputaciones de locura, broncas con los míos, broncas conmigo mismo, desaguisados, y una visión deteriorada del mundo que vivimos, y así y todo he tenido mucha suerte, noté un proceso de fragmentación del intelecto.


Esta fisura es una agonía. Una voz del subconsciente me grita:
-llegate a la camba de las apariciones, ven con nosotros, huele, siente, reza y entona el himno. Venid y vamos todos con flores a María. En el recuerdo, el aura sensual, el hermoso aliento de las atardecidas de mayo. Queremos que vuelvas a ser niño, que recuperes tu inocencia. Ya verás cómo te recuperas, dejas el trago, ganas el reconocimiento de los tuyos, porque ahora eres un plasta, un apestado, una conciencia que se eleva contra el signo de los tiempos. Ese es tu pecado amigo, que no has querido comulgar co ruedas de molino. Si eres buen chico, te daremos un premio, verás publicados todos tus libros.
-Vale - respondo yo a es llamada y trepando por los cotarros de Majadahonda y las cuestas de Valdemorillo, me llego ante el trono de la Virgen. Quiero volver a ser niño.
Es una propulsión a buscar arrimo protector, y sentir la caricia de la Madre del Consuelo uniéndome al coro de los arruinados, ex convictos, pobres y desamparados que se torna obsesiva. ¿ Seré un esquizofrénico? ¿ Y el Jardín de María, la sala de un psiquiátrico, o el ostugo donde se aplican las varas de fuerza a los pobres delirantes? Pienso en aquel corolario que me refirió un inglés “ The Virgin is only on your head”. Después de tantos santos, y de tantas apariciones, todo se queda en agua de borrajas, en aparecimientos y espejismos. La mariología viene a ser de todos los modos un predicado esteticista. A mí la Virgen se me ha aparecido entre los libros.
Por el otro rincón suena la voz de la cordura:
-¿Qué tratas de hacer insensato?¡Una persona con dos carreras, como dice tu mujer, que caiga de rodillas ante un arbusto medio seco, que piensa encontrar aquí la triaca a las pócimas de veneno que le obligaron a potar en la vida.
Eso es. Aquí vomito toda la hiel que llevo dentro. Si Ella no me hubiese socorrido, yo estaría muerto, pero ya ves: está colocando a mis enemigos bajo mis zapatos. Pisaré al dragón.
A esta dicotomía me debo. ¿Será mi extraña devoción infatuación, una fórmula de enajenamiento?



Quizá no sea demasiado original venir a escucharlos mensajes de una saludadora al uso, de aspecto fregonil, con el cabello jaro, que ya se va tornando a blanco y regordeta, que afirma recibir un telegrama de lo alto, que ella traduce para sus seguidores en cinta magnetofónica con un timbre de voz irreal, con un estilo que recuerda al de los antiguos eucologios dengues, que ha convertido este maldito árbol en una cátedra de anatemas, reconvenciones y de futuribles. Si no sois buenos, zas: el palo. Que bande amenazas a caño roto contra los que se muestran refractarios a creer en sus dogmas. A unos jóvenes del Escorial los echó mal de ojo. Su automóvil se despeñó por un barranco la madrugada de un sábado noche, cuando iban de marcha. Esto me parece tan absurdo como la creencia del de Campaspero de que el infierno se haya ubicado en el epicentro del globo terráqueo. Los espíritus de los pobres accidentados - ¡cuántas vidas jóvenes que tronza el dalle de la Muerte apostada en las carreteras de este veloz y atolondrado país- vinieron luego a verla, para comunicar que, en el último instante, se les apareció la Virgen de los Dolores, hicieron un acto de contradicción, y, gracias a la Medianera, se libraron del infierno. Luz Amparo Cuevas tenía contacto con sus ánimas.
Otra situación similar fue la del cura párroco de San Bartolomé, que fue refractario a la obra de Prado Nuevo, y que moriría de cáncer, pero arrepentido, en paz con Dios, y pidiendo perdón a la Fundación por los perjuicios que la actitud critica de dicho sacerdote les pudiera haber deparado. Cuando lo cree necesario, no se recata de recurrir a los más aberrantes métodos de una vulgar bruja.
Dios no puede blandir semejante cúmulo de amenazas escatológicas, pienso yo. Es Padre de bondad. Constituye un pecado reservado de falsa presunción obligarle a actuar en los procedimientos de vindicta con que nosotros nos movemos. No convirtamos su figura en la de un vulgar padrino siciliano. No pretendamos ajustar la conducta de Omnipotente a los moldes ruines de nuestros patrones éticos, porque es inmoral. Puesto que nos gustaría, en coyunturas difíciles, cuando sufrimos la opresión de los malos, ver a Dios respondiendo con milagros a granel o poniendo manga por hombro las leyes físicas para sembrar el pánico en el campo de los impíos. No suele ser ése su proceder.
Muy pagados de nosotros mismos y embutidos en nuestra absurda piel, cortos de vista y flacos de entendimiento, nos hemos fabricado un Dios a la medida de nuestros raquíticos alcances, lo arropamos y enmascaramos en los prismas de nuestra óptica miope. Mientras tanto, el Señor se acomoda la marcha corriente de las cosas, a las leyes naturales. ¿ No lo muestra bien claro el Evangelio? Jesús asumiendo la flaqueza propia de nuestra humanidad nunca hace un milagro para remediar una necesidad propia; en ocasiones se esconde y hurta el cuerpo a las miradas indiscretas de los que le conminan y presionan para que haga un milagro, realice un espectáculo, dé un sonoro.
Sin embargo, los prodigios - la reforma de las malas inclinaciones de la naturaleza, la búsqueda de la perfección - constituyen la esencia de su doctrina. Cristo vivo es en sí mismo una contradicción, un sofisma, mirado desde los cálculos de la sabiduría de la carne. Nos llena de perplejidad su figura y cuantos lo amamos y buscamos el Reino sabemos lo que significa esta antilogía. Es por antonomasia la divina incoherencia. Su ámbito nunca será del todo conocido. Se manifiesta a través del tiempo, y reina a pesar de todo en el medio de esta batahola de absurdos, andaduras y descabalgaduras de la Historia misma. También la vindicta celeste porque vendrá a premiar a los buenos y punir al precito forma parte de este plan soteriológico, aunque desde un primer paso hay que dejar bien claro que su misión de castigo es secundaria. Antes y por encima de todo está su misión salvadora y curativa de los desvíos y yerros de nuestro barro.
En esta cuerda floja, de titubeos y extrañezas, dualismos e intercadencias, ha fluctuado mi pobre encendimiento, pero yo lo que he venido buscando y creo haber encontrado es un Prado Nuevo íntimo, buceando en los abismos penetrales de mi conciencia autónoma. No he querido ser conducido por nadie sino por mi propia luz gris que me escoltó hasta la luz triunfal del Mariengarten, experimentando al paso una transformación metafísica, una virazón triunfal. Quizá no sea tanto menester cambiar del todo nuestras pobres existencias, ni se demanda una erradicación del yo transfijo en nuestras costumbres, como una mirada contemplativa al Ser.
Periodista por convicción y escritor por vocación, me he comprometido aquí de manera insoslayable a plasmar mis propias experiencias reales y oníricas.

Anochece. Suena un estribillo reconfortante. Es un caño vertiendo sus aguas a la alberca cabe el Fresno. Esto era un antiguo abrevadero de vacas. La linfa al derramarse alza un murmullo tranquilo. En el fondo de la fuente, muy limpia y cristalina, se ven algunas monedas de cobre agrandadas por la refracción espectral del ocaso. El barboteo es como una melodía. Músicas de plegarias, de anhelos y de dolores. Hay suavidad y reina la paz. El Cálido no agita sus alas de murciélago. Al menos, yo no lo veo. Pero esta mañana se le notaba muy frente y prepotente en los gritos de Celedonio y en la boca de serpiente de Sófora.
Cerca del pilón un grupo de mujeres rezagadas del gran evento y que se resisten a marchar porque este lugar parece que irradia un magnetismo que te clava los pies al suelo de tal modo que impide marcharse reza el rosario. El rumor de las voces que rezan y del agua que canta el avemaría por su cuenta forma un coro extraño en medio del cual se afianza la presencia de inefables dulcedumbres. Lluvia, gracia, humildad, mariana. Devanemos las cuentas de la margarita del agua. Canta un ruiseñor a lo lejos y su concierto alegra la tristeza de un sábado moribundo. A Filomela, contumaz e irreprimible, tampoco se le ve. Seguramente pose en lo más recóndito de la helgadura de un fresno, o de algún álamo blanco de los que hay por acá y que llaman el Espíritu de Alcides. Es un momento impresionante de rigor litúrgico. Borbolla la gracia plena, el monte Abanto, mole ya oscurecida, en el susurro de la recitación de la Corona de la Virgen, en cincuenta cantos de salutación angélica y otros tantos piropos, que rematan en las letanías. El culto a la Señora no es un desmadre, sino una invocación contra las fuerzas oscuras. Aleja los malos barruntos.
Por el contrario a lo que los españoles hemos venido entendiendo, esta devoción es griega. Encuentra sus antecedentes en el tashbib árabe y en el kosmologios griego. No nació así porque así. Es el secreto mejor guardado de los gnósticos que pervive en la Iglesia católica. Fueron precisamente los albigenses quienes se lo inspiraron a Sto. Domingo de Guzmán. Paradójico, pero es así: el Rosario, que venció en Lepanto y salva a la Iglesia en los momentos duros, conserva todo el aroma de la pureza cátara, una herejía empapada del ascetismo del Temple, que fleta de Levante a Poniente la gran cargazón de poesía de la iniciación mística esenia, con sus obsesiones astrológicas sobre la rueda solar y el culto del Precursor, paráfrasis cristológica, acrecida con la caballerosidad trovadoresca y provenzal de aquellos cristianos que trataron de vivir en conformidad el Evangelio sin ataduras y fueron exterminados con furor diabólico por Roma. Los monjes caballerescos de la cruz cruzada sobre el pecho siguieron su misma senda, cuando el rey de Francia en comandita con el papa Eugenio IV decretó la muerte en la hoguera de la Bastilla del último encomendero de la orden. Datos fehacientes constatan que sus dieces empezaron a ser devanados, por rescripto papal de Sixto IV, en 1473.
El autor de la rúbrica fue un dominico: el P. Alano. Desde entonces, esta plegaria mariana, que tiene entre los bizantinos su corresponsal en el Akathistos, que se canta en sus más de cincuenta estrofas de pie, ha estado en los labios de millones de moribundos. ¡ De cuantos estropicios, crímenes, atentados, embestidas diabólicas, nos habrá librado! Es el mejor salvoconducto a la impasibilidad angélica, fuente de inspiración, y puerto seguro en las tribulaciones. Nos libra también del enemigo que se agazapa en los bancos de atrás. Alumbra el brote de un raudal puro.
Siempre que lo rezo me acuerdo de los pobres catáros, aquellos artesanos, que estamparon sus sueños sobre el jardín de María en los pórticos de las catedrales góticas de una constelación de estatuas mistéricas. La veneración de la Virgen tiene que ver con el trabajo, el esfuerzo hacia la excelsitud, el culto a la tierra y el amor, transmisor de vida y de salvación. Por desgracia, se lo ha utilizado como salvoconducto exclusivista de odio o de fetichismo del insolente que se cree depositario de la verdad absoluta. Está mal que lo reciten las viejas tan sólo. Debieran rezarlo las doncellas. Debería ser un oficio cantado como era antaño. Así lo sacaríamos de su mala fama de negocio de beatas y de devoción tétrica.
La verdad no está en un solo campo. Está en todos. Semejante supuesto nos ofrece tema para meditar sobre la abundancia del carisma. El señor es plurívoco. Ha de llamarsele de muchas formas y muchas veces.
Detrás está el chalaneo negociador y algo simoníaco que han esculpido el nombre de Lourdes y Fátima como clavo ardiendo al que se agarran aquellos que van derrumbados por la pendiente. Yo las llamo las multinacionales del milagro. Entre los peregrinos de las sabatinas se encuentran bastantes franceses y un autocar viene con devotos de Oporto. Me da cierta repugnancia esta explicación. No me siento limpio, porque especular con la fe nos está conduciendo a estas monsergas propias de una sociedad decadente y enferma. ¿ Siempre fue así?
El milagro y la superchería vende y vivimos en una sociedad transparente aburrida, ovil y algo pastueña. El trillo de la actualidad gira alrededor de una parva idéntica, año tras año, década tras década. No se peca por maldad, sino por aburrimiento. Los predicadores de ahora utilizan ahora los púlpitos mediales, y a fuerza de repetir todos los días lo mismo se devoran a sí mismo y a cada hora vuelven a renacer con otra monserga pareja. El ave Fénix bate sus alas, alza su vuelo. La base del éxito del esoterismo se asienta sobre estas premisas, pero puede que todo sea un cuento chino, un old wives tale. Dejad que la vieja se muerda la lengua. Prensa del corazón, actualidad política. Ganas de ver, de imitar y de contar.
A pesar de todo, seguimos viniendo.


Mientras sopeso todas estas contradicciones que tengo formado un cúmulo de cosas en la cabeza, me parece distinguir - cosa de portento - abrevando en el pilón situado junto al árbol a un caballo blanco. La crin le cae en catarata desde el borrén, con una cola de nácar y dotado de una especie de lanza de oro naciéndole de los ollares. Dicen que este apéndice es el emblema de la castidad y que sólo aquellos que guardan continencia de por vida pueden subirse a él. Es el unicornio, caballo de la pureza y de la gracia. Me ha mirado con ojos compasivos pero no puede desalojar el aburrimiento y la duda que embarga. Ha hundido el morro en el cristal de la fuente y bebe un trago largo y prolongado. Luego alza la cabeza y, como dialogando con una estrella esparsa, que él solo ve en el firmamento y con la que se comunica por medio de relinchos emprende el galope. El unicornio, dotado también de alas, se eleva en lo más profundo del aire y le veo alejarse como un avión en la pista de despegue y trazando una elipsis sobre el cielo del Escorial se pierde por el horizonte del monte Abantos. Sus alas y su enorme cuerno relucen y en su carrera parecen librar el perpetuo combate del hombre con las sombras.
Llaman al unicornio el potro de la virginidad, pero yo no sé si acabo de contemplar a través de mi retina al unicornio en persona o al propio Pegaso. Dicen que al unicornio lo cabalgó San Juan Evangelista en sus viajes apostólicos por la Isla de Patmos y que este animal le inspiró toda la poderosa nervatura de su prosa tal cual queda plasmada en el Apocalipsis empedrada de gemas preciosas y de alegoría inalcanzables, de los combates celestiales entre los escuadrones de Miguel y de Lucifer. Los jinetes de la hora final bajarán a la tierra galopando sobre sus corceles. Los caballos que anuncien la hora de las trompetas y del valle de Josafat son todos unicornios, que han preferido de por vida a los nazarenos, porque ellos llevan el nombre de los elegidos flotando sobre sus crines ardientes y en la frente y en el morro una inscripción que reza: Beati qui cum mulieribus non sint coinquinati[7].
Un poco más allá, cerca de la piedra grande alza el vuelo una bandada de pelícanos. Los pájaros de buche recogido parecían ensimismados y atentos al rezo del rosario, pero la presencia insólita de una lechuza les espantó y alzaron de repente raudos el vuelo.
El basilisco era un lagarto enorme de mirada fulmínea, pues dicen que tiene un poder deletéreo en sus ojos ardientes, y allí habría como diez o doce que yo los vi abriendo sus fauces imponentes al lado de un dendrosicio o drago de hojas arcaicas. Parecían muy serios pero tenían la seriedad de la muerte. Habían formado un corro de luz y eran como las luciérnagas. No hacía otra cosa que interrogarme sobre el sentido de aquella presencia, y cuanto más intentaba estudiar lo acontecido menos comprendía cuanto estaba ocurriendo a mi alrededor. Eres lo que se dice de pana rayada. Hay que ver las cosas que te ocurren, muchachos.
Croaban las ranas. Aquí hay trasgos. Vi otro animal fabuloso, mitad perro chihuahua y mitad mono, pero los ojos de hombre, con una cabeza triangulas como la esos perrillos de aguas, que sirvieron a los escultores de la catedral de Chartres para esculpir sus gárgolas. La mirada de estos era muy expresiva. ¿Qué haces aquí en el jardín de la muerte?. No digas eso. Este es el jardín e María. A él vengo porque estoy enfermo y aburrido. Nadie se da los buenos días. Todo el mundo recela. Se envidia, se escruta minuciosamente. Nunca se ha vivido tan superior. ¿De qué te quejas, idiota? Has puesto en este libro toda tu alma, y te equivocas. El mundo no es la estantería de una gran biblioteca. Todo es una gran farsa.
Una manada de centauros que aguardaban un poco más alejados estaban jugando a pares y nones. Uno tocaba una guitarra. El otro se ponía de manos jactanciosos y decía al compañero: Mira lo que hago. Y pegaba unos brincos enormes. En sus saltos alcanzaba las estrellas. El otro, que por su aspecto tenía todo ese aire gestual de los jefes que tanta importancia se dan en los consejos de administración, le echaba la bronca. No seas burro, Aqueronte. A ver si en una de esas cabriolas te vas a romper una pata, y te recuerdo que no tenemos seguro. Nuestro traumatólogo más cercano lo tenemos en Sirio y a ver quien te lleva a ti a rastras. El otro le replicaba que hacía lo que le daba la gana. Me presta saltar de estrella en estrella. El centauro revoltoso no paraba quieto, mientras otro más sesudo y dotado de un enorme solideo que parecía un esparavel adherido al occipucio se entretenía jurando en arameo. Daber ibrit, daver ibrit. Decía. No hablo en hebreo, cacho merluzo. La lengua santa me la reservo para hablar con Dios. Para jurar y decir caballadas y palabrotas me expreso en español, que tiene unos tacos bastante expresivos. Con vulpinas estratagemas enseñaban a los centauros potros realizar toda una gama y suerte varía de ejercicios gimnásticos. Tú calla la boca y no te admires de las muchas cosas que has de ver. Has perdido el amor y vienes a este huerto de los olivos. Las sabatinas de febrero son todas así, igual de tristes.


En el antipendio de una de las galaxias más remotas se columpiaba el demonio de la discordia. Pintame de verde. A que no me coges. Si voy ahí... tú no puedes. Tú no llegas. Estás cojo. Era un hitleriano. No hables con esa gentuza. Apartate de las miserias terrestres. Eleva tu animo. ¿ Hablas hebreo? Te digo que ya me gustaría, pero no sé ni torta. Acabo llegar del otro mundo. Un fraile se arrascaba la cabeza y luego la cubrió con la cogulla. Cantó un amen y se abrieron los cráteres del universo. La mansa fuente se transformó en torrente y los demonios caudimanos se columpiaban de los fresnos al tiempo que pregonaban con voz sarcástica: No vengáis más. Este es un lugar embrujado. Hay mucho cenizo. Todo el que pisa este lugar se volverá gafe. Alzar todos los objetos y serán malditos. La España supersticiosa entonces alzaba la mano. Ya debería haber muerto todo aquello, pero sigue y persiste. Se esparcían los susurros e imploraciones. El rumor de tanta plegaria colmaba los montes. En un alfalí próximo un ayudante de campo de las fuerzas oscuras como el buen funcionario que maneja ta do esto el libro de reclamaciones hacía relación de lo que se necesitaba pedir. Que llueva, que mi hija salga de la droga, que mi mujer no me la pegue con el arquitecto, que no me operen, que me salga trabajo. Acudían al fresno santo como si fuese el pósito de la gracia, el silo de las misericordias.
Un beneficiado catedralicio con unas mangas encarnadas recubiertas de una puntilla de blonda decía al pueblo cómo debería de expresar sus reclamaciones ante la divinidad. Llevaba sobre sus hombros el vellocino de oro, mientras tarareaba por lo bajo una canción de la tonadillera de los jipíos y la cara de hogaza, los gestos imperantes de leona, esa que dicen que la madre de la Rocíito: “Son tus ojos ventanales que alumbran los misterios siderales”. ¿ Cómo vamos hoy, don Benedicto ? Pues parece que me duele un poco la rodilla. A lo mejor es que va a cambiar el tiempo. Seguramente. ¿ Escribes algo? Poco. Ya está todo muy visto. Nihil novum sub sole, que dijo el otro. Todo está descubierto. Todo está escrito. Muy pesimista nos llega hoy, don Benedicto. La chica ese de la nariz pico de cuervo aparecía desolada. Habían volado hasta los Angeles, y se habían gastado sus buenos dineros para alquilar una limusina, pero lo del óscar a la mejor película extranjera no cuajó. La verdad es que esta chica no era muy guapa, sino intrigante. En el cuerno de su boca se suspendía una estupefacción paleta de chica de provincias recién llegada a La Meca de provincias y es que el García no hace más que recordarnos una vez por semana que esto es Hollywood. Pronto le tendremos aquí en el Escorial.
Escuchábamos los susurros de la noche. Las estrellas habían adquirido una luminosidad de ágata. Cuando yo esté muerto y en el cementerio ¿ me vendrás a ver? Te llegarás con flores hasta mi tumba. Las estrellas me contemplaban con su éxtasis perpetuo, y me respondían: no pidas la luna, majo. Tú tienes que ser uno de tantos. Y en contemplando mi vida pasada absorto en las estrellas que sabían todo lo anterior y guardaban la clave del acontecer subsiguiente conocían todas mi peleas y engaños para sobrevivir. . todo en mi vida tiene un aire de farsa. Te habías creído que todo el monte es orégano y que esto es Hollywood, pero que va. Nos hemos bajado del carro de la armonía para trepar hasta la segunda planta del trolebús del dólar. Vuela el pardal por la rastrojera. Ese propietario, el de la mastina, me tiene ojeriza. Hay mucha gente mala. Ya finiquitó el tiempo apasionado de la metafísica. Ahora la reina de todas las cosas es la diosa de la economía. Ya no caben visiones ni raparos pero tú insistes, porque cada loco con su tema en lo de Santos tantos, apariciones y aparecimientos. Cáspita, ya no perteneces a este siglo, pero a tus enemigos les respondes con la misma contestación de siempre del ubi sunt? y dejénse de tanto desvarío. Tienes a tu alcance un repertorio de símbolos, pero no los utilizas, porque ese fue tu problema de siempre: mucha teoría y poca práctica. ¿ Qué le habré hecho yo al amo de la mastina? ¿ Por qué ese odio en sus ojos?. Para venir acá hay que pagar peaje. Palabras explosivas de guerra civil. No abras la boca, no te expandas. No te fíes de nadie. Esto está muy revuelto a causa de los tiempos de crisis. El león se aparea con el cordero. Ya lo dijo Isaías: Habitabit lupus cum agno, et pardus cum haedo accubabit; vitulus et leo, el ovis simul morabuntur. Alza el vuelo. Mira para arriba. Para la decoración lagunar del artesonado. No pares mientes en tales embelecos. El aire sopla un tanto podrido. Piensa que la tierra está repleta de la ciencia del Señor como el agua del mar que se oculta debajo de la inmensa mole del océano. No hagas caso de los pijoteros. Le han salido los mugrones a la vid. El usurero cuenta sus mentiras. Yo reinaré en la cima del monte del Testamento. Te arguyen de error y de locuras. Déjalos, hijo. Peor para ellos. Ya la labrusca de las veredas silvestres está en ciernes. Subete a la aljarfa y contempla la mar salada. Recuerda la frase de la escritura: et dabo puercos príncipes eorum, quia in domo sua non est panis. Expectavi ut faceret uvas et labruscas feci[8] Chocantes historias. Todo era pura casuística del espíritu. Vivimos y reinamos en comunión espiritual con los espectros. Mucho gastas. Tú, que no vives en este mundo ni te entregas a la vida real, te permite estos lujos. Ves y no ves. Sientes y no sientes. Participas y te desentiendes.
Agotado por el cúmulo de sensaciones y de controversias de aquella extraña sabatina de febrero y absorto en la idea de cual era la causa por qué había podido haber tantos santos y por qué muchas apariciones degeneraban en aparecimientos, cuando ingresé en mi domicilio era ya de madrugada. La lamparilla del icono irradiaba una aureola de luz mística. Ya el áspid y el basilisco habían sido domados, pero las radios occidentales entonaban su liturgia e ardientes patrañas. La esposa estaba de un humor de terror delante de la Tele, ese moderno nirvana de las conciencias. Todos mis hijos se habían ido de marcha. La noche es joven. Luego regresarían a casa en el autobús que en esta urbe llamamos el buyo, porque sus faros encienden las tinieblas. Va dejando por las calles de la ciudad una estela de sangre joven. Sin haber bebido tengo resaca y es que el Escorial es como una gran borrachera. Ingresé en mi chiscón. Recé Vísperas y me estuve quieto meditando en mi butacón preferido hasta que llegase la aurora. Escuché a la alondra de mi jardín y por radio Atenas daban una misa cantada en rito bizantino. San Vicente, el santo del cuadro de mi biblioteca, manejaba un rastrillo. En las enjutas de los arcos del tímpano de memoria se dibujaba la sonrisa de una dulce mujer. Millán, Millán, recuerda que yo te amé. El coro de monjes del Monte Athos había rematado los kiries. El rodezno de la historia me proporcionaba un nuevo día. La virgen del Socorro sostenía un vaso de azucenas. Millán, Millán, Suzanne, Suzanne. Se cruzó ante mi vista una dulce mujer, que yo conocía que llevaba al cuello un grisguis o amuleto morisco. Traeme la cruz de los pétalos de rosa. No nos volveremos a ver más en esta vida. Pero te aguardo en la otra. Aquella mujer era la Virgen. En las jaldetas de mi tejado escuché entonar el himno del día a un ruiseñor”: Iam lucis ortus sidere Deum praecemur supplices[9]... sentía esperanza pero también acidia dentro de mí. El mallo de la conciencia me estaba dando bastante fuerte. En realidad me dio todo lo que quiso.


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Capítulo XII

MARÍA DE ÁGREDA



Caso insólito en la misteriosa y contradictoria crónica de la España católica de los últimos representantes de la Casa de Habsburgo es el de Sor María de Jesús de Ágreda, religiosa franciscana concepcionista, agraciada con una serie de carismas y gracias fuera de lo común: raptos, bilocaciones, introspección de conciencias, poder de curar mediante la imposición de manos, y estigmas o vulneración pietista. Todas estas dotes no fueron óbice para que la monja estigmatizada de un lugar cerca del Moncayo estuviera al pie del cañón en los intrincados negocios de la intercadente política de su tiempo, a través de su correspondencia epistolar, muy dilatada y frecuente, con el propio rey.
Al erudito y al historiador de ahora mismo le asaltan muchas dudas acerca de la veracidad de los relatos, con visos de fantasiosos, pero que causaron un torrente de interés y contradicción en su época. Sobre todo, se encuentra el indagador cabal con el escrúpulo de atisbar bajo esta relación platónica y mística con el soberano una mena erótica. Esa es la sospecha que cabe, puesto que notoria fue la afición de Felipe IV a las faldas. Y parece ser que si estas haldas eran hábitos consagrados para la real persona se constituían en verdadero morbo fetichista. Hay comprobantes sobre sus escarceos con las monjas de San Plácido en la calle del Pez. Un morbo que padecía, no en grado menor - y hasta puede que se lo contagiara Don Felipe - su valido, el Conde Duque de Olivares.
Por si esto fuera poco, y para añadir más callejones a este laberinto lleno de retorcimientos convulsivos propios del Barroco, nos encontramos que, mediante la ciencia infusa, recibida directamente del Paráclito, pudo saber la venerable abadesa aspectos inéditos de la vida de Jesús y de su Santa Madre. Por lo pronto, su pluma es la responsable de la mayor parte de los recargados apostrofes que hinchan de retórica el culto de hiperdulía. Un fraile franciscan, Francisco de Mayrón en 1533 resolvió el problema que había planteado Duns Scotto, otro miembro de la Orden Seráfica, sobre la exención en María de la culpa originaria.
La abadesa concepcionista recoge el guante y, haciéndose eco de esta importante tradición en la Regla de San Francisco, se convierte en una abanderada de la impecabilidad de la Concebida sin macha. De Ágreda partió la defensa de la Inmaculada Concepción y de la inviolabilidad Intemerata por cuya causa nos hemos venido partiendo el pecho los españoles en los foros y europeos y ante los tribunales eclesiásticos.
Esta persuasión no es bíblica ni está en los Evangelios, pero la herencia espiritual española se hace eco de una ancestral tradición apócrifa sobre la vida de Nuestra Señora, de la que en realidad conocemos muy pocos testimonios. Esa tradición irradia de Oriente. Nació a orillas del Mar Egeo, en Asia Menor, concretamente en Éfeso. De donde irradia, asimismo, la veneración a Afrodita, Venus, Diana, Mitra, Vesta, la Madre Tierra. En realidad, todos esos ritos estriban en el misterio de la conservación y transmisión de la especie, la fructificación de las semillas, el eslabón de la cadena biológica que nunca se interrumpe. Pero, ¿qué tiene que ver la Madre del Verbo Encarnado con la superstición sincretista?
Mucho, al parecer, si se tiene en cuenta la soflamas del Apóstol de las Gentes contra esta veneración en la capital de Jonia. El Templo de Afrodita, catalogado como una de las “siete maravillas del mundo” fue mandado destruir por Erostráto, pero las convicciones del amor a la Diosa Madre estaban tan arraigadas que Pablo no se cansa de poner en guardia contra esta culto pagano en sus epístolas.
Pero volvamos a Ágreda. Desde su encierro claustral con vistas al Moncayo inescrutable, y de rodillas, a lo largo de ocho tomos, escribió la Mística Ciudad de Dios. Ni que decir tiene que este dilatado tratado sobre las virtudes marianas es teológicamente polémico, y anduvo sometido a no pocos entredichos. Sin embargo, de lo que no hay duda es de la fama de santidad de la religiosa franciscana, que pronto tramontó los senderos de Castilla y pasó el charco. En la Corte fue el rey sabedor de esta fama y decidió viajar hasta la villa soriana en compañía del infante heredero, el príncipe Baltasar Carlos.
Desde un primer momento de la entrevista con la religiosa veedora , el agitado y apesadumbrado monarca sintió una paz espiritual y sosiego. Esa primera impresión no se borró a lo largo de veintidós años de correspondencia epistolar. Sencillamente, Felipe IV, un hombre de buen corazón, pero débil, cuando había algún guardainfante o algún miriñaque de por medio [tuvo ocho hijos habidos en el tálamo nupcial y a lo largo de sus escarceos amorosos con cómicas, monjas y criadas engendró a cuarenta vástagos, de los que tan sólo reconoce media docena] creía que esta mujer era santa y conservaba una fuerte ascendencia ante el altar de Dios. No duda, pues, en servirse de sus plegarias e intercesión para obtener gracia delante del Altísimo, no sólo para sí y su atribulada familia, que no cesaban de morirsele hijos con las cuatro esposas con las que estuvo casado, sino para los desmanes que agitaban sus reinos.
Fue el tiempo del sumidero de Flandes, de las sanguijuelas genovesas, de la animadversión de Roma, y otras muchos etcéteras.
Felipe IV no se cansa de repetir en sus cartas:” Sor María, apriete, Vuesa Merced, en sus plegarias. Porque me consta que El Señor las oye “. La tenía como un oráculo, una especie de enviada del cielo para paliar los males de España. Y lo creía tan a pie juntillas que, cuando el 24 de mayo de 1665 llega a Aranjuez la noticia del fallecimiento de la confidente regia, el confesor de Su Majestad, el jesuita Arriola comenta: “ Muerto es el rey “. Efectivamente, unos meses más tarde su pupilo espiritual, el 17 de septiembre, la seguía en el camino de la última morada. La pena, agrandada por el cúmulo de desastres, hizo mella. Felipe IV no se libraba de la melancolía que pesaba como una losa sobre el carácter ingénito de los miembros de la Casa de Austria.
Era el corolario a una situación dramática. En 1648, España había perdido Flandes. Cataluña se había sublevado contra la corona de Castilla. Portugal se había declarado independiente al cabo de casi ochenta años de mancomunidad. Los pactos de familia habían agotado la raza. Pero esta es la época del triunfo de las artes y de las letras castellanas. Es el tiempo de Velázquez que en su cuadro la Rendición de Breda, emblema de la caballerosidad que campa sobre el bosque de lanzas como espigas con las astas ferradas y amenazantes, que plasmó en verso cincelado en su poema al arcángel San Miguel Bartolomé Bernardo de Argensola:
“Ya desnudan las haces diligentes
las espadas ardientes
y de las grandes lanzas bajan juntas
horrendas mieses de ferradas puntas”.[10]
Contra lo que sostiene más de un autor, no eran todavía aquéllas herrumbrosas, ni estaban oxidadas. Para nada. Picas en Flandes seguía clavando el arrojo y el valor personal ibérico. Las lanzas no estaban enmohecidas. Todavía, bien tajadas, conservaban el filo, el pundonor y el acicate, siendo capaces de causar mella allá donde el golpe era asestado con la expeditiva contundencia que caracterizaba a la famosa infantería española. Aunque Inglaterra nos había arrebatado la soberanía de los mares, por tierra, seguíamos siendo imbatibles. Pero el moho, la cochambre esperpéntica, el arbitrismo, la corrupción moral sofocaba a las clases dirigentes, hábilmente manejadas por los jesuitas.
Un estudio de los acontecimientos de este siglo en que se eclipsa la buena estrella de España nos llevaría a la conclusión de que Ignacio de Loyola ha sido uno de los personajes más siniestros y antihispánicos. Su mesianismo reformista y represivo crea un cristianismo retórico y deformante. El fundador de la Compañía resulta un pernicioso iluminado cuyas secuelas aun perduran en la Iglesia romana, porque de él se derivan el Opus Dei y el Wojtylismo como sustituto del catolicismo verdadero, con su culto a la personalidad pontifical, la idolatría del dinero, la extorsión de conciencias mediante la coacción y la amenaza, la doblez hipócrita y el fariseísmo.
Desde los primeros lustros de aquel siglo se observa una instauración de los sortilegios milagrosos, de la superchería. Nunca fue España más católica y nunca menos cristiana. Ese fue el drama que aun sigue siendo. El fermento converso había hecho acto de presencia. No es que Teresa tuviese visiones y se comunicase con Cristo sino que empezaron a proliferar santas y videntes por todas las partes. Se llenaron los conventos de brujas y de pitonisas. En la calle el pueblo pagaba los platos rotos de una clase dirigente habituado a los cohechos e injusticias y llevaba sobre sus hombros las pesadas cargas fiscales y gabelas, derivadas del coste de las constantes guerras entre los diversos reinos cristianos. El siglo XVII es un siglo belicoso y místico. La contemplación beatifica se alterna con la matanza de los quemaderos y de las noches toledanas. Felipe IV acudió a Ágreda lo mismo que cualquier enfermo desahuciado por los facultativos puede ir a Lourdes. Es trágico tener que decir que pese a lo esforzado de sus suplicas, España se derrumbó, el monarca no reformó sus costumbres ni sofrenó su incontinencia atávica (dicen que era flojo de voluntad, tenía una gran fe pero padeció casi hasta los últimos días de su vejez de un furor venéreo, casi único, porque todos los días tenía que cambiar de almohada), murió el Príncipe Baltasar Carlos, se perdieron Portugal y los Países Bajos para siempre, y los devaneos regios con tanta casquilucia meretriz y casorios con tanta sobrina y prima hermana derivaron en esa degeneración de la raza que se llamó Carlos II. Todas las noches a pie de obra y he aquí la semilla funesta: el último vástago de la Casa de Austria. Con los Borbones, que en 1668, se habían propuesto el reparto de España sería la cosa mucho peor.
El pueblo, deslumbrado por el lujo de los nobles, vivía el sábado perpetuo. España era una fiesta. Trataba de emular a éstos y pronto se corrompió porque el axioma latino es inexorable: corruptio optimi péssima”. La lacra del mal ejemplo y del señoritismo encampanado, todo ese lujo y el devaneo que hoy cultivan tan alegremente las revistas del corazón, tiene su punto de arranque esta época de vilezas, malgastes cortesanos y mucho lujo, como en los cuadros velazqueños. Viva el lujo y el que lo trujo. La superficialidad, la crueldad y el refinamiento y una religiosidad más supersticiosa que devota siguen siendo parte de nuestra idiosincrasia.
El monto de la correspondencia entre Felipe IV y la Abadesa llegó a ser de cerca de dos mil misivas, de las que se conservan seiscientos dieciocho. Merece la pena estudiar toda esta literatura memorialista tanto como la personalidad de los firmantes.
Nació María Coronel y Arana en Ágreda el 12 de abril de 1602. Sus padres fueron Francisco Coronel, oriundo de una familia segoviana de origen converso, que todavía tienen en la Ciudad del Acueducto su casa torreada. Por parte materna, su alcurnia es vascongada. La ciudad que la viera nacer, cercana a Cesar Augusta (Zaragoza) y a Numancia fue asentamiento romano, pero, anteriormente, era un poblado celta. Su étimo lo muestra a las claras porque hace mención de Augusto por quien fuera fundada y a la briga que en idioma vacceo significaba asentamiento amurallado.
Augustobriga es Ágreda, una típica villa medieval, mitas aragonesa, mitad castellana. A finales del siglo XVI, los hermanos Francisco y Medel Coronel se casaron con Catalina y María de Arana, que también eran hermanas. Las dos familias, debido a la pobreza de medios, residían en la misma casa. Pronto empezaron a llegar niños. Un parto cada año. Y, a pesar del dicho corriente, no traían un pan bajo el brazo. Se acentuó la penuria y los dos matrimonios discutieron. Francisco tenía un temperamento muy vivo y su esposa, Catalina, no le iba tampoco a la zaga.
María no tuvo una niñez feliz. Tal vez esa inteligencia viva y ese carácter sensible que siempre le apenara y le hiciera sufrir haya que achacarlo a su infancia maltratada.
A decir de algunos vecinos, eran muy estrictos con sus hijos, a los que obligaron desde su tierna infancia a compartir sus ejercicios de penitencia. Se trataba de un caso de marrano típico, que converge hacia la práctica de la religión toda su desolada agresividad, para mitigar así y purificar su linaje en entredicho y hacer profesión publica de fe del credo recién abrazado. Esta constante mística se reduce también en los grandes iluminados conversos (santa Teresa, San Pedro de Alcántara, San Juan de la Cruz).
En vez de cantos alegres, era frecuente escuchar entre los ruidos que venían del interior de aquella morada el estruendo de las disciplinas cayendo sobre las espaldas, el rezo del Vía Crucis, el canto del Miserere, los salmos penitenciales sin Gloria Patri, como era usanza entre los conversos. Si alguien se asomaba por la ventana únicamente podría contemplar un crucifijo y una calavera sobre una tabla. Catalina y Francisco decidieron educar a sus hijos para el convento y su vivienda se convirtió en un monasterio, bajo la supervisión de Don Diego de Yepes, a la sazón obispo de Tarazona y que había sido asimismo confesor, nada menos y nada más que de Teresa Cepeda y Ahumada.
No tuvo la pequeña María una primavera de la vida ordinaria, como el resto de los demás niños sino plagada de angustias y zozobras, aunque este tipo de formación, tan cruel, y de la que tanto se mofara Quevedo y es puesta en berlina por la novela picaresca (aun no está delimitado el campo que separa al santo del bribón). Nunca fue a la escuela. Apenas aprendió a leer y escribir, y menos el latín. Había cierta suspicacia entre los conversos hacia los letrados, aunque muchos de ellos conservaban la Biblia hebrea en sus casas y aspiraban a una unión con Dios carismática, sin intermediarios, sin latines y sin sofismas. Todos tenían ganas de hacer méritos e incardinarse en la vida hidalga. Ya estamos aquí ante el doble baremo tan típicamente marrano, la doble pauta, el doble, lenguaje, el horror al trabajo físico, por miedo al qué dirán. Es preciso hacerse valer. Mandar a los hijos al convento o a la universidad. Todos esos atavismos, tan arraigados en la cultura española, son aun lacras perviventes.
El gran talento que despliega Sor María en los comentarios exegéticos bien puede ser que le vinieran de raza. A Dios se llega mediante la contemplación y el dolor. Porque Él suele hacer sufrir a los que ama. Esta idea típicamente judía no se cansa de repetirla a lo largo de sus cartas al rey. Hay que guardar quietud, esperar, estar tranquilo y soportar con paciencia todas las tribulaciones como pruebas que Dios nos envía por nuestro propio bien. Este concepto de purificación penitente resulta incesante y casi obsesivo.
Con estos mimbres no resulta difícil entender que tuviera un carácter difícil, de muy diferente humor, y con tendencias neurasténicas. Físicamente, era alta, la tez blanca y zarca,los ojos almendrados de pupilas flavas, la tez blanca, la nariz algo aguileña, y la salud enfermiza y delicada. La severidad y el rigor con que fue tratada dejaron secuelas para siempre. De niña fue maltratada. Tal aliciente, que es muy preciso no perder de vista, cuando se estudia la psicología enigmática de muchas españolas, hembras de rompe y rasga, crearía por una parte el descontento de las cosas mundanas y, por otra, cierta agresividad, que logró encalzar derivándola hacia la introversión mística. Todo ello, junto con una precoz inteligencia muy alta, remata en el temple contemplativo de pura cepa.
Su madre de la Tierra no supo comprenderla ni mimarla. María compensa tan lamentable merma mediante la huida emblemática. Quiere encontrar en la Virgen esa “mater amabilis” que la prodigiosidad y superdotada vidente de Ágreda no tuvo en doña Catalina Coronel. Ésta, andando el tiempo, profesa en el mismo monasterio que su hija, porque toda la familia decidió abandonar el siglo en bloque(el padre y dos hermanos, Francisco y José, se hicieron frailes menores, la madre, concepcionista y Jerónima, la hermana mayor, agustina recoleta) y, aunque fuera una buena monja eso no obsta para que como madre dejase bastante que desear.
En 1515 doña Catalina de Arana dice haber tenido una visión celeste. Una voz misteriosa le ordena que abandone el mundo y que convierta su casa en un convento. Surgen rivalidades en la familia. El marido, Francisco y su hermano Medel, se oponen a la peregrina idea, pero pronto han de tener escrúpulos de conciencia sobre sus espaldas. El confesor de su esposa, fray José Ximenez de Sarmiento, le echa en cara que con su terquedad están echando por tierra los planes divinos. En cualquier caso, no tiene otro remedio que ceder, pues ya dice el refrán que, si tu mujer te ordena que te tires desde una mesa, pide que ésta no sea muy alta. Ambos esposos prometen consagrar su vida a Dios ante el altar de la Virgen de los Milagros, una talla muy venerada en Ágreda, y en cuya romería se habían conocido treinta años atrás.
Por aquella época estaban censados en España casi diez mil monasterios y se dice que una de las causas del estancamiento de la población y del casi nulo crecimiento demográfico se atribuía a esta causa. Los hijos habidos en el tálamo nupcial, por más que dicha cifra se compensase con el de los nacimientos espurios, eran muy pocos. Las mozas en edad de merecer profesaban y los muchachos o entraban en la leva, pasaban a Indias o se metían a frailes, donde tenían pitanza y alojamiento asegurado. Aquella era una sociedad enferma. Por eso, una de las primera pragmáticas firmadas por el cuarto de los Felipes al subir al trono fue firmar un decreto en el que se prohibía la apertura de más casas de religión. Ya había harto de ellas.
La idea primitiva era abrir un convento de Pobres Claras, pero se interpone el testamento de una persona relevante de Madrid donde tenían asentamiento las Concepcionistas de Caballero de Gracia - la iglesia sigue hoy abierta- y el día de la Epifanía de 1619 tres profesas toman el cordón de San Francisco y dedican su institución a la Virgen de los Milagros: Catalina, Jerónima y María. Una madre y dos hijas. El padre, don Francisco coronel, ingresaba en los franciscanos recoletos de Nalda. Había perdido la casa y a su familia para ganar el cielo.
Así y todo, daba gracias a la Virgen por haberle curado de sus dolores de estómago. El malhumorado paterfamilias tomó el nombre de Fray Francisco del Santísimo Sacramento. Su hermano Medel siguió su misma senda. Enseguida, hicieron lo propio su mujer y sus once hijos. Todos dedicaron sus vidas a la Iglesia.
Una corona de espinas, no de rosas, aguardaba a la recién llegada, que en su etapa de noviciado hubo de someterse a arduas pruebas. El camino de la santidad no sigue senda continua y dilatada, sino estrecha, empedrada de abrojos. Sufre caídas, intercadencias, accesos de cólera, mofas, incomprensiones y calumnias de sus hermanas de claustro y su propia madre, con quien tuvo relaciones tirantes desde niña, tampoco fue ayuda.
Desde su profesión en la fiesta de la Purificación de 1620 hasta Pascua de Pentecostés del 23 ha de batallar, muy duramente con la tentación, el desaliento, desmayos, enfermedades, sequedad. Pero, sobre todo, el demonio meridiano, el diablo de la sensualidad. Sus labios carnosos, sus ojos grandes y ardientes y la hermosura o buena disposiciones de las proporciones físicas descubren a una mujer apasionada. Debió de ser hembra de las de bandera. De las que llaman la atención.
A los siete años, había hecho voto de castidad y desde entonces no había conocido pensamientos impuros. El enemigo iba a dar la batalla por ese flanco a lo largo del trienio negro. Los cielos callan. No devuelven siquiera el eco de sus oraciones. Dios ocultaba su cara. Quien sí se le aparece es Satanás, que adopta las formas más extrañas para presentarse de improviso. Unas veces es una fiera. Otros se disfraza de macho cabrío. Contempla la joven atónita seres espeluznantes. Le dejan sin resuello los sátiros, y los monstros incubos y súcubos que penetran en su celda como galanes tentadores y que consuman ante la aterrada mirada de la novicia feroces concúbitos. El Cabrón alardea de ayuntamientos con brujas y harpías, o practica el acto nefando con bujarrones de su cuadrilla. Es insaciable.
Pero la flor de pureza de la aspirante al cordón franciscano no se tronza. Resistió a la tentación.
En escritos subsiguientes se refiere a estos tres años difíciles, en los que paradójicamente acontecieron, sin que ella fuese consciente, éxtasis y bilocaciones que la transportaron en carne mortal al Nuevo Mundo. Sor María contraataca arreciando sus penitencias. Se ciñe a su cuerpo un pellejo de mulo sin curtir, se revuelca entre matas de ortigas. Pero estos tormentos físicos resultan baladíes al trasluz de los martirios psíquicos, que entristecen su semblante triste y emaciado.
Había heredado de su padre el temperamento fuerte y volátil. Con frecuencia prorrumpe en estallidos de cólera. Algunas monjas piensa que está posesa. Se vuelve arisca e intratable. Sin darse cuenta, ha iniciado la gran travesía del desierto. Dios elige para el dolor y no se recata de purificar a sus predilectos con enfermedades de todo jaez, cárceles y persecuciones, las peores de todas, cárceles y persecuciones del alma. Empezó a resentirse de las penitencias y ansias su quebrantada enfermedad. Fueron años negros, años malos. Su propia abadesa, a la sazón, una monja venida de Burgos, habiendola tomado ojeriza, iba diciendo por ahí que estaba chalada. Su madre Catalina también se unió al coro de las perseguidoras. Era venida la noche oscura del alma.
Tres meses después de su ingreso, en plena tribulación, experimenta su primera levitación. Fue después de la cuaresma. Había ayunado cuarenta días. De pronto notó que su cuerpo se elevaba como poseído de un estado febril. En ese estado tuvo comunicación con la Madre de Dios, y comprendió sus dolores, porque insiste en esa imagen de Mujer de Dolores a lo largo de toda su escritura mariana. Da principio un proceso de bodas místicas. Empieza a escuchar la voz agradable del señor que no cansa de llamarla “mi niña“. Hay que decir que no son visiones reales. Son encuentros intelectuales o imaginarios, procesos de autosugestión. En sus trances no pierde casi nunca el sentido. Podía comunicarse con sus hermanas, andar y moverse y actuar como médium con el Más Allá.
Todas estas mociones extraordinarias solía tenerlos casi siempre después de comulgar, aunque también podía quedar traspuesta oyendo cantar a las monjas en el coro o viendo una simple flor.
Cuando Antonio de Villasante, Provincial franciscano, tuvo noticias de lo que le pesaba vino a la villa para interrogarla, no fuera que aquellos arrebatos fuesen obra diabólica y no cosa de Dios. Pronto corrieron rumores por la comarca de olor de santidad. Sentirse centro del interés general era un asunto que mucho mortificaba a sor María. Los santos verdaderos huyen del autobombo y de la publicidad. Se corrió la voz por toda la provincia de lo que estaba pasando en el monasterio de Ágreda.
Para su horror descubre que sus éxitos, cuando el alma abandonaba el cuerpo, dejándolo insensibilizado, eran todo un espectáculo y que llegaban gentes de la comarca, de Castilla y de Aragón para ser testigo de los misteriosos alzamientos, cuando se elevaba varios palmos a ras de suelo.
Entonces decide agenciarse un candado y una cadena para amarrarse a la reja del coro, con el objeto de atarse a los barrotes cuando sentía venir los primeros pujos del arrebato. Cerrojos y cadenas no servían de nada, pues se quebraban cual frágil rama al impulso de sus levitaciones. En ese estado, los cuerpos pierden peso y ganan alma, ganando la agilidad, la sutileza y la impasibilidad de los ángeles. Pronto entendería del caso el Santo Oficio. Unos la toman por santa; otros, por farsante. Escandalizados sus superiores por boca del Provincial, suplica a la novicia que, por favor, pida al Señor que, a ser posible, “deje de molestarla” con tanto portentoso arrobo, piedra de escándalo y motivo de habladurías.
Muchos años más tardes, la Abadesa llegó a confesar que este tipo de gracias especiales no han de ser buscadas ni apetecidas, porque, lejos de ser una comodidad, constituyen un engorro. Una monja extática no tiene por qué ser envidiada porque los embelesados transportes del sentido constituyen una engorrosa prueba más, y de una gracia particular de la que se tendrá que dar cuenta el Día del Juicio. Toda la grandeza del misterio cristiano se centra en el Amor. Es lo único que merece la pena. El resto no viene a ser más que material sobrante, pura anécdota.
Se sometió a la obediencia y nunca más volvió a experimentar en su cuerpo este tipo de fenómenos que desaparecieron como por arte de magia. Se fueron por el mismo camino que vinieron.
En 1623 empieza su relación epistolar con las monjas de Caballero de Gracia. Hay cartas amables, llenas de ternuras y e humanidad en las que pide la envíen un nuevo sayal o manda a decir que envía varios tarros de miel para que probase una hermana enferma la miel de los colmenares sorianos, así como un pedazo de cecina y confituras. Será a través de este monasterio, visitado frecuentemente por altos cargos de la corte que llegará noticias al rey don Felipe de la franciscana visionaria. El tono coloquial y menudo de estas cartas que se cruzaron entre las concepcionistas de Ágreda y las de Caballero de Gracia, y en las que se cuentan pormenores de la vida claustral en un tono íntimo y familiar contrastan con las dirigidas al rey, que son de alto bordo, pero a través de las mismas conocemos, verbigracia, que Sor María era muy alta de cuerpo. Procure, Madre, que el hábito, que me están haciendo en ésa, sus Reverencias sea de una talla mayor, porque soy algo crecida y aventajada de estatura, y de paño más vasto del utilizado por nosotras, porque quiero parecerme a ellas en la observancia de la Regla.
Al poco tiempo, y contando tan sólo veinticinco años de edad, fue elegida priora. Su director espiritual le ordene que cese en sus ayunos y penitencias, y lleve un régimen de vida más ordinario. Dejó de dormir en el suelo. Ya sólo se ponía el cilicio los viernes, y el confesor consiguió que hiciese dos comidas al día con el resto de la comunidad, porque hasta entonces no tenía por costumbre visitar el refectorio; las colaciones le eran servidas en su propia celda. Empezó a bajar al locutorio, porque, habiendo circulado noticia de sus embelesos por toda Castilla, las visitas eran frecuentes. Muchos andaban leguas y leguas desde los más remotos confines de la Península con el deseo de verla y tocarla. Venían en busca de reliquias y talismanes para curar de enfermedades o hallar en Ágreda consuelo a sus desdichas. A ella le dolía ser objeto de tanta curiosidad y se decidió por alternar en el trato con las gentes en gracia al voto de obediencia.
Por la primavera de 1628 vino a verla el Duque de Gandía, Don Fernando de Borja, virrey de Aragón, y grande de España. Era nieto de San francisco de Borja. Con este personaje también se carteó y dicen sus biógrafos que ejerció sobre ella ascendiente para moldear el pensamiento político de la virgen de Ágreda. Asimismo, patrocinó la construcción de un nuevo convento, porque la casa de la familia Coronel, se había quedado exigua para acoger a las hermanas. Habían crecido extraordinariamente las aspirantes y el número de profesas alcanzaba la cincuentena. Su fama de santidad había corrido como la pólvora. La causa eran los rumores de los extraordinarios acaecimientos de levitaciones y viajes en espíritu al otro lado del charco, que, por gracia y obra de Dios, habían transformado en circunstancias muy especiales a la religiosa contemplativa en misionera.
Lo que muchos desconocían era sus altas dotes de escritura. Sin apenas haber recibido una gran formación, y ajena al latín, al hebreo y al griego, en sus redacciones empezó a desplegar una sorprendente penetración teológica y abundante bagaje de conocimiento de la ciencia positiva. Pronto se despertó en su conciencia ese fuerte sentido franciscano de amor a la Naturaleza, en la que se manifiesta la voluntad creadora del Señor, supremo artífice de todas las cosas. Por estas fechas y alternando con sus crisis espirituales, sus escrúpulos y combates con el Enemigo de las almas, compone dos tratados geogénicos: Mapa de los Orbes y la Redondez de la Tierra.
En ambos escritos, seguramente obras de juventud, se trata de reconciliar cosmogonía con Revelación en el más puro y acendrado saber de gaya ciencia de los centones medievales. Algunos eruditos, como Francisco Silvela, habida cuenta de los anacronismos, puerilidades y lugares comunes de su contenido, como por ejemplo la ubicación del Infierno y el Purgatorio en el centro mismo de la Tierra, la región incandescente, y el limbo en los polos helados, dudan que fuese Sor María la autora legítima. Pero en todo momento se nota una gran preocupación soteriológica. Esto es: el porvenir de algunas gentes de la tierra, que viven como animales, ajenos al mensaje de la redención.
La uranografía se entrevera con la antropología. Así, cuando da noticia de que ha visto en ciertos puntos del planeta hombres que tienen los ojos en el esternón y que en América ha visto unos animales, los quales (sic)son como los toros de acá y mucho mayores [se refiere al bisonte, o lo que llamaban los primeros conquistadores vacas corcovadas]. Expresa en todo momento por el porvenir de los que habitan en tales regiones. Desearía bautizarlos y reconvertirlos. De esta forma comienza la curiosa historia de las bilocaciones. Dice T.D. Kendrick en su estudio biográfico “Life and Legend of a Spanish Nun” que la autora muestra algunas inexactitudes chuscas e inverisímiles. Sus nociones sobre la situación de los continentes son confusas, al igual que el conocimiento de determinadas provincias españolas. Se hace eco de las leyendas portuguesas, impregnadas de mítico sebastianismo del Preste Juan de las Indias, y sus correrías por el Nilo, donde trabó contacto con abisinios de religión judían que habían sido bautizados(cristianos maronitas y coptos), y otras nociones fabulosas recogidas y explayadas en algunos digestos epocales.
Destaca, no obstante, la gran curiosidad y el interés por cantar a Dios en sus obras, y la pena que siente por entender que aquellos pobres salvajes que pueblan estos territorios nunca oyeron hablar de JHS.
En todo lo humano- conviene tenerlo muy presente a la hora de afrontar el fenómeno sobrenatural - los campos se interpolan. No hay menas donde el metal yazca en estado puro, sino con impregnaciones e impregnaciones de otras sustancias advenedizas. Colmo de perfección solo es Dios. Todas estas cosas tienen mucho que ver con el amplio e inexplorado campo de la parapsicología. Aunque la España de Felipe IV fuera un hervidero de iluminados y de falsos, que atestaban los conventos de esquizofrénicos y monomaniacos, se da por sentado que el verdadero místico, gracias al poder de la voluntad, y al haber sometido a férula a los instintos, mediante la abnegación de sí mismos, y la renuncia a los sentidos, suelen ser gente cuerda, con la mente bien amueblado y todito en ellos muy en sus cabales, digan lo que quieran los pre deterministas. La unión con Dios es el triunfo sobre el libre albedrío. Eso da mucha fuerza, aunque de vez en cuando asome en algunos de ellos la oreja de las inclinaciones neurasténicas. Esas fuerzas negativas son contrarrestadas por esa luz de la Encarnación y esa fuerza del amor de Cristo que ayuda a resistir. Pero es Cristo solo. Sin ningún aditamento, hablando al alma a escape libre y sin intermediarios, que los hombres lo suelen todo trastocar y confundir.
Es el hecho inexorable: la santidad está resguardada por la humana flaqueza, nuestra imperfección, que es la imperfección de la carne egoísta y desmandada. Siguiendo por esta vía de raciocinio, un estudio de la evolución y génesis de la acción española e el continente americano nos abre la cancela de los misterios. Son numerosos los cabos sueltos, los problemas que resolver, las contestaciones que dar.
Que esta obra gigantesca fuera gestionada por una hueste heterogénea de porquerizos metidos a frailes o a soldados, hidalgos segundones, ex convictos y aventureros que de la noche a la mañana se transforman en descubridores y exploradores de un mundo nuevo resulta cosa chusca e inexplicable más de medio milenio después de que las carabelas colombinas dieran vistas a aquella tierra. Todo suena a milagro, es aquí donde hay que jugar con elementos que se escapan a la humana discreción, por pertenecer a un grado de causalidad superior. No es ninguna broma que a la vista de los resultados derivados de tan precarios medios en acción atribuir a una intervención sobrenatural el que aquello se llevase a cabo. Todo suena a milagro. La Providencia tuvo que tener su parte.
Al menos en lo que se refiere a la conquista de Baja California y Nuevo Mexico, Oregón, Arizona y la Florida, donde los gnósticos creían que se hallaba el Dorado, la fuente de la eterna juventud - Ponce de León creyó haberlo encontrado en Cuba- los lagos de la salud y del contento, esta magna empresa guarda relación estrecha con la vida y la obra de esta enigmática priora castellana, santa para algunos que pretendieron canonizarla en vida, creyendo que se trataba de una nueva Teresa de Ávila, y para otros, motivo de burla y de chanza. Quevedo, a costa de la gran polémica del patrocinio[11], deja caer la satírica idea de que ni Santiago, ni Teresa de Cepeda y Ahumada. El título de patrona de España había de darse en vida en la Venerable María de Ágreda. Este cuarto a espadas nos da una idea de la popularidad inmensa que gozó entre sus contemporáneos. El autor del “Buscón” no debía creer ni poco ni mucho en la bilocación circunscripta sin merma de la unidad de la esencia individual, que así se llama este extraño fenómeno preternatural que parece haberse dado alguna vez en la historia del cristianismo, y es atributo de la Santa Trinidad. Dios es objeto incircunscripto, o lo que es lo mismo: no está en un lugar determinado, porque está en todos a la vez. Es inmenso e inabarcable. El caso del Hijo del Trueno, misionando en la difícil España, y yendo después a Jerusalén a morir, para regresar su cadáver después de muerto, a través de las ondas del Mar Tirreno hasta el limes hispánico, en una barca de piedra, puede ser un ejemplo del prodigio que nos ocupa. Pero Francisco de Quevedo mantiene sus reservas. Por otra parte, en calidad de caballero de la orden de la cruz encarnada, que lucía en su pecho, se opuso tenazmente a tales fábulas urdidas por los conversos. El escritor era de los que no querían santa nueva.
Nos encontramos, pues, ante el mito de las dos Españas: la de los judíos bautizados y la de los castellanos viejos, sumidos en una fútil polémica, que entre nosotros ha venido siendo el cuento del nunca acabar. Son cosas de los de arriba. El pueblo, por lo general, asiste impávido y escéptico a estos devaneos, bajo los cuales late siempre el interés económico. Sabido es ahora que detrás de la Contrarreforma y de las guerras de Flandes estaban los dineros de los banqueros genoveses o flamencos. Ellos alentaron las quiméricas empresas. Ninguna empresa, y menos una guerra de conquista, puede llevarse a cabo sin dineros.
Por otra parte, insistimos, y con independencia de todas estas consideraciones, la obra española en América fue una gesta llevada a cabo por el pueblo bajo, los descastados, los preteridos de la sociedad castellana, inquebrantables en su fe en Cristo y en su adhesión a la Corona. Es tamaña que resulta inconcebible sin el concurso de la divinidad. La colonización y evangelización de los nuevos prosélitos -indios navajos, indios pueblos, sioux, jumanes, apaches y otras etnias- siendo gobernador de Nuevo Mexico y de los territorios al norte del Río Grande, Juan de Oñate, fue encomendada a los franciscanos.
En 1978, visitando una reserva india en Arizona, me enteré de la falacia que puede ocultarse tras la manida frase de limpieza étnica y del espíritu enorme que alentaba en el corazón de aquellos pobres frailes menores, que recorrieron sin grandes medios tecnológicos, y a veces con una pierna a rastras como Fray Junípero Serra, las vastas soledades, enfrentándose a los rigores del hambre, a los fríos y ardores del desierto o a las cerbatanas emponzoñadas con hierbas oficinales con los indios les daban acolada y que siempre eran factor desencadenante de muerte por necrosis allá donde hacían blanco. La humildad del cordón franciscano venció todas aquellas dificultades.
A lo largo de la carretera que conducía a la antigua misión vimos una gran cantidad de latas y botellas de cerveza tiradas en las cunetas. Estos detalles junto a los abdómenes prominentes de los aborígenes me convenció de los siniestros y macabros planes del gobierno federal para exterminar con alcohol a los indígenas. Sospeché descorazonadoramente que allí se estaba cometiendo un genocidio a espaldas de la opinión pública mundial, sin cámaras de la CNN y sin el bombo y platillo de la propaganda y agitación del sistema capitalista. El fantasma de Buffalo Bill con su colt al cinto planeaba sobre las montañas. El extermino de los pieles rojas se llevaba a efecto de una forma ladina y taimada. Con alcohol en vez de con balas. Por otra parte, aquel campamento de los descendientes de los Sioux estaba emplazado en el corazón de la América profunda, que, como todo el mundo sabe, está hueco por dentro. Es un inmenso polvorín, polígono de tiro. En Almagordo se efectuaron las primeras pruebas nucleares.
Mi llegada hasta el vivaque tuvo connotaciones de pesadilla con aquel espectáculo lamentable de la cerveza asesina. La cámara de gas, los hornos crematorios y toda esa fraseología del Holocausto era un hecho real con los que hice primera toma de contacto en aquel territorio letal, donde otrora se extendía el territorio comanche de las grandes praderas norteamericanas. Los indios estaban siendo exterminados por el gobierno norteamericano. Washington me pareció entonces la capital del Cuarto Reich, morada del anticristo, casa de las tinieblas, el nido donde pone los nidos la serpiente, dando por buena la frase repetida por Goebbels de que una mentira mil veces repetidas se transforma en una verdad.
Veintiún años después de aquella visita de pesadilla no me extraña que el Imperio del Mal se sirva de ese sofisma de la limpieza étnica para sembrar el terror entre la población inocente de Belgrado y de utilizar una región del sur de Europa como cimbel de sus inicuos experimentos con nuevas armas sofisticadas. Otro holocausto más, que no es el que ellos dicen, sino un holocausto real y verdadero. El rostro rojizo y como congestionado de Bill Clinton, un paleto de Arkansas, un macarra, un matasiete neoyorquino convertido en gendarme del planeta y tiznando de maldad el nombre de la Bondad y la Justicia cuando bendijo a las tropas, en ese fementido beso de Judas, cuando dijo lo de God bless América, casi me provocó la náusea. El holocausto no es una invención cualquiera. Es algo más que retórica. Oculta por detrás toda una programática de filosofía política del Nuevo Orden.
Lo que ocurre es que ellos hablan de abstersión racista y de holocaustos sólo cuando les interesa.
De otra verdad que me convencí en aquel encuentro con la obra franciscana fue la de que España no llevó adelante una labor de exterminio del indio salvaje. Aquella reserva era un sitio muy humilde de casas de adobe. Una mujer guisaba bajo el emparrado de bálago de una choza abierta en un fogón de piedra. Los cincuenta grados a la sombra hacían impacto en su rostro. Ella seguía cocinando tortillas de maíz, según la costumbre. En lo más alto del recinto había una iglesia, más capilla, de estructura franciscana, muy modesta, en que vi una cruz endorsada con guirnaldas, un cuadro de la Virgen y al lado un ídolo del dios Manitú. Un anciano recordaba todavía el paso de los españoles por aquel lugar hacía cuatro siglos y al dirigirse a mí no hacía más que pronunciar el nombre de Castilla.
Esta es la zona que recorrieron los frailes menores antaño con una pierna a rastras, como el bueno de fray Junípero, que, cuando le dolía el pie gangrenado solía decir por todo consuelo”: ¿Dónde irá el buey que no are?”, y seguía adelante. Ellos defendían la vida, y profesaban la creencia en el ser humano, al misionar por parajes tan apartados. Me pareció que aquella Virgen de velo negro, habito parto y manto azul pudiera ser lo que quedaba de aquellos prodigios obrados por la milagrosa abadesa de Ágreda. En el folclore de la música country del medio oeste salta con frecuencia este tropa de la aristócrata in blue and white a las que vieron los Jumanos y que les predicó en su lengua de la existencia del JHS.
Cristo nunca practicó el vampirismo ni la protervia del Príncipe de la Mentira reencarnado en ese Herodes moderno que se llama Guillermo Clinton, a los que los nietos de Madariaga y los hijos novelistas de Julián Marías, arropan y cohonesta defendiendo con ardor de papanatas y de nuevos afrancesados la bandera yanqui, y luego se quedan tan pachos y, hondos y lirondos, cruzan el puente de barcas. Aquí nadie prorrumpe en una mala queja. Se dicen demócratas y rasgan como si se tratase de un nuevo sanedrín las vestiduras, enarbolan banderas asiendo la falacia y la figura retórica por el mástil y por el asta, empedrando su lenguaje artero de paranomasia. Donde ellos dicen pulcritud gentilicia(como si hubiese un servicio de lavandería de los propios genes para adecuar nuestras pobre fisonomías a los estatutos de la eugenesia) lo que hay que entender por política de exterminio, burdas patrañas de la Casa Blanca, del que ve la paja en el ojo ajeno.
Esa figura les sirve de pretexto para dar la orden de zarpar a los barcos nucleares con la muerte en sus bodegas, y a despalmar sus aviones invisibles sobre los cielos de suelo que vio nacer a San Jerónimo y donde subieron a los aires las notas del Tedeum. Es la tierra de Alejandro Magno, que se ve asediada por la falárica de las bombas inteligentes y donde descargan sus arietes envenenados de la azagaya siniestra. Al lanzar unos pueblos contra otros, al socaire de dubitables palinodias de la constitución de Jefferson, dan jaque mate a la cruz eterna. Su grito de rebeldía satánica se confunde con aquel “non serviam” luciferino”. Esta es la hora otra vez de las tinieblas.
Al momento de redactar estas líneas, la muerte bufa amenazante a las puertas de Belgrado. He aquí otra batalla que seguramente ganarán las fuerzas del Anticristo, con todas las bendiciones del Vaticano, que, gracias al nefasto Wojtylismo bajo la férula del siniestro polaco, se ha pasado con armas y bagajes al campo de los maquinadores de la iniquidad.
Me viene a la memoria el dulce acento de aquel indio Jumano, cuando pronunciaba la palabra Castilla, portavoz callado de la limpieza étnica de una estirpe masacrada a partir de alcohol y de radiactividad. El suyo fue un genocidio del que no hablaron los periódicos y la verdad tiene una deuda pendiente con su caso. Un día serán abiertos los libros y se hará relato por menudo de tantas infamias, será destapado el rostro de los muñidores de perversidad. Veo a las mujeres indias cocinando en aquel fogón comunal, a la iglesia en penumbra con las imágenes de la Virgen y San Francisco y un ídolo de Manitú, deidad autóctona.
Unos colegas alemanes, que venían con nosotros, se sacaron una fotografía haciendose pasar por protagonistas de una películas de buenos y malos al estilo John Wayne. Hollywood se ha encargado de erradicar o de difamar el poco rastro que quedaba del paso de los españoles, trazando un cliché siniestro de bandidos mexicanos y de llaneros solitarios que imponían la ley del más fuerte, del caballero blanco con una soga de rodeo acoplada al borrén de su montura, el revolver al cinto, estampa perfecta del forajido anglosajón.
Al contrario que los vaqueros, los misioneros castellanos caminaban desarmados por estas pampas de las praderas del profundo norte. Teniendo por única defensa la protección de la Virgen y el cordón de su Regla. Midieron con sus pasos este territorio que es como veinte veces España. Estamos pues a las puertas de un misterio insólito. Fue el suyo un verdadero milagro, obra del entusiasmo y de la fe en Cristo. Faltaban brazos para bautizar e instruir neófitos, porque muchos de los religiosos envidados perecían a manos de tribus hostiles, o eran presa de las alimañas, cuando no de las fiebres, o se perecían en el fragor de las montañas o en el caudal de los ríos, desacostumbrados por su enormidad para una europeo. Desde la metrópoli celosamente se encarecía a los guardianes de los conventos para que enviasen nuevas remesas misionales. Varios de estos padres, como Alonso de Benavides, debieron de hacer un alto en el camino en el recorrido de sus postulaciones por la provincia española, llamando a las puertas del convento de las Concepcionistas descalzas de Ágreda. Pero este viaje no era fortuito. Tenía un mensaje del arzobispo de Mexico, Francisco Manso, quien en 1626 había recibido una carta desde España en el que se narraba cómo para hacer frente a la falta de operarios para la mucha mies de los territorios recién descubiertos y conquistados - en Nuevo México, con unas proporciones geográficas de dos veces España solamente había veinte padres en 1616 - el Señor había permitido milagros como el que algunas religiosas de clausura, como la que nos ocupa y una tal Luisa de Carrión, que llevaba vida penitente en las Claras de Carrión de los Condes habían sido transportadas por ángeles a tierras de misión.
A Fray Alonso Benavides, que luego perecería en un naufragio camino de Goa, le sobraban razones para realizar esta visita. Había trabajado en Albuquerque con los Jumanos, quienes le contaron que , antes de que él llegara, habían visto en su encartación a una mujer vestida de azul y de blanco quien les habló de la persona de Jesús en su propia lengua. Algunos indios enfermos habían curado, e incluso le mostraron algunos objetos piadosos, como rosarios y piadosas estampas traídos por la misteriosa dama. Comisionado por el arzobispo Manso y el General de la Orden en Roma, llegó a Ágreda en abril de 1631. Le acompañaran en esta entrevista otros dos monjes que habían trabajado como consejeros y directores espirituales del citado convento: Sebastián Marcilla y Andrés de la torre.
En este su primer y único cara a cara con la viente el franciscano portugués debió de quedar impresionado por la espectacular personalidad y belleza de Sor María y experimentaría el mismo hechizo del que fue sujeto Felipe IV experimentaría doce años más tarde. La Madre María contaba veintinueve años a la sazón. Era todo una belleza. Sea por humildad, porque estuviera no muy convencida para sus adentros, o sea, porque hablar del caso resultaba para ella algo penoso, ya que estos episodios le recordaban una etapa de probanza espiritual y tribulaciones, en los que afrontó no pocos vejámenes, y a la que se refería como el trienio negro de su existencia, en persona se mostró evasiva con los tres eclesiásticos.
Estaba, por otro lado, el miedo al Santo Oficio. En 1621, el provisor del cardenal de Toledo mandó encerrar a pan y agua y que le diesen doscientos latigazos a otra monja que “ volaba”. En Carrión de los Condes había otra clarisa, Luisa de Carrión, también bilocada. De ella también se contaron no pocas proezas del mismo jaez, acabando, sin embargo, en los calabozos de la Inquisición, bajo cargos de impostura y fraudes. Este parecía ser el mal del siglo. Todo el mundo contaba apariciones, pero acababan en meros aparecimientos, con la de que había muchos que sacaban partido de estos trances, vahídos, visiones, raptos, levitaciones, coloquios con todos los personajes de la Corte celestial, vulneraciones, olor a rosas, ensalmos y profecías. Pero bastaba que uno dejase caer en estas reuniones el nombre de la Inquisición para que cundiese el terror. Por otra parte, la confesión auricular en los cenobios femeninos, todo hay que decirlo, alentó la imaginación popular en el seno de la clausura. Los padres espirituales se convertían en padres físicos, con todas las de la ley. El caso de los alumbrados de Llerena o el de las benedictinas de San Plácido [un audaz capellán preñó a toda una comunidad] era frecuente.
La imaginación popular alentó la especie de que los conventos de los frailes y de las monjas se comunicaban por tuneles subterráneos y otros accesos privados, por cuyo conducto se entregaban a todos los delirios el trato torpe, pues ya lo dice el refrán: entre santa y santo, pared de cal y canto. El subsuelo de Madrid es un dédalo de estas galerías y pasajes secretos, construídos con fines estratégicos, pero también podían ser el mejor reclamo para un nido de amor sin testigos de vista, ni la posibilidad de habladurías y escándalos. Estas catacumbas a su vez albergaban cementerios de niños muertos al nacer, abortos o simples asesinatos. Al fin y al cabo el mito de Don Juan es español, y los galanes de monjas tienen todos algo de tenorios.
En ocasiones la sexualidad reprimida florecía en pujos místicos. Felipe Cuarto no pudo evitarlo. Le perdían las novicias. Era capaz de todo aquel rey por una cita a solas con alguna sor. Se dijo que algunos conventos de Madrid los convirtió en serrallo particular. Aunque la mayor parte de los biógrafos e historiadores rechazan cualquier atisbo erótico en la relación que mantuvo durante varios lustros con la abadesa, late en los escritos la sospecha, si no de enamoramiento, al menos un deseo morboso casi imperceptible y cargado infatuación enfermiza.
Por otra parte, la Madre Abadesa debía de ser tímida por naturaleza. Se sonrojaba rápidamente y le costaba hablar de sí misma. Quería olvidar aquellos años duros desde 1620 al 23. Sus reticencias, empero, lejos de parar a Benavides en comedimientos, aceraban el interés y la admiración del misionero franciscano que acababa de regresar de las Indias. Su interlocutora le hablaba de lugares que sólo podía conocer alguien que hubiese pasado el charco, cosas y personas familiares al misionero como un tal “ Capitán Tuerto” o cacique indio, lisiado de la vista. Asimismo, parecía conocer las costumbres, vestidos y juegos de los Jumanos, y su afición a utilizar la honda y a lanzar la cerbatana, y la cuchilla de fusta. Describe su vestido y su tocado. Los juegos, sobre todo el de pelota, las fiestas, las danzas, el escaso pudor de aquellos buenos salvajes. Por lo visto, había asistido a ina misa celebrada por el propio padre Benavides y había ayudado a sus feligreses a ingresar con orden y decoro, haciendo que muchos se cubriesen sus partes pudendas, cubiertas de ordinario con un tanga o taparrabos, en uno de sus periplos extáticos.
El sacerdote salió convencido de la entrevista de que Sor María había sido agraciada por el Todopoderoso con el don de la ubicuidad, máxime, con lo que contaron al respecto algunas de las hermanas de la comunidad, de que durante el período que duraron las entrevistas habían faltado del convento rosarios, e incluso una custodia de oro, sosteniendo la cual, se había hecho presente entre los atónitos indios, para proceder a la reserva del Santísimo.
Hacia 1634 el P. Benavides redactó un Memorial.
En este informe, casi un panegírico rebosante de entusiasmo, el autor da por indiscutible la certeza de estos transportes celestiales que hicieron comparecer a la vidente en cuerpo mortal a más de diez mil kilómetros de su monasterio, porque había sido revestida con el de don de la multi presencia. El pueblo llano creía a pie juntillas estas novedades de apariciones. Pero para los clérigos y obispos era materia reservada, intervención de competencias. Siempre los analiza con parsimonia, los sopesa. El informe redactado por Benavides, aunque corrieron reproducciones por diversos países de Europa, no obtuvo el nihil obstat y tardó en ver la luz cuatro siglos. Roma mandó guardar el manuscrito. Este texto así como otras obras su la Venerable María de Ágreda daría ocasión a algunos teólogos del grupo sorbónico, opuesta a la definición del dogma de la Inmaculada, a desencadenar una serie de ataques contra este género de piedad típicamente español.
El humilde misionero franciscano sostenía que para Dios no hay imposibles , y que la acción de apostolado de una contemplativa, la cual, sin detrimento de su clausura, fue enviada a predicar por el Espíritu a paganos de zonas remotas allende el Océano, formaba parte del arcano de los misterios de la predestinación divina. Toda la razón asistía a Benavides en este argumento. Porque, hoy mismo, no se comprende cómo un puñado de exaltados fuera capaz de tanto, en tan poco tiempo y hecho por tan pocos. Casi, de la noche a la mañana, una cultura tan sólida como la azteca o la inca se desmoronan y abrazan la fe de la Cruz.
El Memorial de Benavides fue leído por el papa Urbano VIII. La Sede apostólica mantuvo sus reservas, pero el nombre de la visionaria bañado en aureolas de leyenda, es repetido por todos los confines de la cristiandad. Pero sobre todo en las misiones de Nuevo Mundo, donde, para su sorpresa, los españoles se encontraban que al llegar a ciertos poblados alguien sabía decir algunas palabras en español, los indígenas les hablaba de una mujer rubia, vestida de blanco y de azul. Este tema era motivo de inspiración de cantares y de material folclórico. En el Oeste norteamericano sigue hasta hoy, donde son innúmeras las baladas y corridos de música country que lo repiten.
¿Quién era esta extraña mujer que hablaba a los indios con tanta dulzura? ¿ Era la propia Madre del Verbo ? ¿ Sor María de Ágreda ? Al fin y al cabo, la gran devoción marial que siente todo mexicano en sus tuétanos parte de un hecho básico: la aparición de la Señora Vestida de Blanco al indio Juan Diego.
Pero España es el país de la envidia y el vituperio. Al tiempo que este caso de ubicuidad misteriosa e inexplicable acrecentaba la fama de la religiosa franciscana, su persona fue objeto de difamaciones y burlas, ya hemos contado cómo Francisco de Quevedo, en son de mofa, agita las aguas y propone su canonización en vida adjudicándola el título de patrona de España y de las Indias Occidentales. Esto hay que entenderlo a la luz de la conmoción provocada en la opinión publica por la canonización de Teresa de Avila en 1622. Sólo habían transcurrido cuarenta años de su muerte.
Todavía quedaban sectores en la opinión española renuentes a aceptar su santidad. No era una santa tan santa como algunos pensaban, puesto que, al parecer, todavía le quedaban algunos enemigos en pie. Quevedo, para salir del paso, sugiere que el título fuera conferido a una persona que aun vivía en Ágreda. No estaba borracho don Francisco. Sabía bien lo que se traía entre manos al lanzar tan peregrina sugerencia.
En 1648, a raíz de la conspiración del Duque de Híjar, el nombre de la Profetisa de Ágreda anduvo en lenguas de que había participado en los contubernios cortesanos que, uno tras otro, habían derribado a lo largo del reinado a validos tan principales como el Duque de Osuna y el Conde Duque de Olivares [Castilla vivía en un clima de perpetua conmoción y disidencia. El pueblo se distraía a fase de fiestas de toros y cañas, autos sacramentales, o huía por la senda del misticismo, con ánimo de volver los ojos a una realidad tan cruel e infausta; la flojedad de la voluntad regia y su santurronería eran la causa remota de aquella inseguridad] y fue llamada a declarar ante un tribunal del Santo Oficio.
No le valieron sus buenas aldabas en palacio. Así que el calificador inquisitorial, Diego de Arce y Reinoso, presidió el careo y se personó en el monasterio para proceder a la deposición pertinente de la encausada, a solas y sin testigos. Las sesiones duraron diez días. A la Madre se le preguntó sobre sus presuntos “ viajes astrales “ llevada en volandas y transportada sobre alas de ángeles, porque San Miguel y San Francisco le llevaban y su cuerpo, como de plumas, nada pesaba.
Su contestación fue decir que se había tergiversado el asunto de las visiones y comunicación con los indios. De nuevo, alude a sus tres años negros, a su preocupación por la salvación de las almas, a sus oraciones y ayunos. “ Afirmo que no puedo comprender cómo me trasladé hacia aquellos lugares o alcancé aquellas orillas, porque estaba sumida en estado de trance, y no sabía lo que me pasaba. A veces miraba para abajo y me parecía ver la tierra a mis pies dividida en dos partes, una de luz y otra de sombra. En unas zonas llovía, y en otras hacía bueno. Vi las maravillas del mar. Pero estas pudieran ser sólo revelaciones carismáticas del Señor. Él quería que yo las viese como me las mostraba. En cierta ocasión tuve la impresión de haber entregado a los infieles algunos rosarios que había en mi convento. Se los distribuí de buen grado, y hasta ahora no los he vuelto a ver. No era yo misma sino los ángeles que me acompañaban los que instruían a aquellas pobres gentes, por efecto de la oración, como ya he dicho al Padre Benavides”.
Por el contexto de su deposición formal ante el calificador del Santo Oficio se observa que Sor María era de la persuasión de que eran los ángeles los que viajaron hasta el Nuevo Mundo, porque de esa forma escuchaba Dios sus oraciones en pro de la salvación de aquellas almas. Sin embargo, en 1647 quemó este memorándum. A partir de entonces, cuando a instancias de las otras monjas, era requerida para hablar de la supuesta bilocación, la Abadesa reaccionaba de un modo airado, negando vigorosamente sus viajes a las Américas. Todo lo achacaba a cosa de sus angeles instructores y a la bondad del Bienaventurado Padre San Francisco.
Para ella se trataba meramente de sueños místicos. No obstante, en ellos se revela el poder de la mente. Es posible que estas ansias por desdecirse, este cambio de postura y su reluctancia a admitir lo que hubo, pudiera obedecer al pavor hacia la Inquisición, pero también cabe el aliciente, de acuerdo con la tesis de Kendrick, de que todo fuera un montaje de su propia madre, Sor Catalina, residente en aquel convento de Ágreda. La cuestión , con sus pros y sus contras, continua en candelero. Desde el punta de vista parapsicológico, hoy tan en boga, resulta del todo hacedero este prodigio de la fe. Sin embargo, las actas que quedan con testimonios al respecto son tan embarulladas como contradictorias.
De todos es conocida la devoción a Nuestra Señora de aquellos españoles que pisaron pro primera vez el Nuevo mundo. En ningún morral d soldado, o en la escarcela del fraile que era allí enviado a misionar faltaba el pedazo de tasajo, un poco de mecha y el correspondiente retrato de la Virgen de su pueblo.¡Cuántas ciudades y aun regiones del subcontinente llevan por nombre el de Nuestra Señora! Se debe, por ejemplo, el nombre de Buenos Aires a una imagen muy venerada en Sevilla, Santa María del buen Aire, portada por Magallanes en su gran singladura de tres años para circunnavegar los mares del Orbe.
Ella era el mejor piloto para marear en ceñida cuando bramaba el Océano, la guía en el camino plagado de malos pasos, acechanzas y desfiladeros. Tampoco faltaba su medalla al cuello o el escapulario. La conquista fue un verdadero milagro. En los naufragios, en las derrotas, o ante el árbol de la Noche Triste, aquellos empedernidos pecadores se ponían a rezar. Hernán Cortés se libró de una muerte segura, más que por el amor de Malinche, por la intercesión expresa de la Virgen de Guadalupe.
Esto es así y carece de vuelta de hoja. Forma parte del torrente de nuestra sangre. Fluye por los laberintos de nuestros genes. El mundo pertenece al entusiasmo de los soñadores y esa fe rayana en la superstición hacia la Madre de Dios sólo puede ser patrimonio de un pueblo de Quijotes. Gran parte de los que pasaban a Indias habían sido extraída de las clases sociales más bajas, - prófugos de la justicia, galeotos, ladrones, hidalgos segundones, tahures, juerguistas, afectos al morapio, y turistas sexuales que ya había entre las filas de los tercios por aquel entonces en nutrida competencia con clérigos de muy dudosa reputación para quienes la arribada a aquellas tierras vírgenes donde las indias gustaban de holgar con los recién llegados, y de utilizar aquello que “ Dios les dio “ y para quienes este tipo de favores no representaban algo pecaminoso, y hay que imaginarse lo que esto significaba en pleno siglo XVI, conocido por los historiadores como la “ fabulosa centuria del amor “, y del rápido crecimiento del mestizaje y de la sífilis-, profesaban una afección devota y caballeresca hacia la Más Pura entre las Mujeres. Era algo visceral ,telúrico.
Las crónicas se hacen eco de esta fascinación de los aborígenes de este fervor de los españoles por la Mujer vestida de Azul y de Blanco, su diosa. E intercesora. Pronto aprende a advocarla. No hay una precisa, porque todo anda envueltos en los cendales de la bruma legendaria y la monja que aseguraban haber visto algunas tribus fuese en verdad la propia Madre de Dios, pero conviene tener en cuenta que estos casos de bilocación circunscriptiva fueron frecuentes y se han dado entre los primeros apóstoles. Más recientemente, en la década de los años cuarenta, los médicos siguen sin saber a qué carta quedarse en la vulneración del P. Pío, al que se atribuyen circunstancias de quebrantamiento de las leyes de la unidad territorial física, estando en varios lugares a la vez.
Sor María, o bien por modestia de verdadera santa, que no tienen por costumbre pregonar su vida y milagros, o porque estas jiras por las praderas del territorio comanche las experimentase en estado febril, que, al volver al dominio de sí, era incapaz de recordar más que las fantasmagoría de una pesadilla se muestra reticente a hablar de estas experiencias ante los inquisidores, pero parece ser que había nacido con el temple místico de las personas hiperestésicas. Tenía una piel muy suave y endeble, prona a las hemorragias. Por una simple magulladura era capaz de padecer hemorragias y con frecuencia tenía que llevar apósitos y vendajes en las manos entumecidas por el frío o los sabañones. Pero ¿ estuvo también ella transverberada ? Uno de sus confesores declaraba que hubo de prohibirsele llevar cilicio porque se le declaraban hemostasias muy escandalosas. ¿ Era diabética ? Los facultativos que la trataron en el convento aseveran que siempre tenía fiebre y que padecía de una sed compulsiva.
Sus vigilias, ayunos y mortificaciones quebrantaron su salud física. Tuvo que ser sangrada en repetidas ocasiones, y fue intervenida por el barbero del lugar de un zaratán o bulto en el pecho, seguramente cáncer, de lo que sufrió también Santa Teresa. Se lo sacaron con una lanceta. Ello no era óbice para que, a pesar de sus constantes visitas a la enfermería, fuera la que tocase la campana de maitines a la media noche. Se sobreponía a su valetudinaria flaqueza con un extraordinario poder de voluntad. ¿ De dónde sacaba fuerzas?
Apenas dormía. Durante días enteras no salía su celda. La “Mística Ciudad de Dios “, su farragoso tratado teológico en ocho volúmenes lo escribió de rodillas a la luz de un cabo de vela. Propugnaba un hostigamiento constante de los sentidos y el control sobre las inclinaciones como catarsis. No se cansa de repetir que Dios elige para el dolor y que el sufrimiento es un signo de predestinación, pero, como auténtica mujer de virtudes, esta solitaria carga con la cruz, y se muestra reservada y compadecida ante el dolor ajeno.
Exime de onerosos sacrificios a sus hermanas, aun a riesgo de ser tachada de cierta relajación en la disciplina comunitaria. No era muy rigurosa y una de sus preocupaciones señaladas en el desempeño de sus funciones priorales fue el bienestar de las novicias y educandas, procurando que las estancias del monasterio estuviesen bien caldeadas. Les manda a las monjas abrigarse. Sabía por propia experiencia de los crudos inviernos al pie del Moncayo. No pasaba ocasión de dar limosna a los pobres de la villa.
Queda constancia escrita de todos aquellos a los que socorrió. Mandaba ropa de lana que ella tejía a las cárceles. Un prisionero turco amarrado en la cárcel de Pamplona - este es otro testimonio fehaciente de los poderes de bilocación de la Madre- aseguró haber sido instruido en la doctrina cristiana por una religiosa que venía a visitarle. Se bautizó, adoptando su nombre de Alí por el de Francisco. Había nacido en Constantinopla. Sometido a un careo por la Inquisición, fue conducido por los corchetes hasta Aragón y se le sometió a una parada de reconocimiento. Mandaron formar a todas las monjas cubiertas con el velo y fueron una a una destapando su rostro.
El prisionero reconoció al instante a Sor María. “ Es ella. Es ella, la bendita mujer que vino a verme “. Quedó en libertad y vivió en la localidad soriana muchos años.
Todos estos detalles ( tolerancia, afabilidad, amor al prójimo, su simpatía y belleza naturaleza ) debieron de ser la causa de que el rey cuando la visita en el locutorio conventual un 10 de julio de 1643 quedase prendado de su persona, toda humanidad y gracia. No se puede decirse de otras santas de fama cuya personalidad y obra causa repudio, y echa a uno para atrás.
De talante apasionado y sensual, vierte esta sensualidad en sus escritos, pero es una sensualidad santificada y dominada por el Amor, y de un admirable calado teológico. Exhalan el perfume del huerto de las delicias célicas. Sus obras son flores del Jardín de María, en que se paladea, se siente el deleite de la divinidad, porque ella sostenía la visión de Dios por especies abstractivas, desgranada a lo largo de una prosa rancia y vernácula, un castellano mucho más rico, acendrado, menos indigesto - permitásenos el símil y a redropelo de las comparaciones, siempre odiosas - y cargado de matices que, por ejemplo, el Teresa de Cepeda y Ahumada. El porte de la franciscana era más intelectual que el de la carmelita. Por uno de esos misterios de la ciencia infusa o porque había leído más, hace un despliegue admirable de conocimientos bíblicos y de aceradas exégesis del Antiguo Testamento (no se puede negar que provenía de la estirpe del Pueblo del Libro), absolutamente originales. No escribe tan a la pata la llana ni adolece de ese descuido teresiano. Causa pasmo el conocimiento de la prosodia y la sintaxis del latín sin apenas haber estudiado la lengua de Virgilio, no expurga en eucologios y centones, sino que presenta estos intrincados y abstrusos conceptos de la teodicea con una frescura y candor absolutamente personal.
Que su prosa era de una gran calidad y que no aburría al lector, como suele suceder por desgracia en este tipo de literatura, enojo de los bibliómanos y castigo del tedio de muchas meninges, lo avala un dato: cuando el famoso libertino italiano, Casanova, un siglo después de fallecida la abadesa, pasó una temporada de convalecencia en Ágreda y para entretenerse pidió algunos libros. Le ofrecieron la Mística Ciudad de Dios. Durante casi dos semanas de intensa lectura devoró los ocho tomos de esta profusa relación apócrifa de la vida de la virgen. Es el mejor elogio que se `puede hacer de la obra de un escritor. Si sus páginas atrapan, es buena señal. Si no es capaz de remontar el primer capitulo, el autor habrá fracasado.
Las maceraciones corporales, la camisa de esparto debajo del hábito de estameña franciscano los reservaba para sí. Era la Venerable una penitente alegre. En sus amonestaciones y exhortaciones a los que quieren tener vida de perfección, aconsejaba mesura. En la escalada del monte de la Virtud el peregrino ha de avanzar con parsimonia. Hay que tener tacto. Recelaba de todo cuanto es excesivo o dañino a la salud ciñéndose a la norma del “ ne quid nimis” epicúreo. Recelaba de trances, raptos, succiones, y nunca quiso dar excesiva importancia lo que a ella misma le había acontecido. Era toda cordura y buen sentido bajo el concepto de que un santo triste es un triste santo. He aquí otro esquinazo de tan contradictoria personalidad. Por su talante jovial, caritativo, era muy estimada tanto por sus paisanos como por aquellas que vivían a toque de campana bajo una misma regla.
Sin embargo, era una orante empedernida, siempre presente ante la presencia de Dios, practicando esa técnica de recogimiento y de plegaria ininterrumpida de los monjes del Monte Athos, norma que asume la “poustina “. No es posible avanzar en el camino de la virtud sin las preces que permiten el gran milagro de cristiano de que el hombre se divinice y haga de su alma morada de toda la grandeza. Jesús convierte esta unión del ser humano con el Omnipotente en base de la redención. Vigilad y orad. Sed sobrios para que no caigáis en tentación. Y el ardoroso y entusiasta Pablo capitaliza esta forma de vida interior exhortando por su parte a la vigilancia. “ No viváis en borracheras, ni liviandades, ni chocarrerías, ni palabras impertinentes; más bien la acción de gracias “.
Sor María llamaba a la oración su muro fuerte. Era de la creencia de que nada confunde al diablo tanto como el rezo.
El camino de perfección es largo, lleno de cuestas, pendientes y altibajos. Hay en la lucha no pocos peldaños y trancos. En un primer estadio, el de la vía purgativa, se advierte una batalla del alma por el dominio de la inteligencia, la memoria, la imaginación y todas las mociones del apetito. Acto seguido, toca el umbral iluminativo, a medida que avanza en su trato con las cosas de Dios. Se huelga con la soledad. Entra en un estado de compostura e impasibilidad ante todo cuanto le rodea. Santa indiferencia.
El iniciado siente la voz del señor y se deja guiar por sus inspiraciones. Flota como en un estado de perpetua contemplación. Sin embargo, esta visión de su rostro no tiene nada que ver con los ojos de la carne, puesto que no es física, sino una proyección del intelecto sobre todo cuanto más anhela. Las epifanías o encuentros reales, en cuerpo y alma, de Dios con el hombre, son infrecuentes, por esa renuencia del Hacedor a ir contra sí mismo, y a quebrantar las reglas por él mismo establecidas. A Dios no lo vemos, porque, si lo viéramos, moriríamos; sólo lo sentimos. Únicamente, en situaciones excepcionales se aparece.
Finalmente, la cumbre del monte Carmelo es el estado unitivo. Alcanzado ese estado supremo de gracia, es como subir al cielo. Ya no cabe marcha atrás. Se logra el acceso al tálamo de la bienaventuranza. Vienen las bodas místicas. El diamante ha sido acrisolado lo suficiente. Ya jamás podrá romperse.
Como esto más fácil dicho que hecho, entre medias se alzan no pocos peligros, tentaciones, persecuciones, la sequedad del desierto, el silencio de Dios, dudas sobre la fe, la mancuerna, el ecúleo , los garfios, la parrilla, el potro del menosprecio. Pero si recaba esa unión, el alma habrá tocado techo.
Sor María se refiere con frecuencia al aroma que emanan los cuerpos santificados y las sagradas reliquias. Ella experimentó esas fragancias a los ocho años y volvió a ser agraciada con odoraciones cuando escribía el “Mapa de los Orbes”. El perfume empapaba todo su cuerpo y se adhería a sus vestiduras. En “Sabatinas”, que es una especie de biográfica de este último día de la semana consagrado a Nuestra Señora durante un lustro de su existencia, narra cómo estas exhalaciones balsámicas se pegaban a la pluma de ganso en la que pergeñara , impregnaban el papel y la ropa, acompañándola semanas enteras y hasta meses. Las novicias lo notaban y siempre hacían el mismo comentario:”Ya estuvieron los angeles por acá, Madre”.
A la mañana siguiente de la fiesta de la Asunción de 1655, había estado escribiendo una carta a Su Majestad, hablando de cosas tan triviales como la toma de Arrás y la capitulación de Rosas por los franceses, tuvo una visión de la Trinidad. Todo el monasterio quedó inundado de sahumerios melifluos.
Las horas de visitación y efluvios alternaban con el tiempo de probanza y desaliento. Esta etapa de madurez es la más fecunda de su carrera como escritora mística, ya que entre 1637 y 1660 compone sus dos obras cumbre: “Historia de la Vida de la Virgen María” en que recoge testimonios sobre el paso de María de Nazaret por este mundo, documentados por un ángel amanuense que le hablaba al oído en tanto que escribía, y la “Mística Ciudad de Dios”, pero tuvo que vencer escrúpulos. Casi dominada por el desaliento estuvo a punto de quemar varias veces los textos. Si no lo hizo fue porque se debía a la obediencia. Pero de remate optó por lanzarlo al fuego. La se salvó de las llamas a instancias de su confesor, a la sazón el Padre Francisco Andrés, quien se guardó una copia. Pero, no sin antes, mandarla de penitencia, que volviese a reescribirlo. Una labor de Argos.
Estaba claro al demonio le desagradaba la empresa y ponía todas las pegas para impedir que sendos libros viesen la luz. Detrás de esos resquemores latía el miedo a la Inquisición. No estaban bien vistas las letradas. Sin proponerselo y a pesar de que era una monja guapa, y querida por todos a causa de su buen corazón, se estaba metiendo en camisas de once varas. Envidias, recelos y sospechas estaban a la orden del día y mucho más en el estuoso ambiente de las sacristías. Los Iscariotes del Santo Oficio no se casaban con nadie, y podían empapelarte por menos de un ochavo.
La autora tenía vara alta, pero sus altas aldabas en la Corte, y la admiración que sentía el propio Felipe IV por sus escritos, en especial “Mística Ciudad”, de la cual dijo que era lo mejor que había leído en su vida, no paraban en barras a los censores del Santo Oficio. La rueda potente seguía girando, una vez puesta en marcha su inapelable maquinaria. No satisfecha con la primera versión, y temiendo que contuviese errores contra la doctrina de la fe, redactó una segunda, con más de doscientos mil capítulos y casi un millón de palabras. A este segundo expurgo puso punto final a mediados de mayo de 1660. Entregó el texto al guardián de la Orden otorgando absoluta libertad al prior para que tachase o enmendase lo que creyese menester. Una vez más hizo gala la Venerable Madre de su humildad profunda. “Yo no soy más que una humilde escriba al dictado de una voz que me inspiraba. Desde luego, no estaba descaminada en sus aprensiones, porque el libro se dispara en excesos audaces y otras bizarrías a la hora de contar cosas no consabidas sobre la vida de María, como por ejemplo que era inmortal “ porque había comido una manzana del árbol del Paraíso, antes del pecado original”.
Dice que en los dos últimos años de su existencia mortal, antes de ser transportada al cielo en alas de angeles se fue a vivir a Efeso con San Juan. Allí contribuyó al derrocamiento del culto a Afrodita, y destronó e hizo derribar el templo que allí tenía levantado. De este edificio habla San Pablo en sus cartas lamentando la superstición, pero en esto se basan los detractores de la adoración marial. A su juicio es una versión cristianizada del mito de la fecundidad, simbolizado por Diana, que para los paganos representaba a la mujer.
La Virgen fue a “morir” a Jerusalén, aunque su muerte no fuera muerte propiamente dicha sino tránsito. A la Ciudad Santa se trasladó, siempre acompañada por el discípulo amado, en barco. Tuvieron muy mala navegación. La nave bogaba en ceñida y estuvo a punto de zozobrar. Un arcángel sostenía en sus brazos a la embarcación para librarla de la furia de las olas. No fue suficiente.
Tuvo que bajar Jesucristo del cielo para salvar a su Madre y calmar las aguas. Ya en Jerusalén pasó sus últimos días tejiendo túnicas para los apóstoles. Pedro estaba en Roma, pero por medio del carisma de la bilocación fue a entrevistarse con él. A Santiago lo vino a ver en España en carne mortal. Otro caso de bilocación. Voló a la India donde misionaba Tomás y a Andrés le salvó de sus perseguidores trasladandole desde Armenia a la ciudad de Kiev. Sin embargo, advertidos `por un ángel, los doce fueron convocados a Jerusalén. Allí les esperaba la Virgen para despedirse de todos. La Asunción o dormición tuvo lugar en el cenáculo, escenario de la Ultima Cena, el 13 de agosto del año 55, cuando María de Nazaret acababa de cumplir setenta años. Y así otras muchas cosas, que hoy pueden resultarnos inverisímiles o anacrónicas, pero que durante siglos hicieron correr ríos de tinta y alzaron cordilleras de papel entre los autores devotos. Es literatura de evasión. Si los anglosajones han inventado el “thriller” o la novela de vaqueros con todos sus disparates y tramoyas, que embebecen y secan el cerebro del lector como le pasó a Don Quijote con las novelas de caballerías, toda la España barroca fantaseó por medio de las letras devotas, con toda su carga de violenta truculencia. Se trataba de un modo de huir de la realidad precaria y triste de aquella época de grandes injusticias y crueldades. El morbo y el pseudo masoquismo nacionales también contribuyó. No ha de olvidase que eran libros compuestos por conversos. Ellos incorporan a la fe recién abrazada, velis nolis, o de grado, prejuicios, hábitos y psicología del antiguo credo. Toda la violencia escatológica del Antiguo Testamento está en ellos, así como el deseo de unas relaciones con Dios en directo y sin intermediarios.
Se va a conseguir el efecto contrario, al cabo de las disputas, siempre tan recias y desagradables entre descalzos y calzados, que encubren los planteamientos psicológicos de las dos religiones y de los dos pueblos, de los “marranos” y de los cristianos viejos, de los absolutistas y de los constitucionales, ce carlistas y cristinos, de unitarios y cantonales. No se acerca a Dios a la gente. Se lo encierra en un convento. Aumenta el cupo de curas y frailes, en proporciones alarmantes. Los judíos recién bautizados se agarran a Roma como un clavo ardiendo, la controlan y tipifican a su antojo. El español le gusta cantar el himno de las cadenas. Temiendo la violencia de su naturaleza, prefiere vivir encerrado en una cárcel, en un cuartel o en un monasterio. Ama las rejas, pues éstas le hacen sentirse más seguro. Así hay tantos muertos ambulantes, reclusos, que sólo tienen de vivos el nombre. Este es un coletazo de nuestros antecedentes inquisitoriales. La hostilidad perenne y el clima de guerra civil que se desgarra y que, masoquistas añoramos, así que no pasa una generación sin que estalle una guerra, es la resultante del desacomodo entre los credos irreconciliables: el del Sinaí y el del Tabor.
Cristianos y judíos nunca pondrán ponerse de acuerdo, pero este es un drama universal. No, necesariamente, español. Me temo que las guerras del siglo XXI, que serán las del fin del mundo, tendrán un sesgo religioso, precisamente por el carácter vindicativo de los judíos.
Ellos reformaron la Iglesia por dentro. Ignacio de Loyola, un tornadizo orgulloso, como buen vasco, se vuelve contra el Rey de Castilla y el Emperador. Su causa quedó derrotada en la guerra de las Comunidades, y el fundador de los jesuitas y autor de los Ejercicios Espirituales va a utilizar a cristiano como medio para la procura y consecución de sus ansias de dominación. Por desgracia, no renunció al poder temporal jamás. Por el contrario, de aquella orden salieron los torturadores de conciencia, los proselitistas, los elitistas, los banqueros. El vacceo quiso de esa forma desquitarse de los oprobios y humillaciones que padeció en Arévalo. Es una de las personalidades más nefastas y traumáticas.
Otro rasgo característico que desencadena esta conversión en masa de las grandes familias es la inmensa capacidad para el disimulo. Si Ignacio afirma que en tiempo de tribulación no hacer mudanza, recogiendo el axioma de la Cabala de huida, esperar la hora de la venganza, y el silencio a rajatabla, María de Ágreda, que tuvo que soportar a un enjambre de moscardones, sus confesores, a los que cambia constantemente a la menor oportunidad, se zafaba de sus zafios y pecaminosos consejos con esta misma táctica, propia de los mercaderes de Medina y que ella vio explícita en la Vida de San José: calla y disimula.
Debajo de las visiones y de este misticismo esotérico latía un mundo en cambio, con todas las tensiones de la pasión y el ansia de dominio. El rey sólo parecía tener energía para una cosa. En el plano erótico era un superdotado. Incansable. Siempre a pie de obra. Por esto Marañón llega a sospechar que el penúltimo de la dinastía Austria, por hormonas, tenía una constitución erógena más similar a la femenina que a la de varón. Claro que en esta extraña predisposición al tálamo, a todas horas, y con quien fuese subyace un interés de Estado: la avidez por engendrar un primogénito. A lo largo de veintidós, el tiempo que corrieron las estafetas entre la corte y la villa al pie del Moncayo la obsesión por engendrar deviene una idea fija. “Apriete en sus oraciones, Sor María. Apriete, que a Vuesa Merced Dios le hace más caso”.
Por ese cabo, la verdad no tuvo el rey mucha suerte, ni la abadesa atendida, porque una maldición pesaba sobre la Casa dinástica. Los herederos se morían, las reinas malparían, o venían al mundo príncipe de Asturias desmedrados o enclenques. Unos decían que la incontinencia regia, bajo la cual algunos apuntaban al dedo de Dios que no cesaba de permitir abortos y entierro de párvulos en palacio (habrá que visitar el panteón real en el hipogeo del monumento escurialense para darse cuenta de que esto no es ninguna broma; el lugar es un autentico campo santo de sepulturas pequeñitas, pero, angelitos al cielo, diría el rey, y otra vez a empezar), pero también pudo ser obra de la endogamia, el acumulo de sangres de la misma rama, o la degeneración de una raza que ya había dado de sí todo lo que podía dar.
El rey se divertía y cazaba. Holgaba con novicias escogidas especialmente preparadas por su mamporrero favorito: Gaspar de Guzmán, un sujeto de mucho cuidado. Tan libidinoso como místico. No era un godo típico. Por sus venas corría sangre judía, a pesar de su apellido. Había establecido un férreo control sobre los monasterios de Madrid, donde tenía la base de operaciones de sus espionajes y conspiraciones. Este tirano, dictador típico, tenía tan pocos escrúpulos para las cosas sagradas que tuvo la osadía de tener acceso carnal con su mujer en una iglesia, mientras el coro cantaba vísperas, para empreñarla, porque ésta era estéril. También el Conde Duque de Olivares adolecía de la monomanía por el heredero. Felipe IV tenía con este tema una verdadera fijación.
Esto aconteció en el convento de las benedictinas de la calle de Pez, un lugar marcado por el escandalo, porque en la segunda década del siglo diecisiete habían quedado encinta todas y eran veintiocho. La Inquisición mandó encerrar en una cárcel de Toledo al capellán, el cual había sido denunciado por otro clérigo, seguramente envidioso de su dicha. Bizarros sucesos como el que nos ocupa eran frecuentes en aquel ambiente cerrado de alumbrados e iluminados. Dicen mucho en contra de los abusos de la confesión auricular y de los abusos de poder por parte de aquellos penitenciarios y directores espirituales, la mayor parte de las veces poco disertos, o, cuando menos, sátiros de sotana.
Rebosando sensatez y modestia, la voz de la abadesa soriana se alza contra tanto despropósito. Los avisos que lanza están llenos de cordura. No le tiembla el pulso a la hora de denunciar las infamias y pasteleos de los altos estrados. Incluso el Vaticano cae bajo el blanco de sus quejas. No entiende cómo el papa “en el estado terrible en el que se encuentra la cristiandad, con sus principados y reinos encendidos en guerra”, no excomulgara al cardenal Mazzarino, una especie de genio del mal de su época, y responsable de las campañas francesas contra las posesiones españolas en el Mediterráneo, y de la guerra de Cataluña. Detrás del grito de “Els Segadors” estaban los agentes del Rey Sol.
El once de abril de 1659 no oculta esta Madre Coraje sus resquemores contra la misma Santa Sede. Esto escribe en su carta al rey:
El estado eclesiástico, como está acomodado y goza de sus rentas pacíficamente, no conoce cuán necesaria es la paz para los pobres que perecen. El Pontífice, como no ve lo individual y particular, sino que le van los trabajos por relación, no penetra bastante las calamidades del común que ocasionan las guerras, ni la necesidad de la paz, conque no pone Su Santidad los medios que debiera y son necesarios para conseguirla. Conque veo al pueblo de Dios solo y afligido, a los profesores de la fe perseguidos; a esta Corona en los últimos alientos de su vida, sin quien la socorra, y a la Santa Iglesia que puede decir:”Los hijos de mi madre la fe pelearon contra mí”,pues es la guerra entre príncipes cristianos. Y lo que más grima y admiración me hace , que un Cardenal y Ministro de la Iglesia(Julio Mazzarino 1601 1661, ministro de Luis XIX, autor de la Paz de los Pirineos), impida la paz, como V:M me dice; esto me ha traspasado el alma, llenado de amargura, y mis ojos producen lágrimas de dolor, de que una dignidad de la Iglesia obre lo que en Inglaterra no se hiciera..Ninguna guerra es lícita entre los Príncipes cristianos, sino la defensiva, y ésta ha de ser a más no poder y sin haber principiado primero. El Altísimo no quiere guerras entre sus hijos católicos y profesores de la ley evangélica, la cual se fundó con caridad y paz, mandandonos que nos amemos los unos a los otros.[12]
Esta grima y amargura de la Venerable franciscana la sentí yo por las calles de Madrid, ayer, primero de abril del último año del segundo milenio, día de Viernes Santo. Me había vestido de nazareno y marchaba con un letrero sujeto a mi esclavina, en el que pedía el final del ataque de las fuerzas nazi-sionistas otanianas contra Yugoslavia. Sentí en mi cogote el cálido aliento de la Bestia; los fariseos de turnos, los que, al socaire de las libertades cohonestan este bárbaro ataque de la aviación del Tratado del Atlántico Norte a un minúsculo país cristiano, del tamaño de Extremadura, se rasgaban las vestiduras. La mariconería, el feminismo rampante de esa lesbiana, con rostro de mentira cruel, que se apellida Emma Bonino, la judía italiana al frente de los cenáculos de Ayuda Humanitaria, la Guerra Filantrópica, el Bombardeo Amigo, la Paz Armada, la Represión con Pomada, etc, les parece bien lo mismo que esta guerra. Yo me lanzaba a la calle para defender la paz de Cristo, pero no me daba cuenta de que ellos enarbolaban la bandera de Satanás. Nunca me he sentido tan solo, ni tan reconfortado por las alas del ángel.
Paseaba el recuerdo del Mesías “ que vino a los suyos, y ellos no le recibieron”. Eso agitaba su mala y entenebrecida conciencia. Aun sigo sin saber cómo conseguí salir entero de mi experiencia.
A la boca del metro de la estación de San Bernardo una joven inglesa, después de hablar conmigo y explicarle yo mis razones de penitencia y solidaridad con los afligidos, me pidió que no pasease de esa guisa por el centro capitalino.”They are going to think you are nuts”( Van a pensar que estas loco). “Pero eso mismo dijeron de mi Maestro Jesús”. Un feligrés que avanzaba seguro por los bulevares con su misal bajo el brazo camino de los oficios, me miró atravesado y, al verme, aceleró el paso. Parecía sentirse en posesión de la verdad que se acababa de topar con un paria de la mentira. Mi osadía de sacar el hábito morado a la rúa le parecía intolerable. En Gran Vía un marroquí borracho quiso quitarme el capuz. Pero milagrosamente la coroza permaneció sobre mis orejas.
A la puerta de la iglesia de San José, otro creyente que salía del templo me insultó: “Hay que ver ese mamarracho”. Se me pasó por la cabeza la idea de abofetearle, y dos monjas que iban a ver las procesiones con ese atuendo post conciliar que ni es hábito, ni es toca, ni es traje seglar, sino un entre Pinto y Valdemoro, que las vuelve feas y viejas, la falda de tablas hasta la rodillas y el pelo recogido en una discreta cofia que no oculta ni sus arrugas ni sus canas, volvieron a dirigir hacia mí una mirada de altanaría, como si no tuviese yo derecho a hacer pública demostración de mi fe. Esa altanería denota la falacia del fariseísmo, o los estragos de una fe mal asimilada. Era un hermoso día de primavera como sólo se puede sentir en Madrid.
En mis deambulatorios en capuchón noté una cierta crispación. La gente se arremolinaba en las aceras y se conmovía ante el paso de Jesús el Pobre escoltado por el rache de las alpargatas o el arrastre lastimero de las cadenas de los penitentes avanzando los pies descalzos por la calzada, desafiando al zarzamillo de cristales o de jeringuillas descartadas, algo tan peligroso y habitual en estos tiempos de droga y de Sida. Hay que tener cuajo
. Sin embargo, Dios ayuda a los que corean su nombre; por una gracia especial no he tenido noticia alguna de que ninguno se haya clavado un objeto quirúrgico peligroso, ni haya contaminado su sangre del temible virus. Lo digo porque, desde hace varios años, vengo acompañando los pasos la cruz al hombro, los pies encadenados a un brete y descalzo y nunca me ha pasado nada. Antes bien, mi salud suele mejorar en estos primaverales días. Cierto que detrás de mi embozo y las dos hendiduras oculares que me sirven para ver y también respirar, he contemplado la rabia de unos, la hilaridad de otros, y la piedad y fervor con que el heteróclito público de la capital española reacciona al paso de las procesiones.
Unos prorrumpen en injurias: no hay derecho a estas alturas del siglo XXI sacar a los Cristos a la calle. Otros sólo tienen una exclamación alborozada como dando crédito a las escenas que tienen delante:¡jopé!. Sin embargo, entre los más estos ramalazos de piedad pública suscitan ternura y conmoción. Pero se trata de una conmoción pasajera. Esta es una ciudad dura y reconcomida, de colmillo muy retorcido.
Regresé a mi hogar desilusionado, pero confortado por la fe de Cristo. Su gracia se derrama de la forma más increíble sobre aquellos que de buena fe lo manifiestan sin miedo a los improperios, ni a las cárceles ni aun al martirio. Me pareció que Cristo ya no está en nuestros templos desérticos de una Religión instalada (sólo para misas, bodas, bautizos y funerales) en un rito sin alma, que defiende el poder establecido y se ha unido a la causa de los norteamericanos empecinados en la construcción de un orden nuevo: la Demonocracia, con Clinton, ese macarra y su comparsa de tornadizos y mansos, como el infame e impresentable Solana, que sigue los pasos de su tío, el fracasado escritor, el tonto en siete idiomas al que sentaron como un pelele en una cátedra de Oxford.
El sanedrín pagó con honores sus buenos oficios. Sin embargo, Solana también puede que acabe como Judas en un campo de Haceldama cualquiera. O, sino, el tiempo. Llueve sobre nosotros la lluvia dorada de los malsines. Mendiduce lo ha dicho: “ esta es una guerra contra los cristianos ortodoxos”. La rana vascongada de este warmonger circunciso canta en la rama. Ya lo ha dicho bien este agente del Demonismo Universal, enviado volante de todas las organizaciones humanitarias, de las fuerzas de paz armada, y todos esos contrasentidos de la demagogia que nos baña.
Al menos, los serbios ortodoxos han ofrecido una tregua de Pascua, pero este es un lenguaje que no entiende los Anas y Caifás que aprietan el botón de los misiles en la Casa Blanca. Roma se ha rendido a las presiones del papa impositor, pero Bizancio enarbola el lábaro de la fe y de los mártires, mientras los católicos, practicantes de una doble moral acomodaticia padecemos el síndrome de la iglesia abandonada, y de la grey sin pastor. Nuestros curas son agentes de bolsa. Uno se pregunta si nuestros templos habrán dejado de ser tabernáculo y sepulcro viviente del Salvador.
En las iglesias del Oriente, sin tantas pretensiones, y como más íntimas, no se siente esa frialdad jansenista. Allí se participa verdaderamente en los oficios litúrgicos. ¿ Estaremos pagando los católicos en estos años de apostasía los pecados cometidos por aquellos papas sanguinarios o incrédulos, déspotas, que tenían por libro de cabecera al “Príncipe” de Maquiavelo y miraban con desprecio al Nuevo Testamento, y que tanto escandalizaron a Teresa de Jesús, a sor María de Ágreda? Uno de ellos, Julio II, se ufanaba ante sus camarlengos:”Esa fabula del Crucificado mucho nos ha enriquecido”.
¿Habrán empezado a cumplirse en el umbral de tercer milenio las profecías contra los Sabio de Sión proferidas por un monje ruso al que asesinaron impunemente agentes del Sionismo? ¿Será Moscú la tercera Roma? ¿Quién descabezará a la serpiente ? Todas esas preguntas me hago en esta noche de abril, lunes santo ortodoxo, cuando Occidente en bloque trata de inventar demonios. Una veces se llamará Milosevic, otras Husein, y otras Gadaffi. Para reafirmarse y purgar sus complejos de inferioridad tienen que tener siempre un enemigo delante. ¿Sacará contra ellos su falárica de combate el augusto e imbatible Miguel ? ¿ Hasta cuándo el justo tendrá que ser víctima de la impiedad?
El capuchón de un penitente y el anonimato que brinda te permite hacer las veces de diablo cojuelo en una ciudad como confundida y pasmada por su aburrimiento letárgico. Podías ver sin ser visto, y escuchar sin ser oído, porque todo nazareno ha de guardar continencia, no beber vino ni sidra, y permanecer en silencio siempre que puede.
Dos marujonas- sólo Madrid es capaz de criar esas mujeres terribles - a la salida de la Adoración de la Cruz (para ellas, mero trámite) hablaban con voz recia a mi lado. Mientras yo levantaba el signo de la redención y mi cartel de Viernes Santo, acerca de sus galanteos y de sus tíos. “ Tú pasatelo bien, pero cada uno a su casa” y venga risas y duro que te pego. Ja, ja. Que estamos en Viernes Santo. Se ha muerto Dios. ¿Quién te lo ha dicho? Si se ha muerto pues que lo entierren. Nosotros venimos a la iglesia sólo a pasar el rato. Hay un cura con barba y el pelo entrecano, que está muy bueno, y con él nos confesamos. Eran dos milanas no muy agraciadas, riéndose como paletas, de aspecto fregonil y pechugonas. A cada carcajada el corsé amenazaba con estallar en cualquier momento. Pasado mañana nos vamos a Mallorca con el Inserso. Cualquier alama solitaria en la ciudad puede dar con ellas en cualquier bailongo de viudas, o moviendo sus carnes celulíticas a la tarde sobre la pista del Pasabola y otros locales abominables, que recuerdan toda la tristeza y soledad de los años sesenta, aguardando a su príncipe azul. Tipas muy duras. Lo mismo iban al Jesús de Medinaceli a besar el manto que pegarles fuego a las iglesias. También a éstas les molestaba mi presencia. Con los ojos parecían decirme: “ Y yo más, a ver qué es lo te has creído tú. Si quieres rezar y hacer el primo bajo ese disfraz, espabila, tío, que no es carnaval, metete en la iglesia”.
Yo seguía mudo, como Cristo ante Herodes, enseñando mi cartel. Una fuerza superior me cohibió para no responder a las “ gatas” con algún exabrupto de los que me caracteriza. Era Viernes Santo. Un niño vino hacia mí: “¡ Que miedo!” y su madre, agarrandolo de la mano, se lo llevó. No pedía limosna, no importunaba, sólo enseñaba mi cartel que acaba de escribir en el ordenador expresando la convicción de mi fe, y de que Cristo había muerto por todos, pero aquí la gente siempre ha querido ser más papista que el papa. Cualquier cosa que se sale de lo habitual les encocora. Y es que los españoles, aunque se digan liberales y demócratas, no aman la libertad.
Sin respeto a una fecha tan sagrada y significada en el calendario, los caza bombarderos de la OTAN, infanticidas, descargaban sus panzas mortíferas sobre una maternidad belgradense. En el Vaticano un papa anciano y de sonrisa enigmática, entre convidado de piedra y Gioconda, bendecía a los kosovares, herederos del Turco y del Sarraceno, mientras se tachaba de genocidas a los dálmatas que defienden los Santos Lugares de Metopia, patria de San Jerónimo.
Lo han conseguido. Dieron vuelta a la tortilla. Se han salido con su empeño de poner la Cruz del revés. ¿ Serán los gnomos de Zurich? ¿ Quién son los galgos y quién son lo podencos? Siempre tenemos que tener un ogro al cual acocear. El judío norteamericano no puede vivir sin declararle la guerra a alguien. Conciben la existencia como una película del Oeste. Para ellos Slobodam Milosevic hace el papel de malo. Antes lo fue Sadam, y mucho antes fueron Hitler y Franco. Se olvidan que ambos dictadores los fabricaron ellos a su medida. Se encuentran a disgusto si no tienen delante un cimbel con el que descargar su adrenalina. Aman la violencia expeditiva y las resoluciones tajantes. Se ha comprobado que liarse a tiros es lo más fácil del mundo. Lo peor es desliarse o desentenderse de la pistola o del asesino que todos llevamos con nosotros a rastras.
Las radios y las televisiones vomitaban veneno y chatarra dialéctica. De hoz y coz ya habían apostado allí a las maripavas convertidas en mariguerras. Por La Primera Cadena de TVE apareció Angela Rodicio, la sibila rodante y voz de su amo, pájara carroñera. Empecé a oler a puchero enfermo. Nos han vuelto a amargar la Pascua de Resurrección, como nos amargaron las de Navidad, y es que el Gran Cofrade siempre elige citas con la muerte eligiendo para el comienzo de sus operaciones fiestas grandes del calendario eclesial. El Anticristo asoma la oreja. He aquí a las gumías de la tele que han dejado por algunos días las puercas histéricas y tétricas historias de catre. Las maripavas han cedido a la vez a las mariguerras. Sexo y violencia. Esa el clave. La Bestia abandona su escondrijo. El Dragón , saltando a su vez desde su cubil, despalma sus élitros que avientan tempestades de fuego y de hierro. Estas mujeres terribles son las embajadoras del Apocalipsis.
Sin embargo, ya está la primavera en el jardín, proclamando con la librea blanca de la flor del manzano el pregón de Resurrección. Las fuerzas de la muerte salieron derrotadas de su combate con las que inyectan la savia que rompe por los capullos de mis futales. Los aviones invisibles de Clinton el fornicario descargan sus andanadas de odio sobre la ciudad de Belgrado. El demonio vocifera y gesticula por boca de las arpías de la información. Todas hablan de Kosovo y de Metopia. El turco ha regresado a Europa, pero el aire de mi barriada trae fragancias de Resurrección. Un velo de tristeza nubla mi mirada de penitente este fin de semana, pensando que han cambiado poco las cosas en tres siglos. El Vaticano sigue siendo una palanca de poder, que siempre se inclina del lado del poder. Sin embargo, Cristo, al resucitar, venció al Sanedrín conculcó la cerviz de Satán. No hagamos caso de los que usurpan su nombre. Me asalta también la duda que tuvo que turbó la conciencia de sor María de Ágreda de si Roma cree en verdad en el Evangelio, o lo considera una mera fábula, como decía aquel energúmeno que ciñó sobre sus sienes la tiara de San Pedro; Julio II.
Asimismo, ella se lamentaba de los despropósitos de aquella España zaherida en lo más vivo de su orgullo, y sola contra todos, ensimismada en el interior, e incomprendida en el exterior. La nobleza busca soluciones en el escapismo. Los de abajo pagan pechas, padecen en silencio o vierten su sangre sobre los campos de Europa, o pasan a Indias. Pero su estilo no es elegíaco, en franco contraste con aquel atrabiliario monarca, un badanas, la vera efigie de la indolencia. No encontramos en los escritos de Sor María la trágica desesperación de un Quevedo, o el conceptismo retorcido de un Gracián, la inconsciencia de un Lope o el misticismo dionisiaco, poco menos que en clave de un Juan de la Cruz.
Es una mujer de la raza la que está ante el papel, de temple recio, optimista, que no se dará por vencida. Repite incesantemente este mensaje en sus remites: hay que poner los medios; a Dios rogando y con el mazo dando. Su terapéutica es el propósito de la enmienda, la regeneración moral. Dice que con paciencia y con tacto se podría evitar el colapso de la república. Jamás se desmelena o descompone el gesto. Está imbuida de sana cordura y de mansedumbre. Fustiga los vicios. Se queja ante el Vaticano, por su ingratitud para con España, cuyos soldados están defendiendo la cruz de Cristo y la tiara del papa, a través de sus llamamientos al nuncio, Julio Rospligiosi, con quien sostiene correspondencia epistolar. En una de esas letras al purpurado le llega a manifestar su amor y su preocupación porque no había tenido noticias de él.”Estoy muy afectada porque le amo y le estimo a Vd. Con todo mi corazón, y me pregunto si no le habrá pasado algo durante la travesía, pues la mar es tan peligrosa”.
Debajo de estas cartas se detecta el pulso de una mujer de carne y hueso, solícita con los demás, llena de amor a su rey y a su patria y a la que angustia su situación y la de los semejantes. No se trata de una beata, que se va por las ramas. Su candor y su llaneza enamoran.
Sin embargo, sus mensajes aparentemente son desoídos o no tienen ninguna trascendencia. El rey parece que juega con esta pobre monja. Es caprichoso, banal, la vera efigie de la indolencia. Había ya sofaldado a más de una novicia. Estaba un poco de moda en el Madrid de aquella época pegar el salto sacrílego a los muros de la clausura. El mito de Don Juan, el señorito al que no se le pone nada por delante y Felipe IV con sus labios sensuales y carnosos, tal como lo retrata Velázquez, la encarnación de la abulia y la lascivia, echa en saco roto los buenos avisos que traen las estafetas a palacio desde el remoto enclave soriano. Le interesaba más lo afectivo.
Su reinado se había iniciado con un escandalo: una noche unos espadachines habían dado muerte en Madrid al conde de Villamediana, del que se suponía tenía amores con la propia reina: Isabel de Borbón y se apaga con otro. Fue encontrado Su Majestad con la duquesa de Veragua por el marido. Hubo una pelea y el rey salió mal parado del envite. Su cojera -decía que andaba un poco patihendido y a rastras- `pudo deberse a este encontronazo, del que callaron todos los cronistas y al que Sor María se refiere indirectamente y con muchas reservas, en sus comunicaciones, pero que eran la comidilla de todos los mentideros de Madrid. Seguía rodando la bola de los desastres, pero el disoluto monarca reconocía que los males del reino eran los achaques de sus pecados, sin embargo, nada puede hacer para dominar su bragueta. Se le mueren los dos príncipes herederos: Baltasar Carlos, y Felipe Próspero. Un día de Jueves Santo ocurre un sacrilegio en Madrid: unos desalmados habían profanado una custodia, derramado el ciborio o viril por el suelo, llevándose las sagradas formas, el copón y el cáliz.
“En medio de los cuidados en que me hallo-escribe el rey a 26 de mayo de 1654- me ha añadido Nuestro Señor otro mayor, sin duda, con el triste suceso que ha acontecido aquí en la iglesia de San Marcos, a veintinueve de abril, pues aquel día se echó de menos en el sagrario el vaso con las formas y hostias consagradas; hame dejado este suceso sumamente afligido, así por el hecho como por juzgar que esto es castigo de mis pecados, y que ellos tienen irritado a Nuestro Señor. Hanse hecho las diligencias posibles para la averiguación de este delito, pero no hay luz alguna de ello, y así ignoramos si fue loco el ladrón o infiel. También se han hecho en todas las iglesias fiestas y rogativas públicas en cada una en particular, y la van continuando las religiones para que nuestro Señor permita se descubra este delito y se duela de nosotros; a vos os encargo lo mismo y en particular que se duela de mí, pues mis pecados son los que acarrean estos castigos.
De Cataluña me escriben cada día que por instantes aguardan al enemigo muy fuerte: lo mismo me dicen de Flandes y de entrambas partes, que ni para la guerra defensiva tienen medios; ni aquí tampoco tenemos un real para asistirlos ni para nada, conque estoy anteviendo trabajos en esta campaña. Sólo me alienta que estamos totalmente pendientes de la Providencia divina, y así fío en ella que se ha de doler de nosotros y de la última ruina que nos amenaza. Pedídselo así, Sor María, pues veis el estado a que nos vemos reducidos”(Del Rey, carta n. 346)
La gran infantería española, considerada poco menos que invencible, el año del 43 cae derrotada por las huestes de Condé. Pero ese mismo año cae el todopoderoso Señor de Loeches, el valido que tanto odiaba y temía el pueblo. Se llegó a decir que la monja franciscana estaba metida en el complot que derriba al Conde Duque. Su encumbramiento y su caída, porque era un hombre odiado como atestigua la frase en todos los labios”tiene de todo la culpa Gaspar” concurren a trazar uno de los aspectos enigmáticos del reinado filipense. Nada más falso. Desde su clausura, ella no hizo más que recoger el eco del resquemor popular ante los abusos, despropósitos, desfalcos e inmoralidades.
Ve en estas desdichas el dedo de Dios que castigaba los desmanes con hambres, pestes, guerras y discordias, y, sobre todo, por la lujuria de muchos. No cansa de solicitar al monarca que prohíba trajes, como el guardainfante, los miriñaques y verdugones, conque las mujeres escondían la evidencia de sus pecados. Si el siglo XVI fue la centuria del amor, la siguiente lo fue del amor libre. Es el tiempo de Don Juan. “Yo a los palacios subí, yo a las chozas bajé... etc.”. La calistenia y el culto al cuerpo de la corte era el exponente de este estado de cosas. Incluso el misticismo no se libra de ese ambiente erotómano. El adulterio estaba a la orden día, lo mismo que el estupro. Es el mito de Don Juan que no respetaba sagrado y escalaba los muros de los conventos.
Es posible que sus cartas y sus oraciones contribuyeran a la defenestración de uno de los personajes más funestos y epónimos (Gaspar de Guzmán tipifica un poco los vicios de muchos de nosotros). Porque sus cartas son una denuncia de los atropellos del todopoderoso privado. No hay mal que por bien no venga. Pero, directamente, no lo menciona ni una vea. Los críticos advierten que detrás de la animadversión hacia el todopoderoso valido se encuentran las quejas de los aragoneses, cuyos fueros atropelló el Conde Duque con tanta contumacia como inadvertencia. Sor María vivía en una villa linde con el viejo reino, era amiga del virrey de Aragón, don Fernando de Borja, y del Justicia Mayor. Los castellanos se comportaban altaneramente, cuando iban al Pilar, no pagaban posada y violaban a mujeres o robaban. Muchos de sus crímenes quedaban impunes.
Eso sí; la corresponsal regia no se muerde la lengua. Si tiene que reconvenir al cabecita loca del monarca por sus devaneos, porque ya va dicho que era buena persona, pero un desastre, habiendo faldas de por medio, lo hace sin repulgos. Esta comunera se rebela contra los desmanes e intemperancias del dictador, que avasallaba al pueblo a impuestos, desterraba, o mandaba a prisión o al patíbulo a todo el que pudiera hacerle sombra, y que, por su gazmoñería y falta de previsión hizo fracasar el matrimonio con James, el heredero de la corona inglesa. Este pacto de familia era lo que más temía Mazarino, quien había apostado a todo un ejercito de soplones en Madrid para deshacer los desposorios en trámite.
Las misivas transmiten sensatez y enérgica repulsa contra los abusos, pero están llenas de amor hacia la persona del monarca. No hay más que analizar los encabezamientos hipocorísticos como “ Majestad carísima, mi Rey y Señor al que amo con toda mi alma”. Son vocativos entusiastas que denotan íntima familiaridad y un respeto rayano en la veneración hacia su persona. No se ve por ningún lado la mojigatería ñoña tan usual en los falsos místicos. Si la Virgen le había aconsejado que, en situaciones comprometidas, diese la callada por respuesta o actuase con disimulo, esta norma no la pone en practica a lo largo de sus relaciones -¿platónicas?[13]-con Felipe IV, aunque sus cartas sean limpias y `puras como el cristal.
Por la extensión exceden algo así como dos pliegos en relación con las de su egregio remitido. Se hallan empedradas de citas bíblicas con exhortaciones a la virtud y pertinentes consejos, como sólo podían salir de la pluma de un alma enamorada. Sin grandilocuencias huye de la moralina. Queda claro en ellas que ama de veras a su rey y desea la salvación de la patria denostada, no vacilando en desenmascarar las maquiavélicas artimañas de nuncios y cardenales. Se queja de la aviesa política hacia la corona por parte de los pontífices reinantes: ese Inocencio X, al que en su retrato psicológico con la cara abotargada y la nariz roja y picada de los beodos, que posa con ojos de acero. Un aguila desplegando sus alas y a punto de alzar el vuelo desde su nido de orgullo. Más recia será la caída. Cuando se desplomó el plenipotenciario y huyó al destierro de Loeches, y después al de Toro, donde acabó sus días, nadie daba una higa por él. Los jesuitas, que fueron sus amigos, lo dejaron solo. Es notorio que en esta recia pendencia de las dos Españas que se abate sobre nosotros aun, entre teresianistas y santiagueños, el inventor del Papel de Estado y de las pólizas, representa el bando contrarreformista. Por si esto fuera poco, se aprecia una sórdida pugna entre franciscanos y las nuevas ordenes introducidas por Ignacio y Teresa. Si no fuera por el manto de purpura y el armiño que ribetea el umbrelino, y los capisayos y arreos de sus atributos, cualquiera pudiera pensar que el retratado era un frutero de cualquier mercado de Roma, o de un matarife. O ese Alejandro VII, afrancesado, amigo de Mazarino.
No pincha en hueso Sor María al denunciar la falta de tacto de la Curia con los intereses nacionales. Porque aquí está el gran problema y uno de los grandes enigmas de la historia de España: el papismo trabucaire y montaraz, la Iglesia como último fin y no como medio, la falta de caridad, el envaramiento, la suplantación del poder divino, los entes de razón, las entelequias y monsergas, alejando a Cristo del pueblo y de sus problemas, la represión, las penas del infierno - pero ¿quien sois vosotros?-, el culto a la personalidad, la simonía, las indulgencias, albogaleras, tiaras, ínfulas, cidarias persas, solios y portafolios, capelos, quirotecas de terliz, báculos y mitras, faldistorios, conclaves y consistorios, tronos bisulcos con baldaquino y todo.
La palabra pontífice significa el que tiende puentes, pero con harta frecuencia los que se dicen pontífices en lugar de haber unido las dos orillas del cielo y la tierra lo que hicieron fue cegar esas posibilidades de comunicación. En Novi Sad, ciudad jardín yugoslava, ayer aviones fantasmas de la OTAN hicieron volar con sus bombas un puente sobre el Danubio. Una cadena de blancos humanos, entre los que había varios sacerdotes ortodoxos, cayeron sobre las aguas en el momento de hacer impacto los broncos estallidos. Carne, piedra, agua y aire bajo la acción de los misiles se fundieron en un abrazo de consuelo y de regeneración, la muerte es un episodio al que no habrá que darle mayor importancia. Resucitarán en el último día con cuerpos resplandecientes. Estos mártires eran los verdaderos pontífices, porque su pontificado es el testimonio, la respuesta de la fe al neroniano papa sionista por cuya torpe actuación y sometimiento a las fuerzas antagónicas de la cruz se perfila este Viernes Santo de 1999 como responsable, entre otros, de la guerra de Yugoslavia. Está con los carniceros, Clinton y Blair, con sus broncos gestos, dando un puñetazo sobre el ambón de las ruedas periodísticas ante las cámaras, se perfilan como herederos de los altos sacerdotes del Sanedrín; De sus labios parte la frase sin misericordia preñada de amenazas, cargazón procaz de mentiras”: crucifige eum”. Wojtyla es lobo de la misma camada. Forma parte de ellos, pues se ha unido al coro de pontífices del gran diseño. Han crucificado a Yugoslavia. Han querido, una vez más, una pascua de sangre. Y desde Nueva York, Agustín Remesal, un ex fraile agustino, comenta ladino”: el calendario de Milosevic, líder ortodoxo y cristiano, no es nuestro calendario”.
Estoy casi a punto del vómito, pero, para triste satisfacción, compruebo que Roma siempre ha actuado de la misma forma. Detenta el poder de Dios en su propio beneficio, y en el transcurso de los siglos no ha hecho otra cosa que actuar con sigilo a favor del que manda y en contra de los humillados y los ofendidos. Fue así en tiempos de los místicos hispanos y así sigue siendo. Cristo sufre y es crucificado amarrado a la columna del pretorio. Los sayones del odio y la mentira judaica descargan vergajos sobre sus espaldas. Pilatos se lava las manos. En el Vaticano acercan para que realice tal menester su propia jofaina de los intereses mundanos. Inocentes son trucidados. En lo alto del cimacio de capiteles y columnas, por las lumbres mismas de la puerta del templo de la gracia, en el ápice de la bóveda de terceletes enseña sus dientes la arpía, y el aznarillo, el del bigotito berrea lo de siempre”: vamos a ganar. La OTAN va a ganar militar y políticamente”.
Me dan ganas de salir a las calles y a las plazas para denunciar a los sacerdotes de la impostura, pero ya están en ciernes los ailantos, y la vulva prometida de los verdugones de mis castaños de Indias andan estos días en trance del vernal alumbramiento. La Theotokos ortodoxa y los íkonos griegos de mi estudio sonríen estos días con más tristeza bendiciendo a unos y a otros, a todos: kosovares y serbios, aliados y víctimas, y hasta a los que no creen en Nuestra Señora, los norteamericanos, desde su almanafa de pliegues celestiales. Perdonanos, Madre Dulce del Aviso, como siempre te han llamado los monjes del monte Athos.
El almendro ya ha pelechado del todo y está cubierto de una librea de pureza virginal el manzano. Es mejor rezar en silencio por los que nos persiguen, sufrir que matar.
La “Mística Ciudad de Dios “ fue un bestseller en su tiempo. Se conocen de este tratado sobre la Virgen más de cien ediciones y fue traducido a casi todas las lenguas cultas, entre ellas, el árabe. Provocó un revuelo en la Catolicidad. Cada época tiene el libro que se merece. Ésta es una visión del mundo a través del prisma barroco, con óptica retorcida de columnas salomónicas, angelotes mofletudos tocando el adufe, el alambicado mocárabe en lo alto del artesonado, un salirse por la tangente, y la búsqueda de los tres pies al gato.
Tuvo infinitos seguidores. A Giacomo Casanova, que devoró ávidamente sus ocho tomos, en una semana, y así lo pone de manifiesto en “Mis prisiones” le entusiasmó, aunque le pareció en conjunto melancólico y expresaba su deseo de haber conocido a su autora, a la que imaginaba una mujer llena de fuego y con gran capacidad para el amor, aunque la considera sometida a la voluntad de sus esbirros y torturadores psicológicos, los confesores. Este veredicto lo imparte aquel gran donjuán que tanto sabía de mujeres y de espíritus femeninos en 1755, noventa años más tarde del fallecimiento de la abadesa.
El gran pecador se siente atraído por alguien que buscaba la perfección.
Fue manual de piedad y texto de meditación en casas de oración y era leído en los refectorios de los conventos hasta que la Inquisición, alarmada por ciertos anacronismos y audacias en el relato de la vida de María de Nazaret, de la que cuenta que hasta su muerte en Efeso a los setenta años, se multiplicó, gracias a los poderes de bilocación, estando en muchos lugares al mismo tiempo, ayudando a los apóstoles en sus trabajos, consolandonos y fortaleciendolos con su presencia milagrosas.
Impulsó en Occidente la hiperdulía. Los teólogos de la Sorbona pusieron el grito en el firmamento: Con su vehemente exaltación de las virtudes virginales hasta convertirse en una verdadera diosa (ahora se viene diciendo que Dios es también mujer, bajo la presión contraproducente de las feministas)recordaba algunos planteamientos de los gnósticos. Recordaremos que en Efeso estaba embalsada la advocación sincretista a Diana o a Afrodita, cuyo templo destruyó Pablo en sus predicaciones.
Para otros, más escrupulosos, el largo texto contiene pasajes escabrosos, verbigracia: cuando describe el coito de Joaquín y santa Ana de resultas del cual se encarnaría la Madre del Salvador, y la escritora dedica toda una homilía a la descripción del embrión de la que sería ápice de todas las perfecciones. Y nos lo muestra diáfano en el vientre de Santa Ana.
No es un libro aburrido, ni un centón o recopilaciones de lo que se había escrito sobre el tema mariano, sobre todo, en Isidoro, Epifáneo, Orígenes, Crisóstomo, Bernardo, Bernardino de Siena y otros, sino que aporta conceptos de su propia cosecha.
La Madre María de Ágreda porfiaba en que fue escrito de rodillas, durante largas vigilias, con la asistencia de seis ángeles, que movían el cálamo o le inspiraban lo que había que calcar en el texto. Siempre se consideró una amanuense o pendolista. Durante la composición sus ángeles consuetas hubo de verselas con una legión de diablos, “ porque no habría palabra que pasara al papel que el demonio no contradijese o se mofase de ella con grandes alharacas y bullas”.
A un libro tan personal resulta difícil encontrarle ascendiente. Los nutridos estudiosos con que ha contado la vidente soriana, tanto en España como en el extranjero, buscan una genealogía en la galvanización del culto mariano que supuso el pontificado de Sixto IV. El confesor de este papa fue el promotor del rezo del Rosario, con sus quince misterios y los hermosos e inspirados misterios de las letanías.
La Virgen representa la pureza incontaminada por el pecado. Es el ápice de perfección que buscaban los cátaros. Sixto IV, el que mandó construir la capilla Sixtina, era un apasionado defensor de estas virtudes. Era un pontífice que se inclinaba a la espiritualidad franciscana. María, flor de sencillez, de humildad y de delicadeza, encajaba perfectamente para los seguidores del Poverello de Asís.
Sin embargo, ese candor de los mendicantes, tan arraigado en los orígenes de la mayor y verdadera reforma que ha experimentado la Iglesia, chocaba con otros órdenes salidas directamente de la Contrarreforma, jesuitas y carmelitas descalzos. Los dominicos, verdaderos aristócratas del monacato, se abstienen de entrar en liza tomando facción por un bando a lo largo de este gran forcejeo.
Ganaron los jesuitas. Los hijos de San Ignacio fueron preeminentes en la corte de Felipe IV, gracias al Conde Duque. Eran más sagaces. Estaban mucho mejor preparados.
La religiosa concepcionista descalza es la cifra y compendio de esta tersura e ingenuidad franciscana que no encontraremos en esa intelectualidad adusta y fría, de una violencia casi cerebral que encontramos, por ejemplo, en los “Ejercicios Espirituales”. Dicen que este librito ha sido escuela de santos, pero también un manual para hacer adalides políticos.
A principios de siglo había causado furor en España un libro del franciscano Diego Murillo acerca del famoso milagro que hizo la Virgen del Pilar. A uno de sus devotos que le había segado la pierna la rueda de un carro. El miembro inferior le volvió a nacer, incluso con las cicatrices y lunares que en ella tenía. Fue un caso, al parecer verídico, de los pocos que se conocen de ortomorfosis que se conocen en la historia. Milagro real, milagro atípico ec indiscutible, por tanto. Lo que cuenta el P. Murillo contribuyó a difundir en toda la península la devoción a la Pilarica.
En aquellos años de guerras y de calamidades el mensaje cala con rapidez en el alma de los españoles, ya de suyo muy proclives a no regatear ningún piropo a la Madre del Cielo, su Abogada y Coadjutora. La sangría de Flandes, los naufragios de Italia y el hostigamiento de Francia, unidos a un tiempo de grandes sequías y perturbaciones climáticas, puesto que parece ser que en este tiempo se enfrió todo el continente europeo, animaban a las gentes a buscar remedio y auxilio en la Señora.
No faltará quien ponga muy en tela de juicio la ciencia infusa que esgrime Sor María. Las ideas que aporta, en su mayor parte originales e interesantes sobre puntos oscuros o poco sabidos de la Escritura, no le eran insuflados por querubes solícitos, que en su estrado funcionaban como las Nueve Musas, en rocambolesco numen, sino que se las traían de matute sus confesores franciscanos, todos ellos exaltados y algo pedantes. Son los signos de los tiempos.
Cuando algo va mal en un país, se distorsiona el espejo. Se buscan subterfugios; el más potente es el del estupefaciente religioso. Por doquier proliferan agoreros, videntes, arúspices, ensalmadores. El eco del canto de la sibila no tiene fin.
Si Castilla, durante la guerra de las Comunidades, hierve en profetismo, en el tiempo de los Austrias la Corte vuelve a vibrar bajo supuestos mesiánicos. Hay que tener en consideración que durante la Monarquía Absoluta la persona del rey era mirada como una heraldo de la Divinidad. Según una tradición bastante antigua, a los titulares de la corona española se les consideraba con facultad de hacer milagros. Dios les había dado este privilegio a nuestros monarcas por haberse alzados como defensores de la Fe. El rey de Castilla ahuyentaba demonios, según Juan de Pellicer. De la misma manera que los que se sentaban en el Trono de San Luis estaban facultados para librar del lamparón a los enfermos de escrófula , y el de Inglaterra podía eximir de la gota. Estas creencias se asientan sobre el principio del origen divino de la monarquía y se corresponde con la entelequia la del que empuñaba un cetro, por el mero hecho de llevar sangre azul, era considerado como un semidiós, con facultades absolutas en lo temporal y lo espiritual. Por eso mismo, la soberana de Inglaterra, incluso en nuestros días, es Cabeza Visible de los prselitos y profesos el Credo Anglicano.
Una serie de predicadores, casi todos ellos iluminados, y émulos de los “fraticelli” italianos, cuentan desde el púlpito que Carlos V es el anticristo, y que a España le aguarda un tiempo de desolación y de guerras, hambrunas, pestes y carestías. El reinado de Felipe IV se vio conmovido por un movimiento, parece ser que auspiciado por los aragoneses de la casa de Borja, y propaladas por el P. Monterini. Los augurios se refieren taxativamente a la pérdida de España bajo la férula del Conde Duque.
Es el rebrote de la leyenda de la Cava, un auténtico Guadiana que discurre por el subconsciente patrio, caudal de creencias o de supersticiones o acaso la realidad del destino trágico de esta nación, que aflora de tarde en tarde. Sor María se hace eco en sus envíos postales e tales prenuncios, pero el rey, renuente a deshacerse de su indispensable valido, quien parecía ejercer sobre su persona una especie de hechizo, da largas, y le pide a su consiliaria espiritual y asesora política no confundir los términos, ni mezclar a Dios con las cosas de los hombres.
Estudiando los tan traídos y tan llevados mensajes de Fátima se observa también una cierta parcialidad interesada en perjuicio de Rusia y a favor de los americanos, a los que no se menciona para nada, y han sido, sin embargo, los instigadores de las dos ultimas guerras, y que también pueden serlo de la tercera, si se conflagra el conflicto de Yugoslavia. La Virgen no ha dicho ni una palabra sobre el Sionismo, y la impía incredulidad anticristiana que ha animado a Washington a bombardear monasterios e iglesias de la antigua Dalmacia, tierra de mártires, y cuna de la Ortodoxia, sin respetar treguas de Dios. Bombas caían sobre Belgrado en la sagrada noche de Pascua de 1999, un 666 al revés, para que nos entendamos, el último año de un milenio fatídico, que empezó con las guerras de la cristiandad contra el Islam, y en ese ambiente se despide. Los azuzadores de tales conflictos inter étnicos eran los judíos. O si no, no hay más que mirar la cara de Judas de Solana, la crispación de Emma Bonino, o la protervia de Clinton, que bendice a sus tropas y pronuncia el “ God bless América “.
Ellos, herederos de la mentalidad de los sayones del sanedrín que condenó a Cristo, han inventado la guerra humanitaria y el bombardeo filantrópico. A la Bestia lo que más le gusta son los juegos de palabras, las paranomasias, los zeugmas y los polisíndeton. Es una consumada adalid del retruécano. Debajo de estos tropos oculta su disfraz engañoso.
Esta reserva marial no puede por menos de parecernos sospechosa, como también le parecía al pobre Felipe, tan irresoluto y quebrantado de voluntad, al dar largas a las presiones de su confidente. Corrían rumores al respecto; Felipe IV había sido hechizado por su valido.
El supuesto profeta fue encerrado en la cárcel de la Inquisición en Toro. Madre María de Ágreda intercede en su favor y dedica algunos párrafos a la cuestión, alegando que Monterini no había cometido más delito que la imprudencia. Felipe, tan oscilante y dubitativo, como siempre, hace honor a su galbana volitiva, y deja aparcada la solicitud, pero sus buenos oficios ante Diego de Arce, prepósito del Santo Oficio, surten poco efecto, y el tema queda inconcluso.
La, tan esperada y diferida caída en desgracia del Conde Duque[14], se produce el día de San Antón de 1643, siete meses antes del encuentro de Su Majestad con la vidente soriana. De las primeras cartas se desprende que tuvo algunos remordimientos y vacilaciones al respecto y encarece a su asesora que no mezcle las cuestiones de la política con las de Dios, “porque ella era lega y poco avezada en esa materia “. Incluso, la instruye en algunos aspectos de cómo trabajaba él y como llevaba a cabo la gestión gubernamental.
Kendrick es del parecer de que el monarca, pese a sus alabanzas a los escritos e intercesiones con su carteada, no la tenía en mucha consideración a su comunicante. Entonces se hacía de menos a toda mujer que escribiese y sobre todo cosas tan audaces y preposteras como las que plasmaba María de Ágreda ante el papel: que Moisés y Elías asistieron a la Ultima Cena; que el vientre de Santa Ana se volvió transparente nueve meses durante toda la gestación, y, que maravillados amigos y vecinos de la familia, contemplaban con asombro cómo el nuevo ser, movido por el Espíritu, hablaba, y hacía milagros; que, al llegar la Sagrada Familia a Egipto, huyendo de Herodes, un árbol del camino prosternó en tierra todas sus ramas, y saludó a María con las palabras del Arcángel Gabriel, y que desde entonces las axilas del árbol en cuestión quedaron péndulos y abatidos, y desde entonces se llama al arbusto “ el sauce que lloró en el Exilio de la Sagrada Familia o Llorón”; que el dote de la bilocación que tuvo la Virgen lo recibi directamente de su Hijo, el cual ,durante su vida mortal, estuvo al mismo tiempo en diversos lugares del planeta, un carisma del que gozaron los Apóstoles, razón por la cual la Buena Nueva se esparció por el universo mundo de una forma tan rápida como sorprendete; y que el día de la Pasión y Muerte, en el mes de Nissan del año 33, no hubo nadie que muriese en el mundo, desde la mañana hasta el ocaso, y por el contrario, fueron innumerables los que resucitaron, y muchos sepulcros se abrieron y los muertos saliendo de sus tumbas echaron a andar, mientras el Diablo permanecía en el Infierno. Aquel día los ángeles no lo permitieron salir a vagar por el mundo y a engañar. El velo del templo se rasgó, la tierra tembló y se partieron las piedras.
Dicho contexto lo recoge del Evangelio[15], pero ¿ de donde toma la autora tanta y tan sorprendente información? ¿ De los Apócrifos? ¿ De la Tradición? ¿De los briefings y encuentros directos que tuvo con la Santísima para asesorar a la enclaustrada en todos estos lugares oscuros de la historia o intrincados misterios teológicos?
Su pluma se mueve con seguridad y aplomo por los vericuetos de anacronismos y paracronismo, siguiendo un andel de inspiración absolutamente personal. El lector moderno sigue el desarrollo de estos tratados como si fuese una novela de intriga. No extraña que fueran un bombazo en su época, porque son libro de una gran fuerza.
Es un aplomo que desconcierta, como desconcertó a aquel perdis llamado Giacomo Casanova.
Fue tachada de escotista, embustera, farsante y mendaz. Voces se alzaron pidiendo que la quemasen en la hoguera. Sus enemigos eran teólogos franceses, habida cuenta del anti galicismo del que estaba imbuido el espíritu de esta precursora de Agustina de Aragón. La curia, a instancia de las prevenciones de la escuela sorbónica, pone en entredicho el pensamiento sobre la Inmaculada Concepción, un dogma por el que lucha con ahínco. Presiona al rey para que a su vez ejerza influencias ante el pontífice, Alejandro VII, quien archiva la petición hasta que el año 1854 dé por sentado que María fue concebida sin mancha originaria.
Los ahíncos españoles, entretanto, no encuentran eco favorable porque en el Vaticano tenían vara los secuaces de Mazarino. La historia se repite porque en el pontificado de Juan Pablo II el “lobby” más influente es el norteamericano. La CIA pro sionista ha configurado el pontificado del polaco a imagen y semejanza de sus intereses estratégicos y geopolíticos. Está al servicio de la Bestia. No solamente es sospechoso de herejía, sino de impiedad. Y de esta apostasía puede venir la destrucción de la cristiandad. Su vicario se ha ido con los Aliados. Se ha hecho compinche de la facción del Anticristo.
Yo había visto ya de una forma esquemática y semi profética su rostro estampado en una misericordia del coro de la catedral de Zamora. En uno de los relieves un fraile muy orondo con cabeza de lobo rapaz predica ante unos pollos, muy atentos. Un mono vestido de obispo monta a una ramera. Todos ellos(el fraile lobo, el mono con cara de obispo, los pollos atentos y hasta la divertida esquinera) se parecen a más de algunos de los libeláticos purpurados, por cuya culpa se están volando los puentes sobre el Danubio, y que no se han digndado de mover un dedo para evitar el catastrófico ataque a una nación soberana, y de raíces cristianas como es Yugoslavia. Se han pasado al bando contrario. Al de Solimán. Han bendecido al Nuevo Orden pero, de paso, han manchado su blanca sotana de pontífices. Pontífice que destruye y no edifica, malo.¿Nos está dejando a todos a los pies de los caballos? ¿ Se puede hablar de una iglesia Católica Universal? ¿O lo que tenemos delante es una Iglesia exclusivista y parcial? ¿Está la suerte de Roma sellada por la Sinagoga? ¿ Será verdad que estamos en el comienzo de los Último Tiempos, que traían consigo la desaparición de la Jerarquía, con las predicaciones de Elías, Enoch y San Juan Evangelista, reencarnados, de los que dice la Tradición que no murieron ni conocieron la corrupción del sepulcro y que se disponen a servir de grandes heraldos del Gran Advenimiento?
El descenso a la Tierra de esta gran Terna Escatológica haría temblar a muchas sotanas y capelos, porque los tres santos varones, látigo en ristre, expulsarán a los mercaderes del atrio del templo, imitando el ejemplo del Maestro, que nunca pudo estar de acuerdo con la hipocresía y fariseísmo. Juan, autor del Último evangelio, volverá a dar testimonio de la Luz. La voz del discípulo amado, el que recostó su cabeza sobre el pecho del Señor, será un clarinazo de verdad en estos tiempos de mentira. ¡Ay de los acomodaticios y apostatas!
Un pontífice, por el momento, es un arquitecto, no un dinamitero. Cabría preguntarse si Carlos Wojtyla responde a esta imagen o es, más bien, la del buen pastor, que da su vida por las ovejas, y todas le conoce, como él las conoce es la encarnación del falso Mesías, que está llevando a la Iglesia a la hecatombe.
Las molduras del coro catedralicio zamorano no son un caso aislado en la denuncia por parte de la literatura y el arte español de los abusos del poderoso. Cabe entrelazarlas con la renuencia del Cid Campeador a besarle al papa la mano, al miedo atávico que ha tenido el pueblo a la Inquisición, creada por los judíos, o a esa frase de Cervantes típica de “ con la Iglesia hemos topado”, y la denuncia por parte de Quevedo y de la mayor parte de las novelas del género picaresco de los excesos, astucias y crueldades de personas que se dicen consagradas a Dios. Este temor justifica la fe del carbonero, la renuncia a explicar la fe y a vivir conforme a las reglas del Evangelio.
No nos queda otro remedio que compartir la amargura y perplejidad de la venerable abadesa. Porque las inquietudes que ella sentía en el siglo XVII [injusticia, guerras de fe y guerras secesionistas, intemperancia y traiciones papales] son nuestras inquietudes. Cataluña, como en aquel 1641 en que quiso anexionarse a Francia y mandó venir a los ejércitos del mariscal Lemothe, que en sus razias llegó hasta Barcelona y plantó el cerco en Tortosa, arrasando campos y ciudades, violando mujeres, sin respetar a las monjas, según denunció la venerable abadesa, ahora quiere ser independiente bajo la égida de Pujol y convertirse en un estado más norteamericano. Los vascos están en pie de guerra, el papa Wojtyla se ha pasado al Turco, y España se desmiembra.
El Nuevo Orden sólo ha traído lágrimas, recelo, patrañas, y ya tenemos otra vez a Solimán a las puertas de Europa. Se ha borrado la memoria. Hollywood ha corrompido a nuestra juventud, del Vaticano II ha salido una nueva Iglesia sumisa a la sinagoga. El impostor ha utilizado los términos de la libertad para aherrojas de nuevo a la libertad de Cristo. Los sayones y esbirros de Herodes campan por su respetos. El taimado Clinton, el tornadizo Solana y esas dos horribles mujeres judías a cara de perro, Magdalena Albright y Emma Bonino, campan por sus respetos. Sus ojos, sus palabras destilan odio a Europa. Es el odio y la infamia del Anticristo, el deseo de venganza. Todos ellos son monagos de la Bestia, turiferarios de la infamia. Pero no pasarán. Se hundirán con todo el equipo. El acoso a Cristo desencadenará el naufragio de la autocracia con visos de democracia, o el fin del mundo.
El panorama ofrece pocas variantes. Nuestra pobre nación sigue bajo el mismo sino que en el tiempo que le tocó vivir a Sor María. La Iglesia siempre está con el poder. Todos sufriremos estas mañas de poner la cruz del revés.
Una verdadera crónica de sociedad, y un buen método de introducción a la compleja psique de Felipe IV forma el corpus de esta nutrida correspondencia a lo largo de cinco lustros y medio.
Por doquier se desperdigan noticias de nacimientos, óbitos, bodas, esponsales, cacerías, galas palaciegas, concesión de títulos nobiliarios, sucesos extraordinarios que conmovieron al monarca, como ya el arriba mentado sacrilegio ocurrido en la parroquia de San Martín. Algunas de las cartas al Rey de María de Ágreda harían las delicias de cualquier cronista de las revistas y de los programas de TV que siguen con tanto interés las porteras en la sociedad española de fin de milenio. Aun huyendo del cotilleo y de la cháchara que hace gala, verbigracia, Jerónimo Barrionuevo, ella nos da cuenta de su afecto y de sus constantes oraciones por todos los miembros de la Real Casa. Descubre su pena cuando en 1644 fallece doña Isabel de Borbón, al dar a luz a un hijo varón.
Era aquella francesita en cuya boda en Burgos se celebró un banquete nupcial en el cual el menú estaba compuesto por nada menos que doscientos platos.
Baltasar Carlos fruto de este alumbramiento moriría prematuramente a la edad de diecisiete años, en Zaragoza. Las malas lenguas dicen que, cuando estaba a punto de ser seducido por una doméstica. La naturaleza enclenque del heredero no pudo soportar el congosto de su excitación sexual y sufrió un colapso. La criada, que pretendía incitar al pecado al infortunado mancebo, fue ajusticiada.
En una de sus visiones, confiesa la Venerable que había visto a Don Baltasar Carlos en el Purgatorio, que estaba en compañía de su madre, Isabel de Borbón. Ambos le hicieron un encargo para el rey: que reformase algunas costumbres disolutas de la corte, y que fuese implacable en la prohibición de los escotes y faldamentos impúdicos, como el verdugón y el miriñaque, bajo los cuales, las damas descocadas disimulaban sus preñeces.
Por aquellas calendas, no habiendo sido descubierta la píldora anticonceptiva, era una preocupación constante el tomar los aceros (aguas ferruginosas que supuestamente provocaban el aborto inmediato) porque la que no era encinta , iba a parir de un momento a otro, pues ya dice el refrán que pecado de mucho bulto no puede estar siempre oculto.
Sin embargo, había que asistir a los bailes, estar presente en las fiestas de toros y cañas, pasear por el Prado o asistir a las comedias.
Al Rey le debieron mucho de impresionar estas comunicaciones con su esposa fallecida y con su hijo en el Más Allá. Hace propósito de la enmienda, pero, irresoluto y pasmado como siempre, pronto se olvida del tema, y se deja conducir por su atonía proteica. Las modas inmorales siguieron vigentes. Como prueba, están los guardainfantes que pinta Velázquez en las Meninas, los bufones de corte, que eran en parte entretenimiento erótico de algunas perversas.
Prosigue sus flirteos los cinco años que quedó viudo y en 1649 contrae matrimonio con la que fue novia del malogrado Baltasar Carlos, Mariana de Austria, sobrina suya y que le dio cinco hijos. Tres fallecieron en edad temprana. Uno de ellos fue Carlos II, que fue durante toda su vida devoto incondicional de la venerable. Un día visitando su tumba en el convento de las concepcionistas se le oye decir entre lágrimas:
- Gracias a esta mujer yo he nacido.
Una de las misiones asignadas a Madre María por Felipe IV era que rezase por la llegada del heredero.”Apriete fuerte, sor, apriete fuerte, que a vuestra Merced Dios le hace caso. Más que a mí”. Esta es la idea motriz que planea sobre las cartas regias. El augusto personaje estaba obsesionado más por la cuestión dinástica que por los desastres en Flandes, las guerras en Cataluña y en Portugal. Le pide que una a sus intenciones el buen éxito del matrimonio de las infantas con un buen partido. Margarita y Mariana se casaron con el rey de Francia y el emperador de Austria, respectivamente. La primera, esposa de Luis XIV, tuvo un casorio infeliz, ya que el Rey sol prefería a sus amantes. Sin embargo, la princesa de España y reina de Francia sostiene también una correspondencia muy interesante con Ágreda. Y muestra esa obsesión que es prelativa a los Austrias por el heredero. Tampoco tuvo la extrañada y casi repudiada reina de Francia suerte en este asunto. Parece que un mal fario persigue a todos los miembros de aquella real casa.
Sor María apretó fuerte en sus plegarias, pero, a la vista de los resultados obtenidos, no tuvieron demasiado eco en el Cielo, aunque Dios actúa con otras miras, utiliza diferente rasero, y que es inescrutable en sus designios. No se cansa de predicar la resignación y la longanimidad en las adversidades, porque Él hace sufrir a los que ama. Este fatalismo marca la pauta de las ultimas misivas.
A partir de 1660, la correspondencia entre los dos se hace más errática hasta el fallecimiento de ambos con tan sólo unos meses de diferencia, en el 65. Sor María vivió sesenta y tres años; Felipe IV sesenta y uno. Dicen que murió extenuado. Buscó hasta los postreros días la descarga de sus emociones y angustiosas en el sexo. Cierto que la prelada le había aconsejado que, para no pecar, pensara en las postrimerías, porque la idea de la muerte nos retrae de ofender a Dios. Mas, por lo visto su fuerte libido insaciable, y que Marañón evalúa como casi femenina, era más fuerte que él. Su obsesión por la sucesión -tenía que engendrar un heredero- y procrear se convertía desde su punto de vista en una obligación regia. Había heredado de su abuelo el burocratismo y de su padre una bondad natural y una llaneza que le hacían caer muy simpático entre sus súbditos.
Esta campechanía también debía de ser muy del agrado de las mujeres. Nos le imaginamos alto con una voz de tenor, casi atiplada, de piel trigueña, ojos inexpresivos pero muy al tanto de lo que acontecía a su alrededor. Odiaba las discordias. No estaba hecho para los laberintos de las intrigas de Corte. Por eso confía tanto en el Conde duque. Debió de ser de talante sensible, amante de los placeres de la mesa, a juzgar por su protuberante abdomen. Habiendo sido delgado y cenceño en los últimos días engordó, pero , muy metódico, nunca dejaba olvidadas ni sus obligaciones conyugales ni el ejercicio físico. Su cartas son una crónica de las estadías de la corte a las diferentes casas de recreo fuera del alcázar. Iba toda la familia en Semana Santa al Pardo, las Carnestolendas las pasaban en el Retiro. Aranjuez lo reservaban para los meses de verano, y por los Difuntos el séquito se desplazaba a San Lorenzo donde asistían a las misas de ánimas por los fallecidos de la Monarquía. Le gustaba el ejercicio físico y procuraba que el personal de su entorno también participase de esa preocupación higiénica: paseos al aire libre, equitación, caza. Escribe de una manera ordenada, pues era mentalmente una persona sana, y haciendo alarde de la sindéresis y ese sentido común de los Habsburgo. Es elegante en el decir. Podemos imaginarnos que al otro lado del papel está todo un caballero de cuerpo entero, que amaba su oficio de rey y la vida, pero que, como católico, se ve empujado por el destino a meditar en la muerte, por asociación de ideas con lo que acontece en sus reinos, más de lo que quisiera. Le gusta ir al grano y no es nada retórico.
Además, la ponderada amistad de dos personajes tan dispares pero coetáneos en un mundo en ebullición, cambiante, y que participan de la misma llaneza de miras, pese a que uno ocupa el trono de España y la otra no es más que una prelada de un oscuro monasterio en la Soria profunda, pero que no se cohíbe y le habla de tú a tú, sin alharacas ni ringorrangos, es una crónica desapasionada de unos estados de ánimo, que pasan por vicisitudes comunes, y se ven metidos en situaciones muy parecidas.
Comparten candor, sencillez y amor a Cristo. Bajo la firma de “Yo, el rey” se encuentra la estampa de un español campechano, sin afectación, perplejo y desconcertado por la sofisticación del ambiente en que su vida se desenvuelve, aquejado por la penuria de los caudales públicos, proclive a los accidentes hemipléjicos y a las calenturas. Sus comunicados se refieren a los confinamientos de sus dos esposas, las calenturas de las princesas, el miedo a la peste que estalla en Andalucía, los galeones de Indias, siempre tan esperados, las traiciones y complots contra su persona, los idílicos días pasados en Aranjuez, el Retiro o el Pardo, o la impresión que causa en su ánimo la traslación de los restos de sus antepasados. “Estaba todavía entero - dice escribiendo acerca de su bisabuelo Carlos en fecha del 25 de marzo de 1654 - y habían pasado noventa y seis años de su muerte”, con motivo del traslado al pudridero escurialense. Para él la incorrupción de los restos del antepasado es un signo de predestinación fehaciente.
Conmueve la terneza y el afecto con que hace alusión a su esposa, Mariana de Austria, que tuvo una hora trabajosa al dar a luz:
La estafeta pasada me dieron vuestra carta estando la Reina de parto, y como mi cuidado era grande hasta verla libre de aquel riesgo, no pude responderos. Después parió entre tres y cuatro de la tarde, una hija(como habréis entendido) y le dio un accidente tan riguroso , que yo os confieso creí que se moría ente los brazos. Juzgad vos cual estaría mi corazón en este lance. Fue Nuestro Señor servido librala de él, y ,aunque estuvo después acá bien mala con calentura continua y crecimientos, cada día parece que se va aminorando y que se halla con algún alivio pero hasta verla yo libre y buena de todo punto no es posible salir del cuidado, que esta prenda es digna de ser amada, y así os lo encarezco mucho continúes las oraciones por su salud que la tenga perfecta. La recién nacida está muy bonita; bautimázmosla el de día de Santiago y se llamará Margarita María, el nombre de las dos abuelas...( Del Rey, a 19 de julio, 1651).
Nada hace presumir las complicaciones del barroco, ni las diatribas entre conceptistas y culteranos, que es la pauta de su tiempo. Vemos a un hombre agobiado bajo el peso de la púrpura, que no entiende el por qué de tantas complicaciones y el alambique cortesano en el que lo zambullera el Destino. Eleva los ojos al cielo y comunica a s la p abadesa sus aprehensiones, porque asume que Dios ha de estar de su parte. Sin embargo, su angustia procede en parte de ese alejamiento de la divinidad. Clama al Todopoderoso para que lo libre de las garras del león. Se siente víctima de las confabulaciones del pontificado con Mazarino. Las cosas parecen mejoradas en Italia y en Cataluña, pero en Francia, los Países Bajos y Portugal el brío español se derrumba. Su pluma destila resignación ante tanto contratiempo, pero también soledad, y dentro de esa soledad, un rayo de esperanza, que le viene a través de los resquicios de la Religión y de las cartas de Sor María que lee con gusto y con avidez.
Es un personaje en la encrucijada debatiendose con el trágico destino de la bancarrota y de la Jerusalén sitiada. La monarquía pelea contra enemigos visibles e invisibles. Por todas partes, conjuras, asechanzas, rebeliones y venganza. Demasiadas complicaciones de una sentada para el augusto madrileño, personificación de la realeza y la hidalguía, pero también un castizo de cuerpos entero, que intuye con angustia que la situación se le está escapando de las manos.
Le gusta asumir el papel de víctima, aunque no le tiembla el pulso a la hora de firmar las sentencias de muerte y contar a su confidente cómo se llevaron a cabo las sentencias de muerte contra los tres conspiradores contra su persona, el Duque de Hijar, el portugués, Pedro de Silva, que estaba emparentado con Velázquez, el marqués de la Sagra, Carlos Pinilla y Domingo Cabral, todos ellos convictos y confesos de alta traición. El auto de ejecución tuvo lugar en la plaza mayor de Madrid el cinco de diciembre de 1648. Su Majestad cuenta cómo los dos últimos murieron cristianamente y seguramente “ se han salvado”, pero matiza que con el de Híjar no fue tan sencillo. Se ahorcó antes de que le dieran garrote. Era muy orgulloso.
Felipe IV - salta a los ojos en esta relación memorialista- es el epitome de los padres de familia y modélico esposo, pero confiesa sus debilidades carnales y admite y llega a suponer incluso que por causa de estos devaneos amorosos le han venido a sus reinos grandes males. Es la diestra de Dios que castiga. Esto le aflige sobremanera. Se arrepiente, pero vuelve a caer. Sugiere sacar las sagradas imágenes y hacer penitencia publica, pero esto no se lo recomienda su asesora, que es del parecer de que, si se organizan rogativas públicas, el vulgo pensaría que las cosas estarían mucho peor de lo que se cree.
Sin embargo, esta volubilidad, esa flojera de espíritu a la que aluden sus detractores y panegiristas no se percibe dentro de la personalidad congruente, longánima y devota de la correspondencia particular. Se nos muestra un rey jovial, inteligente, respirando cordura, cordialidad y buen gusto. España está desistiendo de la idea imperial, pero Don Felipe lleva metido ese mesianismo, auténtica marca de la casa, de todos los dinastas austriacos, y cree a pie juntillas que su oficio y misión es la salvación del mundo mediante la fe católica.
Su perplejidad estriba en que en Roma no parecen estar por la labor. Pero esto no era nuevo. Ya había ocurrido con Carlos V y con Felipe II, enfrascados de antemano en luchas, para ellos inconcebibles, con la Silla apostólica. Mazarino, el gran sepulturero de las esperanzas católicas en Europa, renitente y antagonista de esa idea imperial y mesiánica, luce sobre sus hombros la púrpura de la Iglesia.
Bondadoso y voluntarioso, desde Madrid, no se rebela frente a esta absurda actitud. Sólo formula humildes quejas y encarga a la humilde priora de que haga capítulo de estas instancias para que Dios ablande el corazón de los extrañados papas y cardenales desafectos, y para que vuelva el tiento en las relaciones con París. Sor María no puede ocultar su alborozo cuando tiene noticias a través de María Teresa de que al fementido cardenal le han salido muchos enemigos en Versalles.
El pacto de familia y un buen entendimiento con los herederos del trono de San Luis fue uno de los pivotes sobre los que gira la política internacional española en la primera mitad del siglo XVII. Se actuaba de buena fe, pero el morbo galicano va a ser una de las causas por las cuales perderá España su hegemonía. Este país acabará sujeto a las apetencias y voluptuosos caprichos de la influencia francesa, lo que cristalizó en casi media docena de invasiones, una dinastía impuesta por ellos, y, a partir de la revolución del 89 un modelo político revolucionario. Los Austrias cometieron un error de principio al querer entreverar la religión con los asuntos mundanos.
Francia podría pasar por la hija predilecta de la Iglesia, pero contaba con reyes tan sagaces como aquel Enrique IV (el francés) que decían que Paris vale una misa. Quevedo fue el primer en advertir esa ingratitud en su España contra todos. El enemigo aprieta las clavijas a una nación desorientada. Estamos en el siglo de las guerras de religión, de los cambios climáticos, de los traumas y de la carestía y pobreza que han sembrado estos conflictos, pero hay algo que no se entiende y es el despecho de cuantos se suponen al lado de la razón. Pasa ahora, cuando los bombardeos de la OTAN siembran el terror y la destrucción con sus fogonazos en la Ciudad Blanca. Hay una palabra nueva en todos los diccionarios: belgradizar, que es el equivalente a aquel “coventrizar” que se puso de moda en el verano del 41. Los monseñores del Vaticano se llaman a parte y el patriarca Pablo celebra la liturgia pascual en medio de un bombardeo. Las voces de los coros son ahogadas por el estruendo de las descargas y los fucilazos de un terror apocalíptico en pleno corazón de Europa, sobre las brasas y antorchas humanas de las ciudades.
Lo de las guerras religiosas le ha servido a Washington de apoyo logístico para desarrollar de nuevo la guerra en el Viejo Continente como teatro de operaciones. Es un sofisma, pero que más da. La verdad es una baja cuando hablan las pistolas y los aviones de combate despliegan su parafernalia temible. Quieren que ve vuelva el turco. Es su voluntad ineludible.
Los escritores sietemesinos de la España plural y multi étnica, que ha dejado de ser católica y menos cristiana reciben cobertura informativa y critica apabullante en los suplementos culturales de los rotativos. Un tal Pompo se asoma a la ventana del País y se descuelga con una maniquea soflama, diciendo lo siguiente:” San Bernardo construye mucho antes que nadie una propaganda bélica en Europa y el problema de la propaganda es que todo aquel que no la sigue es monstruo, es el enemigo”, pero este amanuense de mirada gatuna, que es mas cascara amarga que un palomo renco se queda tan pancho. Nadie sale en defensa del Doctor Melifluo, uno de los grandes de la fe, el introductor de los jardines de María en Occidente, del arte románico , y el postulador de la causa de Cristo contra los manipuladores del papado. Claraval en aquellos días resonaba por toda el orbe cristiano, con mayor autoridad que la de la propia Roma. Duele la impunidad de tanta blasfemia.
Las tres culturas es un pretexto para derrocar la cruz y amarrar el triunfo de los sionistas. Están inventando palabros: limpieza étnica, genocidios, holocaustos. Todos los síntomas apuntan a que han hecho bien los deberes. El Mito del siglo XX de Rosenberg, - y esto hay que aducirlo por testimonio por mucho que les amargue: se dice que Clinton montó en cólera, se puso frenético ,cuando la propaganda yugoslava difundió una imagen suya, taraceada con los mostachos del “Führer”, y mandó bombardear la Radio y Televisión Serbia, implacablemente, en acto de sanguinaria revancha- el ideólogo del nazismo lo tienen por libro de cabecera gran parte de los propulsores de la “limpieza étnica”, esa obscena frase, que está justificando bombardeos, matanzas y guerras, que escuchamos todos los días. La Teología del Holocausto ha deparado el deletéreo frenesí que aqueja al inquilino de la Casa Blanca, puesto que , si aquello fue verdad, todo está permitido, con arreglo a los postulados de La Ley del Talión. Burda patraña. En los tiempos actuales han ocurrido verdaderas hecatombes humanas en África, en Asia Menor, en Méjico y América Latina, que no han conocido supervivientes.
Muchos católicos, que sólo creemos en La Ley de la Gracia, nos preguntamos cómo el Vaticano en peso pudo ser arrastrado, mediante la intoxicación y el agit prop a meterse en este gran laberinto de los Balcanes. Virtualmente, Roma, en este momento, está más de parte del Sarraceno y del Turco de Sarajevo y de Kosovo que de nuestros hermanos orientales, que creen y profesan el Dogma Trinitario, y aman y cantan a la Virgen. Muchos de los pilotos que dirigen sus misiles contra Belgrado y han destruido las iglesias y monasterios de Metopia dicen ser católicos. ¿Qué se hizo de la maravillosa doctrina eclesiástica sobre la guerra justa, propugnada por aquel eminente teólogo español que se llamaba Francisco Suárez? ¿Qué mano negra ha abierto las puertas de San Pedro al Homicida y al Enemigo de los Hombre? ¿Por qué no hablan claro? ¿Por qué no se condena a los agresores o se excomulga a los que matan ? Madre mía, ¿ por qué callas?
Se tratará de ventilar la cuestión echandoles las culpas a Milosevic, y se hablará largo y tendido sobre la tan traída y llevada limpieza étnica, dos palabras, signo de perdición, que debían estar prohibidas en nuestras iglesias, donde se ha dejado de cantar, al introíto de la Miosa, la antífona del “Asperges me, Domine, hysopo, et mundabor, lavabis me et super nivem dealbabor”( Asperge , Señor tu hisopo sobre mí. ,e lavarás y estaré blanco. Resplandeceré igual que la nueve). Nos preguntamos, qué ha pasado, cómo pudo ocurrir el desacato a la Santa Tradición. Más de algún prelado no tendrá a estas alturas la conciencia teñida con el alba de lino, color de la inocencia. Y es que la fementida Teología del Holocausto ha encontrado un corolario sangriento en Yugoslavia. Tendrán que dar cuentas al Altísimo. Son capaces de hacer la guerra humanitaria y de llevar a cabo un bombardeo filantrópico. Hablan igual que los fementidos motilones del blitz krieg, de reconocimiento armado. Los mismos vagarosos eufemismos de entonces, la misma máscara detrás de la cual la bicha en desguisa esconde el semblante atroz. Maquiavélicamente, se inventan un enemigo fantasmagórico y lo destripan con saña, y a la vista de todos, para escarmiento de incautos. El Holocausto y la mal llamada limpieza étnica, o las catástrofe humanitarias, vocablos con que envenenan las aguas e intoxican la información, les sirvió de excusa para proyectar sobre Europa la hecatombe que andan tramando Tenían que dar patadas al nido. Este siglo turbulento bajo la marca de la Bestia y la hegemonía del demonio empezó con una guerra terrible y con otra acaba. Sigfrido afila su espada. Se escucha el retumbar de los tambores al son del canto de los Nibelungos. Ha resucitado un perdulario norteamericano ese charlatán vende humos, algo sopazas, que , en un afán de revancha escatológica, quiere aplicar la terapéutica de la guerra para acabar con los problemas demográficos de Europa, Asia y África. Su táctica es la de tierra quemada ¿Van a sobrevivir los elegidos, esto es: los norteamericanos, los hijos de un diosecillo oscuro y macarra?
Ahora ha irrumpido sobre el palenque otro líder. No es Calígula, sino un Viriato serbio, un David que desafía a Goliat. Como el yugoslavo , adalid de la Ortodoxia, se ha rebelado contra este estado de cosas, lo tildan de ogro. Son consumados expertos en el arte de dar la vuelta a los argumentos. El impresentable sacamantecas Solana es presentado como un campeón de la causa de la verdad, y el fornicario Clinton, gran caudillo de estas mesnadas.
Por medio de estos dos inicuos edecanes de la arena político social, la Bestia habla contundentemente a golpes de falárica infernal y topetazos de arietes de las modernísimas armas y cohetes que brinda la tecnología aciaga. Han sacado la azagaya del poder nuclear. Volvemos a una guerra fría de muy alta temperatura. Ya están de nuevo los mesías entre nosotros, los salvadores de la patria y de la democracia, que para llevar a cabo sus inconfesables fines, utilizan métodos autocráticos, de misil, aviones fantasmas y tente tieso. La conclusión más palmaria es que la Bestia está descubriendo su verdadero rostro. Pronto sabremos quién es quien. Han lanzado jaque mate al cristianismo en Yugoslavia. No se trata de una guerra racial, ni económica, sino de fe. En ella está en entredicho el porvenir de la cultura europea, y un sistema democrático nacido a los pechos del Terror de 1789, con sus corifeos, sus parlamentos, sus urnas, y el gremio de partidos en turno. Del gremio del “ No te jode “ se pasa al de “Nos ha jodido”. Un sistema que avanza en medio de una escolta de sátrapas, genocidas, embusteros, corruptos, tiranos, bien arropados por una camarilla de periodistas, porque entre otras cosas lo primero que hicieron éstos al llegar fue matar el verdadero espíritu del periodista. Un buen profesional de la información es aquel que nunca podrá engañar a los lectores ni a sí mismo, cuando hace bien su oficio. El axioma de Webb Miller por desgracia ha quedado obsoleto. Los que mandan lo quieren así.
El drama de España sola contra todos se está repitiendo en los Balcanes. La hidra de las siete cabeza vuelve. El terror avanza. Moloch muestra sus dientes sedientos de sangre. El aire está cargado de amenazas.
El príncipe más católico, al igual que ahora el líder ortodoxo, del orbe es preterido, escarnecido, humillado, mientras sus reinos se desangran en lucha contra luteranos, hugonotes, venecianos. Los cofres están exhaustos pues aun para las cosas menudas no hay caudal. Europa, tanto la católica como la protestante, coaligada con la Bestia, aplaude el derrumbe del imperio español. Francia y Austria apuestan sus espías y hombres de paja en Madrid. A orillas del Manzanares hacen actos de aparición dos clases de gentes: los germanófilos y los afrancesados. Estos acabarían llevándose el gato al agua. El reinado de Felipe IV, verdadera incubadora de la problemática hispana, con sus parcialidades y cambios de bando, va a ser emblemático de acontecimientos. Las grandes potencias se disputarían el botín sobre el cadáver aun caliente de Carlos II. Protagonista esta lucha sórdida Viena y Paris. Londres mira los toros desde la barrera, pero acabará sacando tajada a través de las guerras de sucesión que ensangrientan las primeras paginas de la historia española al inicio del siglo decimoctavo.
Por el momento, en la perplejidad y desaliento regio que destilan sus renglones dirigidos a la monja taumatúrgico y carismática se estampa el drama de la dualidad venenosa, piedra de toque de enfrentamientos y algaradas enredos grupos muy determinados de intereses. Se lamenta el monarca de la pertinacia y rebeldía catalana ( los males no son de hoy), del desabrimiento y de la ambigüedad del Romano Pontífice, de la perfidia inglesa cuyos piratas dan molón a la flota que viene de arribada con sus tan esperados galeones, de la rapacidad de los usureros de Amsterdam. Ellos sufragaron los gastos de las guerras de Flandes. Razón llevaba Celine cuando se lamentaba en sus Bagateles por un Masacre que “cuando los franceses se decidieran a crear una Liga anti sionista, el secretario y el cajero serán judíos “. Eso mismo puede decirse de los españoles. Aquí ellos han sido los amos de la bolsa con y sin el Edicto de 1492. Mentores de la reforma carmelita y jesuítica, financiaron todas las guerras que ha habido en este país, incluso la civil.
También clama el rey contra la protervia y contumacia galicana, o el chantaje de Mazarino.
Letárgico e inerme , pero muy al corriente de lo que acontece a su alrededor, porque era un hombre de inteligencia predispuesta y aseada, busca consuelo y subterfugio en la redacción y recepción de estas epístolas a la monja visionaria. Don Felipe se construye su propio Lourdes particular en Ágreda. A lo largo del papel va devanando sus temores, fobias, presentimientos y sus alegrías domésticas y cotidianas. ¿Es sincero?
Traza la semblanza superficial del turno de las estaciones, ese día a día íntimo en el que detalla catarros, calenturas, indisposiciones y accidentes. En 1650 alude a uno que le retuvo en cama, pero no especifica ni detalla si fuera desconcierto del estómago[16] o cuartanas. Guarda absoluta discreción al respecto. Sin embargo, había llegado a oídos de su comunicante que el tal accidente se debió al altercado que tuvo con el marido de una de sus amantes. A lo largo de su vida estuvo el incorregible rey envuelto en escándalos de esta naturaleza. El más sonado sería el del conde de Villamediana. A raíz de la muerte del príncipe Baltasar Carlos la corte guardó un luto de tres años. Fue prohibida la representación de obras teatrales. Los telones vuelven a alzarse en 1649.
El rey, tan popular, con fama de chispero, volvió por donde solía. Su majeza había ganado fama después de aquel lance en que mató a un eral muy bravo en una fiesta de toros y cañas de un arcabuzazo y el acontecimiento fue celebrado con odas y hexámetros por Pellicer y otros poetastros de la época. Sus líos de alcoba también eran aplaudidos e incluso sonados. Para eso era el rey . El barroco se caracteriza por el acendrado sentido religioso de la vida, la exaltación de la monarquía y la honra como idea fija.
Rojas Zorrilla, que fue protegido del Duque de Veragua, supuestamente la parte injuriada en el contencioso por causa de los líos de su esposa con el monarca, se hace eco del altercado en su comedia Del Rey abajo, ninguno o el labrador más honrado, García de Castañar, donde se ve salir de los aposentos de una dama a un caballero con la banda roja, distinto regio. El marido en ese instante vuelve de una montería en su comedia promete vengar la ofensa. Hechas las averiguaciones se descubre que no era el rey quien la honra le arrebatara, sino un personaje eminente del entorno, al que da muerte. El enredo de la trama suaviza los términos del incidente, respetando a la persona del Rey, pero por todos los mentidero y caños del agua corría la historia de los amores de Felipe IV y la Duquesa de Veragua.
No fueron más que unas contusiones y un brazo dislocado, pero aquellos mariposeos de este majo madrileño que ceñía sobre su testa la Corona del Imperio pudo haberle costado la vida más de una vez. Lo malo es que no tenía enmienda y todo el mundo lo sabía.
Rara vez los de abajo, acérrimos en su enemiga al de Olivares murmuraban de su real personas, pues tenia contentos en aquel perpetuo descanso sabático en que vivía la Villa y Corte. Toda la culpa de lo que pasaba la tenía el Conde Duque. Entre tanto, la única aspiración que qlentaba en el ánimo del vulgo era pasarselo en grande, de tejas abajo. Cuando no era el Prado , era San Marquillos el Verde, romería que se celebraba por todo el alto cerca de la puente de Segovia, y, cuando no, san Babilés, que era muy linda iglesia en el centro del Retiro. O San Isidro, la Virgen de Atocha, o la Fiesta de San Antón, que siempre tuvo mucho tirón en Los Madriles.
A cada dos por tres se organizaban procesiones o cabalgatas de gigantes y estafermos, o se corría la sortija, lúdicos campeonatos de caballeros y damas, que, casi siempre, derivaban en orgía. Pobres, arruinados, asaeteados por guerras, pestilencias y hambrunas, la verdad es que nunca las gentes sencillas vivieron tan contentos. La vida en Madrid, a pesar de todo, era mucho más segura y agradable que en Londres o en Paris, porque zambras no faltaban y dicen que los duelos con pan son menos.
Este aspecto de Felipe IV lúdicro, galán, aficionado a la tauromaquia y a la caza, es un aspecto nada deseable. Estamos ante un “gato” de pura cepa. No podía negar, habidas sus costumbres y su talante entre chispero y supersticioso que había nacido en el Foro.
Son tema de su interés el paso de la familia por los lugares de recreo, con arreglo a la estación del año: Aranjuez, el Pardo, San Lorenzo del Escorial, el Casón del Buen Retiro, donde era tradicional el entierro de la sardina los miércoles de ceniza. Lícitos entretenimientos, alega el rey como disculpandose en sus cartas a Ágreda, pero la historia y los cronistas de la época observan que los juegos no eran tan inocentes. El destino era algunas veces Río Frío y Balsaín. Da cuenta muy al por menor de los procesos de gestación de la Reina nuestra Señora y obtenemos detalles de los aumentos de las parientas. Y sus observaciones son relación circunstanciada de la gravidez fetal. Los embarazos de Doña Isabel o de doña Mariana ocupan muchas paginas de este dietario/ consultorio epistolar.
Verbigracia, escribe refiriendose a la preñez primeriza de Doña Mariana:
La edad de la Reina nuestra señora es buena; la naturaleza se en unos sujetos se adelanta y en otros se atrasa, y ella misma logra sus aumentos, pero el tiempo lo perfecciona.
Ya hemos dicho que esta niña de tan sólo dieciséis años, esposa y sobrina carnal del monarca no tuvo un hora corta. Fue un parto complicado que tuvo a la pobre a las puertas de la muerte. Al fin dio a luz, pero el marido, siempre tan temoso con la búsqueda incesante del heredero, cuestión prioritaria en su reinado, observa con una cierta amargura: y parió una hija.
Por el otro cabo, de verdaderas homilías y reflexiones morales, sin perder de vista las enseñanzas de la Escritura, hay que juzgar las respuestas, mucho más ardientes y apasionadas que las de aquel Austria abúlico, preocupado y algo pendón. En sus estafetas le pide que alce los ojos al Cielo, y repare en el hecho fundamental de que el Señor gusta de enviar pruebas y sobresaltos a cuantos elige, que la vida es preciosa para recabar ciencia, experiencia y desengaños, y con ellos el amor del bien y el aborrecimiento del mal. No puede esconde la enemiga que siente hacia el francés o al encumbrado Olivares. Va más allá del senequismo real. No se da por vencida. Que a Dios rogando y con el mazo dando. Ese es el mensaje de sus cartas inculcado hasta la saciedad.
En medio de estas consideraciones bíblicas deja caer de tarde en tarde alguna reflexión filosófica. Según ella, Dios ha ordenado el universo bajo la influencia de los planetas para que el mundo se mantenga en armonía, una armonía natural o estado de gracia que el pecado perturba y destruye. Esto nos revierte a la música generada por el movimiento rotatorio de las esferas. Esto es de Platón.
Recordemos que no era nada lega en cuestiones matemáticas, sino mujer leída y muy versada en la materia por su interés cosmográfico por la Astronomía y la Geografía, como anticipó el primer libro por ella escrito Tratado de los Orbes. Su curiosidad la condujo también por los caminos de la alquimia e incluso la nigromancia. Había estudiado lapidarios y grimorios, que no estaban al alcance de cualquiera.
Del plano especulativo, y sin solución de continuidad, pasa al práctico y no se corta un pelo a la hora de denunciar la avilantez de la corte del Rey Sol. Para ella Mazarino era la bestia negra. Señala que misión de un cardenal y príncipe de la Iglesia es apacentar la grey y no mancharse las manos en guerras. Se escandaliza ante el desabrimiento con que se tratan las cosas del Rey Católico en la curia romana, y la lentitud con que marcha la causa de la definición del dogma de la Inmaculada, tema casi central de sus escritos. No culpa directamente al Vicario de Cristo sino a su corte afrancesada. Pagaría caro esta franqueza. De París vendrían los más formidables detractores de su obra. El propio Bossuet condenaría sus escritos sobre la Virgen como apócrifos textos no cotejados con testimonios veraces, así como una sarta de mentiras de marca mayor.
Terne en sus convicciones, tampoco rehúsa poner en berlina a su otro gran enemigo, desfalcador del erario. Le hace blanco de sus vehementes invectivas. Cuando el rey se queja de que no hay un real en las cajas fuertes, ella retorta: “ Es porque se lo han llevado algunos; hay gentes a las que enriquecieron estas guerras”. He aquí una indirecta directamente contra la carótida del fementido valido. Hoy no caben dudas de que la postura intransigente de denuncia de la corrupción fue una de las razones de la caída del gran encumbrado.
Por más que algunos historiógrafos, sobre todo del clan británico, hayan puesto de moda al valido, tratando de exonerarle de las cargas de corrupción y tiranía que pesan sobre su persona, lo cierto es que este romano, que se empapó de maquiavelismo y trató de aplicar su filosofía del poder basados en la fuerza y la conminación del oprimido, lo cierto es que él representa la España de la Contrarreforma. Es el testaferro de los banqueros de Flandes y de los jesuitas. Parece ser que su confesor y director espiritual, el jesuita P. Pintado, tuvo ascendiente en su desastrosa gestión de la hacienda pública.
María de Ágreda abandera la facción franciscana en pugna con las Ordenes religiosas aprobadas al socaire del Concilio Tridentino. Durante el mandato de Gaspar de Guzmán acaparan riqueza e influencias los jesuitas, mientras franciscanos y dominicos, que siempre están más gente de la gente sencilla, ven menguar su hegemonía.
Con gran perplejidad observa esta aguda e inteligente mujer española, que siente la soledad y el aislamiento de un rey tan popular, amigo y confidente, cómo la monarquía se enfrenta a enemigos visibles e invisibles y lucha a brazo partido contra toda la maquinaria del Averno. El diablo mueve con soltura sus baterías. Es por esto por lo que el bien sale victorioso a corto plazo en su pugna con el bien. Sin embargo, a largo plazo, se invierten las tornas. Dios le deja que enrede y estorbe al justo, y por eso dice, permite que se ponga lastre a nuestras prosperidades.
Apela de continuo a los siete dones del Espíritu Santo, que son: penetrar, ilustrar, encender, excitar, amplificar, elevar y formar la mente. Su rosa es diáfana, casi ígnea a veces. Parece como si escribiera sor María desde una estrella o cabalgando un carro de luces. Su tesis es que somos católicos y por eso sufrimos, porque al Separador no le gusta nuestra postura, y coloca tantas chinas en nuestro zapato. Pero no debemos por eso desanimarnos. “Porque no duerme ni sosiega el que custodia a Israel”. Insiste hasta la sociedad en que se cuide mucho y le pide al Rey que no trabaje tanto, que procure recrearse y buscar distracción a sus múltiples cuitas y negocios.
Por su parte, Su Majestad es monocorde en un asunto: Sor María, apriete fuerte. Rece a Dios para que se dula de mí, pues son mis pecados los que acarrean estos castigos. El pesimismo monárquico va en incremento a mediad que pasa el limite de la cincuentena. E las arcas estatales no queda un ochavo. Todo son pleitos, desafíos y desaíres a la causa de la verdad. Felipe IV parece muy deprimido y entra en una fase de esa fatídica melancolía que es un poco el sello de la Casa, y que se transforma en una hábito casi macabro. Pide árnica a sor María. Ésta le dice que piense en que el conocimiento allega dolor y que Dios escoge para él a los que le son afectos, mientras trufa sus misivas de intercalados escatológicos y de amonestaciones políticas, muy rigurosas sobre el Conde Duque, o contra los catalanes y franceses. El Rey le dice que no puede más, que la cruz sobre sus hombros es demasiado onerosa. Hombre de fe, y como buen español muy devoto de la Virgen, siempre tiene en los labios el nombre de Nuestra Señora. Su devoción, sin embargo, nunca propasa los límites ni cae en beatería.
Se aprecia que aquella sociedad vivía atormentada por dos ideas encontradas y antitéticas: calzados y descalzos, pueblo contra nobleza, estando ésta última apadrinada por el poderoso e incombustible valido. El entorno del Conde Duque estaba bien dirigido y asesorado por los jesuitas. Ya se ha visto cómo el P. Aguado era confesor ducal. En esta España decadente cobra un auge cada vez mayor la Compañía de Jesús, con su estilo tan secular y descreído, que bebía directamente en las enseñanzas de Maquiavelo.
Su espiritualidad seca y expurgada de milagrería. En varias cartas secretas o informes de los rectores de la Compañía - fueron los primeros en fomentar el espionaje en nuestro país - se pone en la picota a revelanderas, grujas, videntes y saludadoras, pero encumbran al Conde Duque por las nubes. Existen conjeturas verosímiles de que la nueva Orden, que comienza a gobernar la Iglesia, casi simultánea a su erección-aquel 15 de Agosto de 1536 en París- estuvo de lleno metida en la media docena de conspiraciones, o más habidas durante el reinado del Penúltimo Habsburgo. Resulta casi milagroso el auge y el prestigio que en tan corto período de tiempo recaban, a lo largo de la Catolicidad, no sólo en España, sino en Flandes, Italia, Francia, Inglaterra, Alemania, en esta última merced a las campañas de Pedro Canisio, y en la América Latina, donde, poco a poco fueron desplazando al resto de los institutos religiosos, estos clérigos, cuya divisa era la mayor gloria de Dios, pero que nunca dejaron de conducirse cautamente, con los pies muy apelmazados al territorio. Sabían lo que hacían. En preparación y en logística la Compañía sobrepujaba a todo el clero regular y secular. El fin justifica los medios. Pero pasó su hora.
Por su parte, la Venerable Sor María de Jesús representa la visión del pueblo que sufre los desgobiernos y desmanes de los encumbrados y déspotas. Su misticismo es franciscano, candoroso y tierno. La Orden de San Francisco tuvo a su cargo la cristianización de las Indias, que fue un rotundo éxito. Poseía un lenguaje y una forma de actuar que llegaba con facilidad a los sencillos. Dio muchos místicos. Puede que en algunos aspectos la asesora de Su Majestad se hubiese inspirado en Fray Juan de los Angeles (1536-1610), nacido en Oropesa y que fue guardián del convento de San Bernardino de Madrid. Él fue el primero en hablar de la “enosis”, del centro íntimo donde el sujeto que busca la unión con el Criador encuentra la quietud suprema, y llega al ápice de la santa indiferencia, en que lo mismo le da padecer que gozar, vivir que morir.
Según él, hay tres clases de hombres: animales o sarcinos, pues en ellos predomina la materia sobre el espíritu; racionales o espirituales y, por último, los deiformes, ya que en todo tratan de parecerse a Dios. En esta categoría del tercer hombre se encuentran los escogidos. Porque vencen al egoísmo, son agraciados con éxtasis y visiones beatíficas y sostienen conferencias en el sentido estricto del verbo latino, confero, que significa transportar de un lugar a otro, pero también llevar una cosa a medias, o ser partícipes de algo en común. Una colación entre carnales y deiformes nos puede llevar a conclusiones muy lejanas sobre la intensidad y capacidades en la naturaleza humana. El deiforme se estará quieto y callará porque ha tomado sobre sí el yugo. Goza del amor libre y fruitivo y entran en la ultima morada. La contemplación es comparable al fuego y es también un juego.



La difusión de las ideas platónicas por los humanistas de la Edad Media contribuyó a fomentar esta suerte de vida mística. Todo en la vida terrestre no es más que pálido reflejo de la vida celestial. Una vida celeste cuyas dulzuras saboreó, sin ninguna duda, esta intrépida mujer, religiosa pero, profundamente española, toda una Madre Coraje, en un tiempo de gente apocada y de cortesanos ineptos, malvados o filisteos. Ella quería bien a su rey. Supo hablarle con el corazón en la mano, contandole las verdades, y hablandole con esa ternura del que solo es capaz una mujer enamorada de Cristo y su patria. Nunca salió de su rincón pueblerino. La visitaron gentes importantes que venían a su apartamiento con vistas al Moncayo en busca de una palabra de consuelo, de amor o de sabiduría.







FIN





16 de abril de 1999
















apéndice

RELATOS DIVERSOS DE CARTAS DE JESUITAS (1634-1648)

Que en Alcalá mueren los ladrones de viejos, y que un danés se desmayó a la vista de la sangre de una corrida de toros habida en el Buen Retiro actuando como primer jinete el de Olivares en el año de 1640,llamaron a un confesor pero fue “como llevar misales al Turco, pues era hereje” figuran entre las perlas que brinda esta correspondencia privada de diversos jesuitas españoles próximos a la corte, de muy sabrosa lectura. Los autores de las cartas son el P. Chacón, el P. Sebastián González, y Bernardino Alcocer.
El estilo es confidencial y chusco, socarrón la mayor parte de las veces, adulador y fingido con los poderosos y despectivo y mordaz con los de abajo. Los corresponsales da la impresión de que se creen oráculos de la verdad. Su desprecio hacia los miembros de otras congregaciones es olímpico. Si hubiera un censor para velar por las faltas contra la caridad cristiana, estas misivas, publicadas por primera vez en España, en antología de José María de Cossío, todo el epistolario se hubiese ido de mano. La Iglesia es poder, sin embargo, y en sus manifestaciones más desaforadas tiene muy poco que ver con el fundador de la institución. Estos primeros jesuitas miran más para la tierra que para el cielo. Tal vez por una institución de su norma motriz, el ADMDG. Todo es gloria de los hombres. Sin embargo, los documentos ignacianos constituyen un legado indispensable para conocer la mentalidad del último tranco de aquel bicentenario mágico del reinado de los Habsburgo. Se tiene la impresión de que se está cerrando el círculo.
El conjunto, empero, es de un interés histórico fuera de lo común, porque hay gacetillas que retratan el ambiente de la época, y son un punto de referencia para entender las complicaciones del alma jesuítica.
Aguaviva, el segundo prepósito general recomendaba a sus pupilos aquello de “ un ojo en el Cielo y otro en el suelo “, norma del Talmud que los hijos de San Ignacio llevan a rajatabla. Para lo alto no parece que miren demasiado, porque su solicitud se centra sobre incumbencias humanas, pero en al suelo lo avizoran con ojos de lince. Si los místicos franciscanos se andaban por la rama en sus elogios e hiperbólicas metáforas, tratando de huir del mundo y cuanto les rodea [una forma de admitir su derrota y declararse vencidos por la sabiduría de la carne] los guardias de Corps del Papado, que así se los llamaban, se pegan al terreno como las lapas. Trabajan la verdad pura y dura. Son punzantes y encastillados como el diamante y su prosa enriquecida por elementos tomados del natural, en plan sota, caballo y rey, recuerdan el estilo de las novelas picarescas.
Los estatutos de la compañía parecen inspirados en Maquiavelo, y concretamente toman por norma al Príncipe, un ensayo que debió de pasar por las manos del fundador loyoleo, cuando trataba de abrirse paso trepando por el escurridizo mayo de la Política, cuando entró como meritorio en la corte de Isabel la católica y de Germana de Foix. Tal libro había sido dedicado por su autor a Fernando de Aragón, cuyas buenas maneras y habilidades para el engaño habían servido de modelo a ese florentino de rostro algo chupado y cadavérico, que tanto contribuyó a la forja del dirigente católico típico, taimado, cruel, y que basaba el complejo de las relaciones humanas en el engaño y el disimulo.
Maquiavelo profesaba fe absoluta en el mal, que tenía por asidero seguro de victoria personal y colectiva. Albergaba el convencimiento que con la verdad por delante no se va a ninguna parte, que los buenos merecen el titulo de tontos y que, en el mejor de los casos, siempre hacemos el ridículo.dan con sus huesos en la cárcel o en cualquier nosocomio. Por el contrario, una cierta dosis de malicia y de perversidad nos hace respetables a los ojos de los demás y de nosotros mismos. No se puede ir contra los principios de selección de la especie.
Creía en la fuerza como emperatriz absoluta de las relaciones sociales. Los hombres, sostiene Maquiavelo, se mueven por la codicia, el sexo o la crueldad. Sólo la violencia y el miedo puede retraerles. Por el contrario, la benevolencia y la apacibilidad abocan al fracaso, al descrédito y al panfilismo. Nunca se ha de perdonar, hay que competir y machacarle la cabeza al rival, si se quiere llegar a algo en la vida. Gran observador, el burócrata y oscuro escribano de los Medicci, repara que esta es la ley de los criterios de la selección de la especie: sobrevive el más fuerte, la convierte en el eje de su filosofía. Es justo lo contrario de lo que predicaba el Galileo, pero los Borgias hicieron de ella el caballo de batalla de su pontificado. Maquiavelo entró en Roma igual que un elefante en una cacharrería, pero al menos sirvió para apuntalar el desvencijado andamiaje del batiburrillo, que de otra forma no hubiera sido capaz de aguantar la artillería pesada de los protestantes herejes. Había que adoptar una nueva moral de situación.
Nadie duda que en ese combate entre el rey temporal y el rey imperecedero, obsesión ignaciana, el antiguo lansquenete del emperador, vasco encastillado, tozudo y acérrimo, desengañado por su fracaso en la corte de Castilla, cambiase el tiro y apuntase más alto pero ¿ es posible llegar a Cristo por Maquiavelo, uno de los ateos más significados y descreídos? ¿Se puede servir a dos señores?
Parece ser que Iñigo de Loyola fue capaz de llevar a cabo tal reconciliación. La pugna entre Evangelio y Kabala se hace aquí conspicua. La ley antigua desdeña la misericordia, que sancionan con tanto empeño las palabras del salvador. Ese parece el mensaje cuando no se cansa de repetir la norma del “en tanto en cuanto”, de que el fin justifica los medios, y un ojo en el cielo y otro en el suelo, un trasunto de la moral talmúdica que señala que Dios sólo ayuda a aquellos que se ayudan a sí mismos. Ya hemos dicho que los profesos de los primeros tirocinios aplicaron a rajatabla el consejo. Se propugnó la obediencia de cadáver y la suspensio mentis. Se recurrió al capelo, tercer grado psicológico para probar a los novicios y aspirantes al fajín de la compañía, que no cordón ni escapulario [hasta en eso no puede ocultar la compañía su ascendencia castrense] a diferencia de los otros frailes que desdeñaban los jesuitas denodadamente.
Incluso el acróstico de la nueva orden tiene visos esotéricos. Los Ejercicios Espirituales no son más que un rito de iniciación. Si no puedes vencer, unéte a ellos. Un mandil, un compás y un sol que irradia desde el fondo de un círculo con las tres letras emblemáticas parecen estar haciendo guiños a una conquista mesiánica del mundo. Todo tiene un evidente tufo masónico irremediable. En la iglesia irrumpió la sinagoga. Es la venganza de los marranos perseguidos por la Inquisición. Como los estatutos habían abolido la norma del coro conventual y las ejecutorias de sangre, los tirocinios jesuíticos se llenaron de postulantes que provenían del judaísmo. En 1537, el día de la Asunción cuando en Monmartre profesan los primeros novicios de la Compañía, se va a iniciar un proceso de involución desde arriba que perdura hasta hoy. La barca de Pedro se alineó, de acuerdo con las máximas maquiavélicas, con el ambiguo floreo de la política, donde la única verdad que vale es prevalecer.
Cristo que es la libertad y el amor nada tiene que ver con la represión, la gazmoñería, el engaño y la fábula. Los jesuitas, orden hoy oscurecida y que ha perdido influencia en el Vaticano, están teniendo continuidad nefasta en el Opus. Estas son las señas de nuestra crisis de identidad. Demasiadas covachuelas vaticanas.
“Si quieres vencer, invéntate un enemigo, aunque sea imaginario. Has de estar siempre en pie de guerra. Recuerda que, para consolidarte tienes que tener un enemigo de frente. Machácale la cabeza. Hazle cuartos delante de tus amigos, porque así seas temido. Las victimas hacen al hombre poderoso”. Maquiavelo y sus enseñanzas, totalmente antitéticas del cristianismo, se convirtió en mentor espiritual de los papas. Alejandro VI, el verdugo de Savonarola y Julio II ponen en practica el diseño político de Europa confeccionado por un enemigo de los Borgia. Le salieron buenos alumnos porque este ultimo pontífice puso en practica los consejos y desterró de San Juan de Letrán al autor del Príncipe y no lo nombró cardenal contra lo que éste esperaba. A pesar de todo, la Iglesia romana nunca ha sido capaz de recudirse de esta aureola de sutileza florentina que envuelve a todos sus actos. Maquiavelo salvó la institución vaciandola de su contenido intrínseco.
Por desgracia , el antídoto contra la rebelión luterana, que se alzó contra los abusos e intemperancias de aquellos papas descreídos, rodeado de una corte de cardenales infernales, albañales de corrupción y sedes de todos los vicios, con sus barraganas, eunucos y sátrapas, no fue una vuelta a la verdad de Cristo, avalada por la sangre de los mártires sino a la doble moral del tratadista florentino. Neto.
Sólo ha existido un papa, Paulo IV, que promulgara una bula, la Cum nimis absurdum: propia culpa perpetuae servituti submisit, en la cual se denuncia la estrategama y la perfida e incombustible acción judía frente a la cruz, y ya sabemos lo que le ocurrió al papa Caraffa: su tumba fue profanada, según hemos podido ver en algún punto antecedete a este capítulo.

Los caminos del pueblo de Israel estan empedrados de muerte y de destrucción, porque no en vano su color distintivo ha sido el amarillo ,símbolo de la huesuda. En Roma durante el Renacimiento y a últimos de la edad media se hacía caminar a la población hebrea, muy numerosa en la Ciudad Eterna, donde han ejercido siempre un férreo control sobre los dineros de San Pedro, con el símbolo de una rosa, que podía ser encarnada o gualda, en la solapa, y hubo otro rescripto de Pío V, que así lo proclaman en su Hebroeorum gens. Tampoco le ha sido perdonado este gesto al pontífice vencedor de Lepanto y el genio inspirador de la misa tridentina, también denominada bajo el nombre de su pontificado, que ha sido abolida en las disposiciones del último concilio, verdaderamente deletéreo para el sentido de ecuménica grandeza que empapa a la institución eclesial.
Y es que este pueblo, obstinadamente empecinado en caminar de espaldas al Calvario, posee una sorprendente y paradoja memoria histórica. Resulta un modelo enigmático de cómo perpetrar la venganza colectiva, la represión más sórdida contra aquellos que se alzan contra el diseño de sus macabros anhelos de dominación universal. El caso más moderno y verdadera tragedia de todo un pueblo como el yugoslavo que está siendo victima de los genocidas hebraicos. Puede que el nombre del dálmata ortodoxo Slobodam Milosevic se una al coro de una larga lista de trucidados por la maquinaria de guerra, mentira y persecución en la que han resultado consumados expertos los herederos del Sanedrín.
Cristo fue su primer nombre, pero también el Santo Niño de la Guardia, San Pedro Abrès, aquel canónigo de la seo degollado ante el altar en 1492 por haber condenado a la sinagoga, el zar Nicolás II, los quinientos mil fusilados o despeñados de la guerra española, así como los ajusticiados de la Bastilla. Es una lista que carece de fin, escrita con un torrente tan caudaloso como el del Danubio de sangre martirial.
Sin embargo, el mayor crimen de este pueblo que repta con la oscilación macabra del andar de la serpiente no sea la sangre derramada sino el pecado de apostasía que ellos auspician y financian desde todos los rincones, pero sobre todo en los altos peldaños del poder. Desde el trono y el altar han maquinado sus sibilinos proyectos de dominación universal.
Roma ha estado siempre , salvo las honrosas excepciones ya mentadas, bajo su bota. Son unos especialistas en el ejercicio del chantaje. De esta forma, hicieron presión para que Pío XI abandonase Roma cuando Hitler en 1935 fue a ver Mussolini en el Quirinal. Con Pio XII, uno de los miembros más inteligentes del pontificado y quizás un santo, no pidieron. sin embargo, un escritor judeoalmean como Bertolt Brecha cubrió la blanca sotana del bendito Pacelli de fango a cuenta de burdas historias acerca de judíos prófugos y de sor Pascualina.
Está visto que nunca fueron inclinados a la paz, sino a las discordias. En las guerras se muestra su bronco perfil, el que mejor los caracteriza, el de Shylock usurero, porque aman las conformaciones bélicas en las cuales les gusta participar no como valerosos contendientes sino como proveedores. Plasma esa inclinación de esta raza por Marte y Mercurio una escena magistral de una de las grandes obras cumbres de la literatura universal. Se trata de Tarás Bulba, por Nicolás Gogol. El maestro ruso narra cómo después de una de las clásicas batidas de los zaparogos cosacos a la aljama de una aldea ucraniana, en las que siempre se vertía la sangre de algún hebreo - mucho menos de lo que se supone y nunca tanto como las matanzas que ellos han provocado - uno de los cosacos se apiada de un judío de rostro macilento, barbas negras y largo caftán, que le suplica clemencia besandole el látigo del conquistador. Le perdona la vida. El judío se refugia debajo de un carro y al poco tiempo monta en él un chiringuito, donde vende cerveza, tabaco, hilo para coser los galones de la guerrera, y piedra pómez para afilar los sables. Poco a poco va creciendo la fortuna y tendremos al jodio que se convierte en millonario y ostenta el monopolio de la intendencia a los ejércitos del zar. Se trata ni más ni menos que la parábola que trata de arrumbar alguna luz sobre la boca del gran enigma. Fue así como llegaron a ser amasadas las grandes fortunas.
Es así como han hecho medro las grandes fortunas de los Rotschilds, una rosa amarilla es su emblema heráldico, los Krupp, los Thyssen. Padrinos de conspiraciones y vuelcos, los judíos en la guerra se mueven como Pedro por su casa. La sangre, sobre todo si es de niños inocentes, como se está viendo en Yugoslavia, les robustece. Sus diabólicos proyectos de dominación universal pasan por la confrontación de unos pueblos contra otros.
Ese maldito capullo de los Vandebilt, de los Rockefeller y de los Rotschilds es la orquídea infernal, su distintivo , su salvoconducto. Es que pesa sobre ellos una maldición de sangre, la que pronunciaron ante los sumos sacerdotes de Caifás en el Lithostros: Caiga sobre nosotros su sangre y sobre nuestros hijos.
Es un recurso muy socorrido y ya viejo que estamos viendo cómo lo están poniendo en juego en las deportaciones masivas de Kosovo y Metopia, que ellos han instigado con sus bombardeos. La sangre y las lagrimas de estos fugitivos del horror la utilizan como arca arrojadiza. Acusan a los servios de responsables de estas masacres sumarias, pero los verdaderos instigadores son ellos, que no supieron hacer otra cosa a lo largo de un tortuoso camino que empezó en las estribaciones del Gólgota de rendir culto a Moloch.
De la aplicación de estas enseñanzas maquiavélicas a la economía y funcionamiento de la Iglesia como centro de poder y dominación universal al alimón con las fuerzas oscuras son en gran medida responsables los Jesuitas. Ellos azuzaron el fuego de las guerras de religión que dividieron a Europa en los inicios de la edad moderna.
Lo malo es que con su actitud salvaron al papado en la difícil tesitura en el que fue calcado por Lutero y otros reformadores protestantes pero traicionaron a la cruz, cayendo en la trampa del juego sucio y mostrandose tan crueles y malvados como los herejes a los que combatían. Y hasta tal grado llegó su traición y su perfidia que, con tal de salvaguardar los intereses de los estados pontificios, traicionaron al rey católico español, o sembraron discordias entre los diversos reinos cristianos, en especial, Alemania, Francia e Italia.
Un estudio desapasionado de la España bajo el mandato del cuarto Austria es la crónica de una traición, porque el largo reinado de Don Felipe se inició con la canonización de tres santos nuevos - Teresa, Javier e Ignacio - al que cabría añadir un cuarto Isidro Labrador, representante de la España de los cristianos nuevos, en 1622. Había vencido la contrarreforma. Los jesuitas se disponen a ejercer el mando y se colocan a la cabeza de los grandes grupos depresión.
La cristiandad sucumbe a esa nueva moral de ganancia. Las iglesias románicas se pueblan de retablos barrocos, al llegar los jesuitas como depositarios de esa filosofía de poder, basada en el engaño, la conducta de doble pauta. Fomentan una iglesia dentro de la iglesia, con su propio papa negro, con todo un servicio de espionaje. Se sirven de la adulación al poderoso y el desdén para con el de abajo. Desdén que se convierte en odio sobre todo a los frailes que venían del pueblo y eran los representantes de una iglesias de base. Mientras franciscanos y dominicos se aferran a una espiritualidad más sensorial de acuerdo con la mentalidad popular, los jesuitas se convierten en los representantes de la iglesia de elite. fomentan desde el principio la oración mental frente a la bocal.
Las cartas circulares del reinado de Felipe IV entre los provinciales de la Compañía descubren cómo habían conseguido establecer un buen servicio de información. En los altos estrados habían conseguido colocar cabezas de turco, y saben sacar partido del caos, con una sonrisa de desdén en los labios.
El conde Duque tenía por confesor a un jesuita: al P. Pintado y la reina y las princesas se arrodillan pidiendo absolución de sus pecados y contandoles sus cuitas a clérigos de la Compañía. Este era un salvoconducto a las altas esferas, que les permite conocer los intersticios del poder con información de primera mano. Los jesuitas estaban enterados de todo, porque no hay método más eficaz que la confesión auricular para tener a alguien, sea colectivo, sea un ser individual, bien amarrado. Siempre se dijo que la información es poder. Tenían puesto el chivato en los altos estrados de palacio. Aquel era un tiempo en el cual no había micrófonos, pero, como señala una obra del comediógrafo, Ruiz de Alarcón “ las paredes oyen “.
Los jesuitas arriban como depositarios de esta filosofía que concibe a la Iglesia sólo como un trampolín de poder y de prebendas y en el anhelo de reformarla la destruyen. Se basa sobre el fraude, el engaño y la hipocresía. Fomentan un servicio de espionaje, un acercamiento a las fuentes del poder y un desden que se convierte en verdadero odio sistemático hacia el pueblo ignorante y cristiano, embaucado por los frailes. Esta correspondencia secreta durante el reinado de Felipe IV , cuyo gobierno habían penetrado instalando topos en los más influyentes confesionarios, denuncia el ambiente de caos. Castilla era la debacle.
Sin embargo, con una burlona sonrisa en los labios, esa enigmática y burlona sonrisa de la que hace gala el fundador de la S.I en uno de sus retratos, saben sacar ganancia en el río revuelto. Confesaba al Conde Duque el P. Pintado. La cura del alma del propio rey, de la reina y de las infantas la llevaban algunos padres del colegio mayor complutense, sito en lo que ha venido siendo la colegiata de San Isidro: el P. Mendo y el P. González. Gozaban, naturalmente, de una información de primera mano. Nada mejor que la confesión auricular para estar al corriente de todo. Siempre se dijo que la información es poder, un poder que, guste o no guste, la Iglesia ha procurado amarrar.
Esto vuelve a los curas españoles poco menos que imbatibles. Tenían bien colocados sus chivatos en las chozas y en los palacios. No sólo estaban enterados de los chismes y los líos de alcoba, que suelen ser materia prima de leguleyos y de penitenciarios - hoy en día es una veta de oro para la prensa del corazón- sino tam bien de los asuntos de Estados, las transacciones comerciales y demás. No se les escapaba una. La garita confesional les servía de trono, de fielato de la misericordia o de la condenación. Pero ,asimismo, a través de la celosía donde se cuchicheaba, cuando no se habían inventado los micrófonos ocultos, no pocos reverendos pelaban la pava, seduciendo a solteras y casadas, manejaban los resortes del gobierno de una comunidad humana, o daban aires a su homosexualidad. Nada mejor que este tabuco para esconder sin remilgos las apetencias del deseo nefando. Hijo mío, ¿ cuántas veces? ¿Con quién te lo montabas? ¿Cómo lo hacías? ¿Y qué más? Era la mejor atalaya para estar viéndolas venir. el confesionario era una especie de torre fortificada, inexpugnable.
En la historia de la literatura española hay una página señera, que puede servirnos de testimonio para denuncia del caso; es la escena final de La Regenta, entre el magistral , don Fermín de Pas y Ana Ozores. Desde que leí este impresionante pasaje, siempre que veo confesionarios-esos aparatosos cajones de madera noble coronados en estilo gótico de decoración denticulada de boceles, trebolar, pináculos y chapiteles de buena labra- supongo que el diablo se ha metido allí adentro. En ellos no se esconde Jesús bendito sino el tentador infame. No es el tribunal de la penitencia, sino magistratura del devaneo, gremial de pujos inconfesables, estrado donde, en contra con las enseñanzas del Maestro, ciertos clérigos se abrogan una facultad que rebasa las competencias humanas. Cierto que Cristo concedió el privilegio a sus apóstoles de perdonar y retener los pecados, pero de una forma muy distinta a como ha venido siendo interpretada. Es el sacramento de la verdadera misericordia. No el de los escrúpulos mojigatos. Se trata de un verdadero perdón que hallamos únicamente en Dios. Por eso, en esos elevados cajones puede decirse que incluso las paredes oyen.
Curiosamente, los jesuitas, grandes psicólogos, y con erótica de poder muy precisa, van a ser los impulsores de la confesión auricular, que había caído en decadencia en los siglos medios, a causa del escandalo de las indulgencias, de las bulas, etc. tengamos presente aquel inefable pasaje de Chaucer en su Pardoners Tale. Durante muchos siglos, los cristianos se confesaban mutuamente sus pecados unos a otros. Se hacía profesión de fe y propósito de la enmienda en la plaza pública, como avalan las procesiones de disciplinantes y encapuchados a partir del siglo X. Los pecadores cubrían sus carnes de bayeta o de saco y los cabellos de ceniza, acto muy frecuente en tiempos de peste y de guerra. Aunque parece ser que la confesión auricular encuentra su origen en los albores del siglo XIII, casi al mismo tiempo que el celibato. Los pecados no se perdonaban sin su correspondiente recudimiento, satisfacción o reparación de la ofensa.

Había tres transgresión mayores como era el homicidio, el adulterio, la blasfemia o apostasía, cuya absolución correspondía al obispo y en casos determinados se reservaba al papa. Y ésta no era impartida automáticamente; por lo que cabe pensar que la confesión auricular no se asemeja en nada a aquellos pecados que sólo se purgaban mediante largas peregrinaciones y ayunos y no es más que un remedo decadente y bufonesco del spiritu de verdadero arrepentimiento en el que nació. Aquellos malheridos en la vía pública o en trance de muerte pedían a gritos confesión, como comprobamos con harta frecuencia en las comedias de capa y espada, pero en ello quizás no hubiera más que un reflejo condicionado de tratar de morir como cristianos viejo, o de ganarse un puesto en en el cielo.
Este sacramento de institución canónica y por tanto no de dogma de fe ha contribuido como ninguno otro a afianzar el prestigio de la Iglesia, aunque haya sido también uno de los abusos del poder jerárquico más fehaciente, porque es rito de iniciación y de sumisión. El pueblo sabio sigue sin embargo refractario a contemplar a muchos confesores como verdaderos ministros de la divinidad. A lo largo de los siglos corrieron infinidad de aforismos como a confesión de pandereta, absolución de castañeta. Expropio Góngora que era cura y de origen judaizante se mofa de esto de las confesiones cuando suelta aquello de cuando pitos, flautas y cuando flautas, pitos, a los que sigue un “ego te absolvo” de tambor.
El principio teológico se basa en la potestas clavium, asunto muy contendibles y polémico. Cristo dio a sus discípulos en verdad la facultad de remitir y de retener los pecados, que son lavados siempre por las aguas del perdón bautismal. Pero, tomando el rábano por las hojas no faltan apologistas que relacionan la potestas clavium con la primacía del obispo de Roma sobre todos los obispos de la cristiandad. Es un carisma , el del perdón de los pecados, como la facultad de curar, inherente a la segunda persona de la Trinidad de la cual participan los cristianos a través del amor y la aceptación de Cristo. No hay que olvidar que el Evangelio es la única religión de la tierra , y de ahí su carácter divino, basada en la caridad, el perdón y la reconciliación del ser humano con su creador. Esta verdad dogmática es irrefragable. Lo que sí es impugnable es el deseo de detentar ese carisma en exclusiva, siendo asumido el todo por la parte, sofisma claro.
La recitación pública (exomologesis), harto frecuente a partir del tercer siglo de nuestra era, adquiere rango normativo en la época merovingio, cuando los pecadores y pecadoras públicas comparecían a las puertas de las abadías y de las catedrales mostrandose contritos, entonando algo tan bello como son los salmos o recitando letanías. En tiempos de calamidades era asimismo no menos frecuente encontrarse por la calle con comitivas de disciplinantes. Se creía que el pecado era de todos y que Dios tenía que ser aplacado de una forma coral. La expiación tenía que ser a la vista de todos de forma solemne. No obstante, quebrantamientos tan graves del decálogo como la apostasía, el homicidio o el estupro , según la tesis de los montanistas, caían fuera de la jurisdicción del simple sacerdote o del obispo, y habían de ser remitidas a la autoridad de los pontífices y de los patriarcas. Para aplacar la colera de la divinidad fueron instituidos los años santos, jubileos y visita a los santos lugares.

La exomolgeis era una una recitación de los pecados del pueblo en peso y en alta voz. Señor dios, hemos pecado. Apiadate de nosotros. Esa es la idea. Nada tiene que ver con esos cuchicheos de reclinatorio, la descarga de pecados, pedillos, y pecadazos, casi siempre relacionados con el sexo, a cargo de almas torturados que tanto en el penitente como el gobernador de los spiritus y del que ministra la absolución en nombre de dios alzan un deseo morboso. Desde Freud para acabar la confesión ha tenido que ver la libido y los actos fallidos. En origen la doctrina , siendo perfecta -”a quienes perdonéis los pecados le fueran perdonados y a quienes les retuvieren les serán retenidos”- ha encontrado dificultades en su ap`locación, por lo que en muchos caos el tribunal de la penitencia no ha sido fielato de la gracia, sino una encomienda a la arbitrariedad, que confringe lo más sagrado de la libertad humana. Es inmoral ganar preeminencia sobre el abuso y licitar privilegios y pedestales a partir del complejo de culpa inherente a nuestra condición de pecadores.
En muchos casos, la tarea de gobierno ha sido netamente llevada a cabo bajo cuerda por los confesores. El cardenal Cisneros fue el confesor de Isabel I. Ellos, haciendo gracia del sigilo sacerdotal, se pasaban la información obtenida unos a otros, sin el menor escrúpulo. Esto es al menos lo que descubren las cartas jesuíticas cuyo tema nos ocupa. Hablan de fiestas, saraos, máscaras, estafemos y corre la sortija de las confidencias con luchas de fieras en el palacio del buen Retiro, cerca de la iglesia de San Babilés, y de lo guapa que iba la reina nuestra señora, y de lo apuesto y valiente que anduvo el Rey en estos vistosos espectáculo.
El lunes 11 de diciembre de 1533 hubo toros. La Reina Nuestra Señora llevaba una rica saya entera de espolios de oro encarnado y blanco, con grandísima cantidad de joyas. Entró luego en la plaza el marqués de Gelevés a caballo con la guardia española de que es capitán y luego el de sástago con la alemana. soltaron toros que fueron buenos; no toreó nadie más que Francisco Carvahal, que lo hizo bien. Concluidos los toros, se dio principio al juego de cañas. Entró la cuadrilla de S.M. , compuesta por el Conde duque, marqué de car`pio , de Leganés, el gentil hombre de cámara, don Luis de Haro,













































































































































































































































































































































































































































[1] Bobby londinense: número de la policía constabularia o de Scotland Yard
[2] Es la oración más antigua a la santísima virgen. Data del siglo III.
[3]Charing Cross y Liverpool street station son dos estaciones ferroviarias en el centro de Londres
[4] No lo hagas. No lo hagas.
[5] Albigenses de la ciudad de Albi en el Languedoc y también llamados kataros (del gr. catarsis, purificación, o perfectos, que creían en la reencarnación y que, a través de los Cruzados y Templarios, habían entrado en contacto con los gnósticos de Oriente, sólo admitían el Evangelio de San Juan, donde se establecían las bases de la purificación a través de la mandaa, eran cristianos de base. Pretendían practicar las enseñanzas de Cristo mediante la plegaria, el trabajo comunal y la caridad del prójimo. Odiaban la hipocresía y nunca decían mentira, sólo la verdad pura. Con sus grandes conocimientos artesanos y su fuerte ascendencia cultural en Francia, se cree que fueron ellos los grandes constructores de catedrales. Y cantaron a la mujer instituyendo el amor galante a través de los trovadores provenzales. En un principio, los Perfectos se abstenían del trato carnal, pero, a medida que fueron evolucionando, gracias a su apego a la industria y al comercio, que les hizo ser ricos y promotores de la burguesía, porque, gracias a su movilidad por todos los rincones de Europa, el sistema feudal de siervos de la gleba, y su radicación en un territorio concreto, el del castillo, manso, o señor de horca y cuchillo, la cristiandad se puso en camino, porque, entre otras cosas, difundieron el culto de las reliquias, la búsqueda del Grial y las peregrinaciones masivas, evolucionó hacia un género de vida más libre de manumitidos que iban de acá para allá, de ciudad en ciudad, de castillo en castillo, de feria en feria, propugnaron el amor libre y la eutanasia. El amante galante y platónico armoniza entonces con el fisiológico. A criterio de los cátaros, el don más grande que el Creador puso en laraza humana es el instinto de conservación, que a través de la cópula carnal, vuelve a los amantes perfectos. Los que caían en esta dulce debilidad siempre tenían la oportunidad de recibir el consolamentum o viático para la otra vida y la endura que les hacía acudir a la hoguera para ellos preparada por los inquisidores con una sonrisa a flor de labios, porque sabían que, si en esta vida no habían podido alcanzar el techo de sus anhelos de perfección les esperaba la reencarnación en otro ser humano, o en un animal. Se decía que a través de la gnosis habían llegado a un conocimiento del verdadero rostro de Cristo. Fueron masacrados impunemente por la jerarquía , mediante las predicaciones de Bernardo de Claraval, Domingo de Guzmán y Vicente Ferrer. Este valenciano fue un verdadero instigador de los progroms en Castilla. Sin embargo, la Iglesia Católica bebe en fuentes cátaras y esotéricas algunas de sus sabidurías más manifiestas. Entre ellas, el culto a la Virgen adornada con todos los atributos de Pureza y defensa caballerosa de la mujer, que ellos divulgaron. La hiperdulía tiene por tanto ascendencia cátara y conserva ese sello esenio y judío de los cristianos de San Juan Bautista.
[6] Estos signos tendrán aquellos que me sigan: en mi nombre expulsarán demonios, domarán las serpientes, y si probasen algún veneno, no les hará daño. Sobre enfermos e impedidos impondrán las manos y estos sanarán.
[7] Felices sean todos aquellos que no estén manchados por el trato torpe que desencadenan las mujeres.
[8] A sus príncipes los echaré a los perros. No habrá pan en su casa. Yo esperé que la vid diera uvas y sólo dio racimos silvestres.
[9] Aparecido ya el astro de la mañana, al Señor roguemos suplicantes.. Es una oración en la que prorrumpían los monjes templarios al levantarse.
[10] Rimas II. Bartolomé Leonardo de Argensola. Madrid, 1974. Espasa Calpe, pp. 12
[11] Disputa sobre el patronato. A principios del siglo XVII España se escindió en dos mitades a causa de la cuestión a cerca de qué santo de la corte celestial debería figurar como mentor e intercesor de la patria. En el partido de los santiguistas, entre los que figuraba Quevedo, militaban los “godos” o cristianos viejos, mientras que la facción de los teresianos o teresianistas, de raíz conversa, querían dar el lauro a Santa Teresa. El autor de los “Sueños” propuso una solución salomónica: nombrar a la Venerable Sor María, la monja válida y consejera de Felipe IV. Aun esas dos Españas siguen sin ponerse de acuerdo.
[12] Sor Marñia de Ágreda, tomo II, selección de Gonzalo Torrente Ballester. Ediciones FE. Madrid, 1942 pp. 147
[13] Cada vez parece más firme esta suposición.
[14] Don Gaspar de Guzmán y Pimentel, Ribera y Velasco y Tovar, III Conde de Olivares, por muerte de sus hermanos mayores, nació en Roma en 1587. Estudió en salamanca. Felipe III el doce de abril de 1621, poco antes de su muerte, le hizo Grande de España y su sucesor, al subir al trono, primer ministro. Fue Gran Canciller de las Indias. Comendador de la Orden de Calatrava, Conde de Aznalcollar y tesorero de la Corona de aragón, adelantado mayor de Guipúzcoa. En su persona reunió todos los títulos nobiliarios. Murió en toro el 22 de julio de 1645. Había casado con la condesa de Monterrey, Inés de Zúñiga y Velasco, pero el matrimonio no tuvo descendencia, a pesar de las aparatosas copulas que sostuvieron los esposos en el convento de San Plácido, referidas por Marañón.
[15] Y los monumentos se abrieron y los cuerpos de muchos santos, que habían muerto, resucitaron. y saliendo de su postración, despues de la resurrección, vinieron a Jerusalén y se aparecieron a muchos ( Mat. XXVII, 52,53)
[16] Parece ser , de acuerdo con los informes periciales post mortem ´,que padeció de mal de ijada ,y que su talón de Aquiles era el hígado. Su semblante algo amarillento y el rostro con ojeras algo anteáceo así lo reflejan. Varias veces hubo de ser sangrado a causa de cólicos nefríticos, o mal de piedra

Avé Maria Puríssima !

Santa Beatriz da Silva

As Irmãs a seguir

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