abril 13, 2012

"Me Llamaran Beatriz»









                    
     
                 FRAY   JOSÉ   GARCÍA   SANTOS










                    

                 ME   LLAMARON   BEATRIZ
































        


                      Dedicatoria: A mis hermanas concepcionistas,
                                   la voz más sonora en la Iglesia
                                   que canta a la Inmaculada.
                                           












































PRIMERAS  PALABRAS.

     Te presento la vida de una mujer, que, de no saber que fue real y vivió en nuestra historia, fácilmente podríamos pensar que se trata  de un personaje arrancado  a la novela. Pero no; es real, muy real, y muy interesante.
     Mi trabajo ha consistido en fijarme en unos textos y dejarlos hablar por boca de la protagonista; con esos hilos he tejido toda la trama.
     La forma autobiográfica que he dado al relato salta a la vista              que es un artificio literario, pero ajustándome escrupulosamente a los textos. Dos son los fundamentales: la llamada NOTA BIOGRÁFICA  de Juana de san Miguel (1512) y la excelente DONA  BEATRIZ  DA  SILVA (2008), del portugués José Félix Duque, cuyo texto en castellano será pronto accesible.
     Para mayor información he añadido un Apéndice, con el texto de Juana de san Miguel y el grueso de la homilía de Pablo VI en la canonización de santa Beatriz.

          Fray José García Santos.
                        Convento del Palancar, 8 de diciembre de 2011.
                                Solemnidad de la Inmaculada Concepción.
 



















     1.  LA SANTA DEL ROSTRO  ESCONDIDO


         Así tituló Fausta Casolini la biografía oficial de santa Beatriz de Silva, en su canonización de 1976. Recogía en ese epígrafe el gesto de una mujer que durante más de treinta años vivió con el rostro detrás de un velo.
     ¿Dato histórico? Sin duda; pero también metáfora: detrás de ese velo se escondía la intimidad de una mujer que había decidido entregarse enteramente al Señor. A nosotros nos privaba de contemplar en sus ojos la hondura y lozanía de su alma, reservando ese placer a la mirada de Dios, más veraz y más limpia. Dicen que lo hizo para evitar que su belleza fuera ocasión de pecado; porque era guapa, guapa, muy guapa, y agraciada. La sangre juvenil arrebolaba sus mejillas con un candor y atractivo casi, casi irresistible. Fue esa casi lo que en sus años de cortesana le creó ciertos problemas, sin buscarlos; por eso tomó la decisión de retirarse de aquel avispero y cubrir su rostro.
     Ya no era el galanteo de la corte su preocupación, pues había salido de ella y había entrado en un convento de dominicas en Toledo, aunque haciendo vida seglar; eso sí, con vestido honesto y llena de piedad. La metáfora del velo alcanza ahora otro nivel: ha encontrado al esposo de sus amores y sólo para él quiere vivir en cuerpo y alma; basta con que él la contemple, pues su mirada es limpia. Definitivamente, los hombres ya nada tienen que ver con ella: se ha consagrado al Señor.
     Al Señor y a la Inmaculada Concepción, cuya belleza hizo que se olvidase rápidamente de la suya. ¡Tota pulcra!, ¡Toda hermosa! ¡Qué bella estampa para entender el sentido profundo de su vida! No me neguéis que Beatriz tenía un gusto exquisito.
     Exquisito y contagioso; pues cuando dio a conocer su propósito a unas cuantas jóvenes, todas, absolutamente todas, quisieron estar con ella y vivir la maravillosa experiencia de la hermosura de María; la limpia, la pura, la purísima. Su sensibilidad femenina rompía todas las fronteras para contemplar extasiada (contemplativa) aquella soberana belleza, raíz y prototipo de la nueva mujer creada en Cristo Jesús.
     Mas no fueron egoístas. Un tesoro de estos quilates bien merecía compartirlo; y así se lanzaron, aguerridas y generosas, a establecer en la Iglesia una nueva Orden femenina para honrar e imitar la belleza sin par de María; se llamaría Orden de la Inmaculada Concepción. Lo consiguieron. Y ya llevan cinco siglos contemplando ese bello tapiz azul y blanco, con el que estas monjas escenifican la pureza de María. La culpable se llama Beatriz de Silva. No nos dejó escrito alguno; sólo su vida y obra. Escuchémosla.















     2.   LAS  RAÍCES.


     Voy a hacer mi presentación. Me llamo Beatriz y, como mi nombre indica, soy una mujer muy feliz. Mis padres se llamaron Rui o Rodrigo  Gómez de Silva e Isabel de Meneses. Por sus apellidos corre una larga savia de nobleza, aunque los dos hicieron de su condición cristiana el mejor blasón de su vida. De ellos lo recibí todo y me siento muy orgullosa.
     ¿Quieres saber más de mis padres? Escucha. Rui de Silva era un hidalgo procedente del norte de Portugal; luego fue un bravo militar en Ceuta, a las órdenes de quien más tarde sería su suegro, don Pedro de Meneses. Con él estuvo en Ceuta desde el primer año de la conquista (1415) y a su lado continuó, defendiendo la plaza de las embestidas del enemigo, con mucho acierto y valor.
    Te contaré una anécdota que lo retrata de pies a cabeza. El mismo día de su boda (1423), mientras las autoridades portuguesas estaban en la iglesia asistiendo a su enlace matrimonial, llegó la noticia que los naturales del país habían hecho una incursión y estaban destrozando los barcos de la ensenada; cuando mi padre se enteró, le empezó a hervir la sangre e hizo  ademán de salir rápidamente a defender la ciudad, siendo precisa toda la autoridad del gobernador de la misma, don Pedro de Meneses, que era además su suegro, para que la ceremonia pudiera llevarse a buen puerto.
     Por cierto, ¿le contagió ese valor a mi madre o lo traía ya consigo? Te lo digo porque en cierta ocasión (ya casados) el enemigo lanzó una fuerte ofensiva contra la ciudad. Mi padre estaba junto a la muralla para defenderla; sólo que ahora su mujer estaba con él, luchando con el mismo coraje; hasta dicen que fue herida. Cuando me lo contaron, no pude contener las lágrimas y lloré de alegría, por tener unos padres tan decididos. Yo heredé parte de ese valor. Con ese espíritu pude afrontar las adversidades; y fueron muchas.
     Mi padre no sólo era un valiente militar; era también un excelente hombre de gobierno. Así lo acredita la decisión de su suegro al marchar a la metrópoli en 1424, encomendándole el gobierno de la ciudad durante los nueve meses de su ausencia. Al año siguiente lo arma caballero. Nueve años más tarde (1433) el rey don Duarte o Eduardo le nombra consejero real, cargo de elevado prestigio, y le confía la defensa del castillo de Ouguela, pequeña población cercana a Campo Maior; el 8 de abril de 1435 será nombrado alcalde de Campo Maior, por muerte del titular. Ya vivían en la metrópoli.
     Hora es ya de decirte que mi madre, llamada Isabel de Meneses, era hija natural de ese don Pedro de Meneses, entonces gobernador de Ceuta, primer conde de Vila Real y más tarde, segundo conde de Viana. De él dice su cronista, Eanes de Zurara, que era persona generosa y acogedora, muy religioso y preocupado por rescatar a los cristianos cautivos. Y mujeriego. Se casó cuatro veces, tuvo tres hijas legítimas y dos ilegítimas, más un bastardo, amén de los hijos legítimos. Mi madre fue legitimada y más tarde dada como esposa a mi padre. Desconocemos la fecha de la boda, pero no la del compromiso matrimonial, que fue el 16 de noviembre de 1422. El 12 de julio de 1423 ya estaban casados, a tenor de una bula de Martín V dirigida “Al amado hijo y noble varón Rodrigo Gomes de Silva, militar, de la diócesis de Braga, y a la amada hija en Cristo y mujer noble Isabel de Meneses, su esposa”. El papa les concede una indulgencia con motivo de su boda.
     ¿Cuánto tiempo permanecieron en Ceuta?  Por una carta real con fecha 24 de marzo de 1427 sabemos que mi padre disfrutaba de una pensión en Ouguela,  fruto de las sisas de Campo Maior. La pensión tenía efecto retroactivo desde el primero de enero; lo que nos lleva a suponer que el matrimonio ya estaba en Campo Maior a finales de 1426. Estas fechas son interesantes para averiguar el lugar de mi nacimiento.
    
























     3.  LO  QUE  SE  SABE  ES  QUE  NACIÓ  EN   CAMPO MAIOR


      Así de clarito lo consignó Juana de san Miguel en un papel que introdujo en la urna que contenía mis huesos en 1512, que a la postre se ha convertido en la primera nota biográfica de mi vida. Dijo más: “la cual falleció año de mil y cuatrocientos y noventa y dos”. Para concluir:
“Esta señora falleció de edad de cincuenta y cinco años”.
     ¿Qué quién era Juana de san Miguel? Una mujer de cuerpo entero y de alma más entera todavía. Los historiadores la hacen originaria de Cuenca. Lo cierto es que se trata de una discípula, que asiste a mi muerte y que más tarde será una de las columnas sobre las que se levante la nueva Orden de la Concepción. Toda una autoridad, diríamos hoy.
     Año 1437. Las calles y plazas de Campo Maior celebran con alegría el nacimiento de un nuevo vástago en el matrimonio Silva-Meneses. No en vano esa pequeña población, cercana a Badajoz, tenía como alcalde a mi padre, que vigilaba y defendía desde el castillo toda la frontera con España.  ¡Curioso! Yo nací el mismo año en que murió mi abuelo materno, don Pedro de Meneses.
    No era la primera; tampoco fui la última, pues en total fuimos 13 hermanos, siete hembras y seis varones. La historia me ha colocado por encima de todos; pero también recuerda a Juan, llamado fray Amadeo cuando vistió el hábito franciscano, y a Diego, ayo del rey don Manuel de Portugal y padre de mi sobrina Felipa, que tomó las riendas de la Orden de la Concepción a raíz de mi muerte en 1492.
      ¿Quieres saber los nombres de mis hermanos? Esta es la lista: Pedro, Alfonso, Juan, Fernando, Diego y Aires, los varones; las hembras: Blanca, María, Guiomar o Jerónima, Mencía, Leonor y Catalina; yo era la tercera.
     Campo Maior era y sigue siendo lugar fronterizo con España. Estaba rodeado de doble muralla, coronada por un espléndido castillo, desde donde mi padre vigilaba la seguridad de la villa. En el mismo castillo o en viviendas adosadas estaban las estancias de la familia Silva-Meneses. Digo estaban, pues hoy apenas si queda un leve recuerdo, merced a que en 1732 un rayo cayó sobre el castillo y alcanzó al polvorín, volando todo por el aire. Los lugareños han querido inmortalizar estos emplazamientos dándole a la calle el nombre de Santa Beatriz. ¡Así se hace! Es como gritar a los cuatro vientos: BEATRIZ DE SILVA NACIÓ EN CAMPO MAIOR.
     Esta era una verdad indiscutible, que pasó de boca en boca hasta 1818. ¿Qué ocurrió en esa fecha? Que se publicó una “Historia de la ciudad de Ceuta”, escrita por don Jerónimo Mascarenhas, portugués nacionalizado español. La obra se publicó este año, pero había sido escrita en el siglo XVII, sin efecto alguno, al no ser conocida. Cuando llegó al gran público leyeron asombrados que yo había nacido en Ceuta, siendo no pocos desde entonces los que siguen afirmando, sin que les tiemble el pulso, que nací en esa plaza africana. ¿Interés político? ¿Ignorancia? Al menos esto último, sí, como han demostrado documentalmente fray Antonio Domingues de Sousa Costa y don José Félix Duque.
     Te he señalado un año y un lugar para acomodarme al modo de los mortales, para quienes el lugar y la fecha son garantía de verdad. Olvidan que la vida es un misterio
- hermoso misterio- , cuya grandeza en parte rebajamos cuando le ponemos los rodrigones de la geografía y el tiempo. Quizá por eso ignoramos la fecha exacta y el lugar del nacimiento de Jesús, de la Virgen María y de otros muchos. La ausencia de esos datos nos presenta el misterio más en carne viva. Lo importante es su existencia y lo que hicieron. Algo así ha sucedido con mi vida en la Iglesia. Para entenderla mejor debe ser proyectada en la intemporalidad y trascendencia. Ahí es donde tiene pleno sentido.
      A los pocos días de mi nacimiento, como era costumbre, me llevaron a la pila bautismal para hacerme cristiana.
     -¿Qué nombre han escogido para vuestra hija?, preguntó el sacerdote a mis padres.
     -Queremos que se llame Beatriz. Bonito nombre. Proveniente del latín, significa bienaventurada, feliz, dichosa. ¿No fue ese nombre el que Isabel, la madre de Juan Bautista le dio a la Virgen, cuando le dijo: “dichosa tú que has creído?” Y a fe mía que mis padres acertaron de pleno en el nombre, pues entre lo que ellos me dieron y lo que Dios me regaló fui la mujer más feliz del mundo, a pesar de los contratiempos, que no fueron pocos. Beatriz era por otra parte un nombre enraizado en mi familia, tal vez como consecuencia de mirar la vida como un espléndido regalo de Dios. Yo siempre la vi así.
     El bautismo se celebró muy posiblemente en la iglesia de santa Clara, vecina al castillo de mi padre, de la que hoy prácticamente nada queda; pero es tradición del lugar que la pila bautismal conservada hoy en la iglesia matriz procede de la derruida iglesia de santa Clara. De ser así, sería la pila donde me cristianaron. 
     De mi infancia recuerdo pocas cosas. Eso sí; ¿te figuras una mesa rodeada por 13 hermanos y sus padres? ¡Qué espectáculo! ¡Y cómo quedó plasmado en mi mente el sentido de familia y cariño!
     A mí me gustaba mucho jugar al escondite en el jardín de la casa. Disfrutaba cuando tardaban en encontrarme y lo tomaba como una victoria. Era muy feliz entre los míos. Más tarde, de mayor, me di cuenta que rezaba con las oraciones aprendidas en el hogar.
     Los escritos más primitivos acerca de mí subrayan de manera muy especial aspectos de mi piedad, recordando que era devota de san Rafael, de san Juan Bautista, de santa Ana, de san Francisco de Asís y de san Antonio de Padua (de Lisboa, para mí)); pero sobre todo, de la Virgen María, y más concretamente de la Inmaculada Concepción. Y subrayan: “desde que supo algo”, “desde que supo decir el Ave María”. Lenguaje bastante expresivo para indicarnos que todo empezó muy pronto. Allí aprendí a ver las cosas (hasta las más duras, y ya te contaré todo lo que pasé) con verdadero sentido cristiano, que no es otra cosa sino reconocer la acción de Dios por encima de la nuestra; con la ventaja de que él nunca obra mal.










  4. ¡VIVA  LA   INMACULADA!

      Como el misterio de la Inmaculada Concepción fue lo que finalmente decantó mi vida, fundando una Orden religiosa dedicada a su culto, no estará demás que tratemos de contextualizar ese dato.
      Yo nací y crecí en un ambiente fuertemente inmaculista, lo mismo en Portugal que en España. A nivel de Iglesia universal, en 1439 se celebra en Basilea un Concilio ecuménico, declarado cismático en su segunda etapa. Uno de los temas básicos allí abordados fue el declarar verdad dogmática la concepción inmaculada de María. El rey Juan II de Castilla envió como teólogo representante suyo al sacerdote diocesano Juan de Contreras o de Segovia, a quien los padres conciliares encomendaron la redacción del texto dogmático. A su vez, colocó frente a la delegación real al Concilio a un pariente mío y luego mi protector en Toledo, don Juan de Silva, primer conde de Cifuentes; se hizo célebre su tenacidad en defender el misterio inmaculista. Tenemos aquí un dato histórico que conviene resaltar: en la corte de don Juan II de Castilla, a la que unos años más tarde me incorporaré, se vive intensamente un clima inmaculista.
      Pasando un poco más adelante, tenemos que en 1471 (ya estaba yo en Toledo) el papa Sixto IV (que tenía por confesor a mi hermano fray Amadeo) promulga una bula por la que se concede a los que recen el Oficio de la Inmaculada las mismas indulgencias concedidas al Oficio del Corpus; en 1476 aprueba un nuevo Oficio de la Inmaculada, compuesto por el sacerdote Leonardo de Nogarolis; en 1480 hace lo mismo con el compuesto por   fray Bernardino de Bustos; en 1483 condena con penas severísimas a cuantos se opongan a la tesis inmaculista, y autoriza la consagración de un altar a Nuestra Señora de la Concepción en la iglesia florentina de san Pedro de Rípoli.
      Por lo expuesto, caemos en la cuenta de que el clima para realizar mi idea de fundar una Orden en honor de la Inmaculada era propicio. Fue el pueblo llano, que no entiende de teologías pero con  un olfato exquisito para enlazar con el misterio, el que organizará manifestaciones públicas para defender su devoción. Sonoras fueron las que en el siglo XVII organizaron los sevillanos, dirigiéndose al convento dominico de Regina, cantando a pleno pulmón:
                  “Aunque lo diga Molina,
                    el convento de Regina
                    y su padre el provincial,
                   María fue concebida
                   sin pecado original.                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                   
      No dice el cronista si hubo lanzamiento de tomates contra los dominicos. Lo dudo. Aquella gente era más cuerda y nunca pensó que su propuesta tuviera que ver nada con la cantidad de tomates arrojados. Para entonces ya existía mi Orden de la Inmaculada Concepción.












    5. CORTESANA  A  LOS  SIETE  AÑOS

      Después de esta excursión por la historia, volvamos a los días de mi infancia. Muy cerca de Campo Maior estaba la pequeña aldea de Ouguela, con su castillo, cuyo cuidado corría también a cargo de mi padre. Aquí tenía mi familia una finca poblada de pomares, donde solíamos pasar algún tiempo, contemplando la naturaleza en vivo, respirando el aire nuevo de la campiña y gustando el sabor agridulce de la manzana tentadora. Pero por poco tiempo. La infancia por entonces terminaba a los siete años, coronada por la Primera Comunión; luego vendría la segunda etapa de mi vida, pero no en la casa paterna. ¿Dónde entonces? En la corte de Lisboa, donde ya se encontraban mis dos hermanas mayores.
     La corte real de aquel tiempo era como una especie de internado donde los nobles (y mi familia lo era) colocaban a sus hijos para recibir la educación adecuada; los varones, en compañía del rey (su cámara) y las niñas, con la reina y las infantas, en cuya compañía iban aprendiendo los modos propios de la vida de una mujer, que en este tiempo era el matrimonio o la vida religiosa.
      Allí estuve tres años como dama de mi parienta la princesa Isabel, nieta del rey Juan I de Portugal y futura esposa del rey Juan II de Castilla. Era cuatro años mayor que yo, y a su lado recibí una excelente formación humanista: canto, música, danza y el arte de iluminar, sin olvidar el aprendizaje del latín, castellano y francés, que formaba parte del plan formativo de la corte.
     Luego vino lo inesperado para mí: la princesa Isabel contrajo matrimonio con el rey Juan II de Castilla en 1447 y decidió llevarme con ella a España. Me quería mucho. A mis padres también les costó mi salida de Portugal, pero revivieron profundamente el servicio a la patria, del que siempre hicieron gala. Me abrazaron y me dieron su bendición. Los escritos de la época, refiriéndose a mí, dicen que vine a Castilla “con poca edad”. Como quiera que nací en 1437 y la venida a Castilla fue en 1447, la “poca edad” quiere decir que tenía exactamente diez exultantes años. Te lo cuento en el siguiente capítulo.

























   
   6. FLORECE  UNA  AZUCENA   EN  TORDESILLAS

      El rey don Juan II de Castilla tenía una deuda con la corte portuguesa. En 1445, a petición suya, un ejército portugués se adentró en Castilla para oponerse a los infantes de Aragón, que le disputaban el trono. Los príncipes fueron derrotados en la batalla de Olmedo; pero  las arcas reales estaban vacías y en modo alguno podían retribuir a las tropas lusas. Fue entonces cuando don  Álvaro de Luna, el gran valido del rey, urdió la forma de salir airosos de aquel trance. El rey hacía unos meses que había enviudado; contaba solamente cuarenta y dos años y no tenía sino un hijo (reconocido), el futuro Enrique IV, por lo que era preciso casarlo de nuevo para ampliar la descendencia. La novia escogida no fue otra que la princesa doña Isabel, de quien yo era dama; contaba entonces 14 años, edad muy adecuada en aquellos tiempos para establecer nuevos hogares. No llevaría dote, computándose como tal la suma dineraria debida a los soldados vencedores en la batalla de Olmedo. La decisión, por supuesto, no fue de ella sino del regente portugués don Pedro y la madre de aquella, llamada también Isabel.
     Siguiendo el protocolo de la época, el contrato matrimonial se firmó en Évora el 10 de octubre de 1446, con el consentimiento de ambas casas reales. Los esponsales tuvieron lugar en la pequeña villa de Alcaçovas (cerca de Évora) a primeros de 1447; representaba al monarca castellano el plenipotenciario don García Sánchez de Valladolid.
     Una de las cláusulas del contrato decía que el matrimonio debía celebrarse ante la Iglesia treinta días después de entrar doña Isabel en Castilla. Así que el cortejo comenzó su recorrido oficial. De Alcaçovas pasamos a Lisboa; de Lisboa a Coimbra; de Coimbra dirigimos los pasos hacia el norte, hasta llegar a Pinhel; seguimos unos kilómetros más y nos adentramos en territorio castellano, para llegar a Madrigal de las Altas Torres, provincia de Ávila, donde entonces residía la corte; era a mediados de junio. El 22 de julio el obispo de Plasencia, don Pedro Castilla, primo del monarca, presidió el enlace matrimonial en el actual Salón de Embajadores del palacio real. Dicen las crónicas que entre los asistentes estaba el famoso poeta don Íñigo López de Mendoza, marqués de Santillana, que dedicó a la joven reina un poema digno de su pluma, elogiando su belleza. En ese cortejo iba yo, que desde ese momento voy a formar parte de una corte fuertemente influenciada por la corriente renacentista, una de las claves para entender en profundidad mi vida.
       Hermosa la reina, hermosa la dama. ¿Cuál de las dos lo era más?  Te hago esta pregunta para interpretar la trama que el dramaturgo Tirso de Molina desarrolló en su “Doña Beatriz de Silva”. Escucha la anécdota.
      La reina, mi señora, era muy gentil y bella. Su hermosura había llegado a oídos de su novio el rey don Juan II, que nunca la había visto en persona; de ahí que enviara a Lisboa a su pintor de cámara para hacerle un retrato y así verla antes de la ceremonia. Y lo que son las cosas. A mí también me regaló Dios una gran hermosura, hasta el punto de cautivar al pintor del rey, que también hizo mi retrato. Cuando el rey lo vio se prendó de mí, pensando que era el de su novia, con el consiguiente disgusto al decirle que su prometida era la del otro cuadro. Lo pasé muy mal.
     Poco después de la boda abandonamos Madrigal de las Altas Torres y nos dirigimos a Tordesillas (Valladolid), donde la corte real estuvo más de asiento. Aquí se desarrolló uno de los capítulos más importantes de mi vida.
     La corte de la reina Isabel era una institución donde las familias nobles depositaban a sus hijas, que se entregaban al servicio de la reina, según el protocolo establecido. Además nos ejercitábamos en la oración, el bordado, los juegos y las tertulias. ¡Cuántas cosas aprendí en aquellas tertulias! También leíamos libros, sobre todo, los que trataban de la educación de la mujer. Junto a esto, los cortejos, los banquetes, los bailes, los torneos, las cacerías; para volver a encerrarnos en el palacio. Una vida harto aburrida.
     Aquel no era mi mundo. ¡Qué diferencia con mi casa! Lo de menos era el idioma, que ya había aprendido a chapurrear en Lisboa; lo que más me molestaba era el lenguaje poco sincero y el afán de medrar a cualquier precio. Aunque nunca me faltaba el cariño de la reina, ¡qué distinto era al de mi madre!
     Había aprendido en mi casa que el mayor valor es la propia persona, así que me dediqué a cultivar mi vida interior y a orar mucho. Necesitaba ver muy claro cómo debía responder a mis obligaciones de dama sin menoscabo de mi dignidad.
     Desde el día en que salimos de Madrigal de las Altas Torres habían pasado ya tres años, sin mayor contratiempo. La vanidad de la corte, que tanto me molestó al principio,  terminé asumiéndola como tarea de mi vida palaciega, pero siempre iluminada por la fe. Entonces surgió un  nuevo problema. Tenía ya trece abriles cumplidos, y muchos cortesanos comenzaron a cortejarme y presentar el horizonte del matrimonio. Fue una sacudida muy fuerte. Además, yo era guapa, muy guapa, cosa que no me envanecía, porque en mi casa había aprendido que todo es don de Dios y que la belleza del espíritu supera a todas. Ninguno me hizo proposiciones deshonestas; pero debo decirte que ese despertar del amor humano me desconcertó no poco. Necesité varios días para reponerme.
     Nunca di palabra a nadie, ni siquiera una esperanza; porque, apenas me repuse, comencé a vislumbrar que el destino de mi vida no pasaba por el matrimonio. Ellos cada vez insistían más y más; yo también cada vez me afirmaba más y más en la nueva dirección de mi vida. Para realizarla debía contar con la aprobación de la reina, a cuyo servicio estaba. Era buena y me quería mucho; pero difícilmente toleraba que alguien le llevara la contra. Hasta es posible que las proposiciones de matrimonio fueran en buena parte suscitadas por ella, buscando siempre mi bien. ¿Cómo decirle que estaba decidida a consagrarme al Señor?  Sólo Dios sabe lo que me costó dar ese paso.
     Por fin, un día, aprovechando que estábamos solas, le descubrí mi corazón. Se enojó mucho. Primero, trató de convencerme, a lo que me resistía con una fuerza que no era mía sino de Dios; fue entonces cuando en un arranque de cólera me dijo: voy a poner aprueba tu vocación; si la superas, tendrás toda mi licencia para realizarla. Me llevó a un cuarto oscuro, cerró la puerta con llave y me dejó dentro. ¡Cuitada! Pensaba que la oscuridad iba a meterme miedo en el cuerpo; pero no fue así.
     Allí estuve encerrada, pero no sola. Se me apareció la Virgen María, vestida de blanco y azul, y me dijo: Yo soy la Inmaculada Concepción; quiero valerme de ti para instituir en la Iglesia una Orden nueva, dedicada a darme culto en el misterio de mi Concepción Inmaculada. Me restregué bien los ojos, por si era una fantasía; pero qué va. Estaba junto a mí y casi me atrevo a tocarla. Por lo demás, la alegría interior que me embriagaba era tal, que le prometí al Señor en ese mismo instante consagrarle de por vida mi virginidad.
     Cuando volvió la reina y me vio tan animosa ya no quiso oponerse más, y me dio su licencia para salir de palacio.¡Era libre! Pero no le conté la visión  que había tenido. Era el año 1453. Tenía la florida edad de 16 años y un mundo por delante cargado de ilusiones.


























     7. EL  MANANTIAL   OCULTO.

     Desde aquel día la vida en palacio empezó a repugnarme, y mi corazón sentía muchas prisas para realizar el proyecto. Se lo comuniqué a mis padres (que aún vivían) pero sin aclararles demasiado, pues yo misma ignoraba lo que Dios quería hacer conmigo en concreto. Se lo dije también a la reina, y con su bendición comencé mi particular itinerario. El cortejo lo componían pocas personas; entre ellas, mis fieles criadas María de Saavedra e Isabel Vázquez. Y me marché a Toledo.
     Toledo era y sigue siendo una hermosa ciudad castellana llena de historia, de arte y de espiritualidad. Era además la cabeza espiritual de la Iglesia española. Distaba de Tordesillas unos 250 kms.
     Las jornadas se sucedían monótonas y cansinas. Cuando ya restaba poco para llegar a la meta, dos personas vestidas con hábito franciscano salieron a nuestro encuentro. No pude contener el espanto. Pensé que se trataba de dos bandoleros disfrazados que venían a robarnos, si bien sus modales en nada daban a entender que lo fueran; cuando me di cuenta estaba llorando. Al verme así conturbada, me preguntó uno de ellos en portugués: ¿por qué lloras? Al terminar la explicación los dos competían en consolarme. Se lo agradecí mucho.
    Luego, ya sosegada, me dijeron: ni te vamos a robar ni tampoco vamos a matarte, sino que venimos a decirte de parte de Dios que llegarás a ser una mujer muy importante en la Iglesia; más aún, serás madre de innumerables hijos. Me alegré por lo primero, y a lo segundo pregunté: ¿cómo puede ser eso, si tengo consagrada mi virginidad al Señor y ni con el emperador que me lo pidiera me casaría? Bien está, respondieron; pero advierte que todo lo que te hemos dicho se cumplirá.
     Entonces no entendí cosa alguna y quedé confusa. Pasados algunos años, comprendí que me hablaban de la Orden de la Inmaculada Concepción que Dios, valiéndose de mí, iba a instituir en la Iglesia; mis hermanas concepcionistas serían las hijas que llenaran el mundo entero, como así fue en efecto.
    Cuando llegamos al mesón donde teníamos que recobrar energías, por más que los buscamos para que nos acompañaran a la mesa, fue imposible encontrarlos. Recapacitando un poco, pensé que se trataba de san Francisco de Asís y de mi paisano san Antonio, por los que desde niña sentía gran devoción.
     Llegamos por fin a Toledo. Despedí a la comitiva, que se volvió a Tordesillas. María de Saavedra e Isabel Vázquez quedaron conmigo, y las tres nos dirigimos al monasterio de santo Domingo el Real, de monjas dominicas, que esperaban nuestra presencia.
     ¿Por qué Toledo y por qué santo Domingo el Real? Desde finales del siglo XIV Toledo fue el lugar escogido por muchos portugueses exiliados por motivos políticos, y otros más. Mi familia estaba  muy bien representada, tanto por los Meneses como por los Silva. Toma nota. En 1373 don Alonso Téllez de Meneses funda el monasterio de santa Clara; es 1451 es doña Guiomar de Meneses la que funda el monasterio de monjas agustinas. Por los Silva, tenemos en 1483 a doña María de Silva, hija de los condes de Cifuentes, que erige el monasterio de Madre de Dios para monjas dominicas; amén de don Aires Gómez de Silva, que fue regidor de Toledo. Como ves, esta ciudad resultaba para mí familiar. Además en Toledo se vivía intensamente la devoción a la Inmaculada.
     ¿Qué por qué santo Domingo el Real entre la variada gama de monasterios que me ofrecía la ciudad? Se trataba de un monasterio fundado en 1364 por doña Inés García de Meneses, de mi linaje, donde nunca faltaron monjas de este apellido. Quien organizó y llevó todo esto adelante fue mi pariente don Juan de Silva, consejero del rey don Juan II de Castilla y primer conde de Cifuentes. Su preocupación por mí le llevó a dotarme con una pensión vitalicia, en forma de alimentos, para todos los días que viviera en el monasterio.
     El motivo de acogerme al monasterio no fue otro que ver en esa elección el lugar adecuado para lo que no dejaba de darle vueltas; me refiero a lo que me dijo la Virgen María en Tordesillas y me refrendaron los franciscanos camino de Toledo. Necesitaba un lugar apacible y envuelto en espiritualidad para ir descubriendo concretamente los caminos de Dios. Por eso no profesé. Mis dos criadas y yo entramos en él como huéspedas o señoras de piso, como se decía entonces.
    Apenas traspasé el umbral de la puerta reglar respiré hondamente. El marco que me ofrecía la vida claustral era el que yo buscaba; así que desde el primer instante me dediqué a escuchar atentamente la voz del Señor y cómo y cuándo iba a realizar su proyecto. Adopté un signo exterior muy llamativo, que fue cubrirme el rostro con un velo blanco; así casi me obligaba a mirar siempre hacia adentro. Además el velo era también el símbolo de mi desposorio con Cristo Jesús, el novio que yo había elegido. ¡Y a esperar!
     Pasaban los años. Cinco, diez, veinte, treinta…; y Dios guardaba silencio. Sin pretenderlo, estaba reviviendo la vida oculta de Jesús. Era feliz; pero no pude evitar la tentación de que todo pudiera ser fruto de una fantasía. Pedí consejo, y todos me animaban a seguir. ¿Pero cómo? Continué esperando. Más tarde entendí que Dios no tiene prisa, pero siempre llega a tiempo. Así fue. Pasados más de treinta años en aquel retiro, sonó la hora de Dios. Como el Bautista sacó a Jesús a la vida pública, la Reina Católica iba a ser mi especial Bautista sacándome a la nueva vida.




























     8. CAMINANDO  SOBRE  EL  TRAPECIO.

     En una de sus visitas a Toledo la Reina Católica vino a verme a santo Domingo. Quería estar con la antigua dama de su madre. En verdad lo que deseaba era desahogar conmigo su corazón, muy afligido por la flojera espiritual de la Iglesia en España. Junto a su esposo don Fernando había concebido la idea de la renovación espiritual, alentando la corriente de la Observancia, que de una parte y de otra surgía en la vida religiosa. Empecé a ver claro. La fundación de la Orden Concepcionista, por tocar la fibra tan sensible de los católicos españoles, encajaba perfectamente en ese plan de renovación que la Reina quería. Se lo dije. Calló un rato largo. Cuando se repuso, me ofreció todo su apoyo para que un proyecto así se realizara cuanto antes. Había que salir de allí, experimentar durante algún tiempo ese género de vida y luego pedir a Roma la aprobación canónica.
     No había pasado mucho tiempo de la anterior entrevista. Las dos, ella y yo, teníamos prisa, mucha prisa; así que en 1484 me despedí de las monjas dominicas y me dirigí a un edificio propiedad de la Reina, que llevaba el pomposo título de Palacios de Galiana, más por lo que había sido que por la importancia de ahora. Por la capillita que albergaba, con el nombre de santa Fe, comenzamos a llamar así la casa. Mi edad rondaba los  47 años. ¡Qué cosas tiene Dios!
     No iba sola. Desde que la Reina y yo decidimos dar este paso, busqué un ramillete de jóvenes, a las que comuniqué mi idea, y no dudaron en acompañarme. Una era mi sobrina Felipa de Silva, hija de mi hermano Diego. En total éramos trece; una réplica femenina del colegio apostólico. Antes de entrar pedimos licencia al señor arzobispo, el cardenal Mendoza, perfecto conocedor de nuestro plan; viviríamos allí como si de un beaterio se tratase.
     Apenas traspasamos el umbral, saltamos de alegría y besamos las paredes, como quien celebra el gozo de encontrarse en casa. Con mi renta, el trabajo de mis compañeras y la colaboración de la Reina y los fieles, fuimos dando forma de monasterio a aquel desamparado edificio, cerrándolo a la comunicación del mundo, pues queríamos ser monjas de clausura.
     Las obras iban a buen ritmo y nuestra temperatura espiritual era envidiable. Lo primero que hicimos fue poner por escrito nuestra forma de vida y el hábito que debíamos vestir, a tenor del que llevaba la Virgen María cuando se me apareció en Tordesillas. Experimentamos esa forma de vida durante cinco años, con gran provecho nuestro y, como supimos después, también de los fieles; así que nos pusimos de acuerdo con la Reina y enviamos a Roma las preces oportunas, firmadas por la Reina y por mí, en nombre de todo el grupo.
     Regía por estos años la cátedra de san Pedro el papa Inocencio VIII, sucesor de Sixto IV, que tanto impulso había dado  a la doctrina de la Inmaculada, no sin la colaboración de un hermano mío de sangre, Juan, llamado luego fray Amadeo al tomar el hábito franciscano; acaudilló un movimiento de reforma por el norte de Italia, que recibió el nombre de amadeítas. En las preces le expusimos claramente nuestro propósito y la manera de vivir que llevábamos en santa Fe, para que nos lo confirmara.
     No vivíamos, esperando anhelantes la bula del papa. Juana de san Miguel, otra de las jóvenes, es la que más se significaba por su entusiasmo; como además era tan ingeniosa y dinámica, todo le parecía poco para festejar el acontecimiento. Mientras santa Fe hervía con esa esperanza, en Roma el papa Inocencio VIII firmaba el 30 de abril de 1489 la bula aprobatoria. En dos meses más o menos podía llegar a nuestras manos; pero, ¡oh dolor!; la noticia que recibimos fue cómo la nave que la trasportaba se había hundido en el mar, perdiéndose todo el correo que traía. Me pasé tres días llorando. Sólo Juana de san Miguel fue capaz de devolvernos la ilusión.
Pasaron algunos meses hasta que Roma nos envió una copia de la bula perdida. Lo que antes era tristeza se nos trocó en alegría del alma y del cuerpo, y no dejábamos de dar gracias a Dios. Al fin teníamos la palabra del papa, que confirmaba nuestro género de vida, rezos y forma del hábito; cautelarmente nos puso bajo el amparo de la Regla cisterciense, hasta que creciéramos en número y pudiéramos implantar en la Iglesia la Orden de la Inmaculada Concepción.
    Era suficiente de momento. No se nos ocultaba la dificultad de aprobar una Orden dedicada a honrar a María Inmaculada, cuando los teólogos aún seguían discutiendo esta cuestión. De momento sólo se fundaba un monasterio, con el título de la Concepción; pero no pasaría mucho tiempo en que el culto proporcionara nuevas luces para comprender mejor el dogma mariano. Esta era nuestra apuesta.
     Aquello había que celebrarlo. Toda la ciudad de Toledo se contagió de nuestro alborozo, y declararon día festivo aquel, organizando una procesión desde la catedral con la bula en una bandeja de plata, transportada por el franciscano fray Francisco García de Quijada, obispo de Guadix. Todos querían acercarse a la reja del coro para felicitarnos, al tiempo que prometían su asistencia a la ceremonia de toma de hábito  de la nueva forma de vida; el obispo había anunciado que tendría lugar quince días más tarde. Esa noche nadie pudo dormir.
     Dimos los últimos toques a los hábitos, al manto y a los velos; dispusimos lo más indispensable para convidar al pueblo asistente y dedicamos los días siguientes a una oración más intensa, disponiéndonos así para acontecimiento tan importante. ¡Qué alegría tan grande! Me iba a convertir en dama de la Reina de los cielos. Pero Dios…
     Dios tiene a veces unos comportamientos que chocan frontalmente con los nuestros, y nos llevarían a no tomarlos en serio, de no saber que los proyectos de Dios son siempre los mejores para nosotros. El caso es que, mientras estábamos en esos días de retiro espiritual, se me apareció la Virgen María y me dijo: “Hija, de hoy en diez días has de venir conmigo, que no es nuestra voluntad que se haga en la tierra lo que deseas”.
    No voy a negarte que al principio quedé desconcertada; pero luego me acordé de Moisés, que durante cuarenta años dirigió al pueblo de Israel hacia la tierra prometida, y, cuando ya la tenía a la vista, el Señor se lo llevó consigo. Entonces me llené de alegría y vi mejor que la obra era de Dios, toda una garantía para su cumplimiento, a pesar de mi ausencia. ¿Pero cómo decírselo a mis hermanas? Al oírlo de mis labios, todas a una exclamaron. ¡Alabado sea Dios!
     Al día siguiente caí enferma. Llamé a mi confesor y me preparé lo mejor que supe para el encuentro. Los días posteriores recibí el Viático y la Unción de los enfermos,  aderezado todo con las muchas lágrimas de mis compañeras, por más que me empeñaba en hacerles comprender que Dios nunca se equivoca.
     Según nuestros cálculos, el décimo quinto día era el designado para la incorporación oficial al nuevo Instituto. En los planes de Dios fue el día de mi muerte. Sucedió el 9 de agosto de 1492, con 55 años cumplidos. Antes de morir pedí humildemente me dieran la profesión en la nueva Orden, lo que me concedieron graciosamente. Quedaba así inaugurada en la Iglesia la Orden de la Inmaculada Concepción.




















    9. UNA   ESTRELLA   EN   LA   FRENTE.

     Ya te dije que desde mi entrada en santo Domingo el Real tomé la decisión de cubrir el rostro con un velo blanco. Nadie sino sólo Dios tendría derecho a verme la cara, por ser obra suya. Para mí además era un signo muy expresivo. Por una parte, recordé cuán desordenadamente habían contemplado mi rostro en Tordesillas; llevarlo ahora cubierto era señal inequívoca de que mi esposo no estaba entre los hombres, y así casi me obligaba a mirar hacia dentro de mí.
     Ahora le tocó la vez a Dios. Es el caso que al darme la Unción de los enfermos tuvieron que alzar el velo para ungir la frente. Allí esperaba el Señor; pues en medio de ella apareció una estrella tan fúlgida, que llenó de su luz toda la casa, “como la luna cuando más luce”, escribió Juana de san Miguel. Allí estuvo hasta que expiré. La gente suele hablar de milagro en estos casos. Desde una lectura profunda de la fe no es sino la señal de la transformación efectuada en todo aquel que se consagra al Señor en alma y cuerpo. ¿Y qué mejor símbolo que el de la luz?
     Por otra parte, la estrella indicaba que no todo acababa con mi muerte; mirando hacia ella, como los Magos de Oriente en otro tiempo, mis hermanas encontrarían el camino que las llevara hasta el final, aunque no sin grandes contratiempos, como te contaré más tarde. Esa estrella será elemento imprescindible en mi iconografía.





    10. CREPÚSCULO   VESPERTINO

      Cuando la estrella se eclipsó todo quedó a oscuras. La obra sólo estaba iniciada, pero yo no estaba con ellas. ¡Cuántos  nubarrones! Para no dejar duda alguna de que aquello era obra de Dios y no mía, la llevó hasta el límite de todo apoyo humano; de esta suerte, si salía a flote, nadie quedaría capacitado para decir que no era obra de Dios. Y así fue.
     Los quebrantos vinieron muy pronto; pues aún no había expirado, cuando las dominicas de santo Domingo el Real (con las que había convivido tantos años, ¿te acuerdas?) se llegaron a santa Fe, esperando mi último momento para llevarse mi cadáver. Derecho alguno no tenían; pues, si bien es cierto que viví entre ellas muchos años, nunca llegué a profesar y mantuve siempre mi condición seglar. Ignoraban además que ya había profesado en la nueva Orden. Este era precisamente el argumento esgrimido por mis hermanas, que en modo alguno querían desprenderse de mis despojos. Aún así, fue precisa la ayuda de algunos franciscanos (vecinos nuestros) para que desistieran de su intento. De ahí que me enterraran con toda solemnidad en el nuevo monasterio de santa Fe.
     Restaba un segundo asalto. Las jóvenes que había llevado conmigo al salir de santo Domingo el Real no habían hecho aún su profesión, impedida por haber muerto yo precisamente el día señalado para hacerla. Previendo que mi obra no tenía futuro, dijeron a las jóvenes que estaban dispuestas a recibirlas en su monasterio. Aunque jóvenes, las chicas estaban muy ilusionadas con el nuevo proyecto de vida, así que les dijeron educadamente que no aceptaban la propuesta.
     En estas estaban cuando llegó de Guadalajara fray Juan de Tolosa, un fraile franciscano a quien yo había encomendado mi obra, y con mucho prestigio en la Orden franciscana. Como viera la decisión de aquellas jóvenes, a las que mi muerte no había hecho cambiar de idea, convenció a las dominicas para que respetaran su libertad, y ya no insistieron.
     Solucionado el último conflicto, se invitó de nuevo a la ciudad a participar en la ceremonia interrumpida por mi muerte. A los ocho días de mi tránsito aquel plantel de jóvenes se consagró solemnemente al Señor, según lo que siempre habían querido y el papa había aprobado. Eligieron por abadesa a mi sobrina Felipa, y con este acto continuaron en la Iglesia la Orden de la Inmaculada Concepción, que yo había inaugurado con mi muerte. El lugar comenzó a llamarse Monasterio de la Concepción.
     Aquello era una novedad en Toledo. Muy pronto el grupo fue creciendo con más y más vocaciones. Lejos estaban ellas de suponer que obra tan esclarecida pudiera pasar por tantas dificultades como te contaré ahora; menos mal que los cinco años pasados en santa Fe habían consolidado su vocación y fortalecido para toda suerte de contratiempos.
     ¿Qué pasó? Cuando ya había venido la aprobación de Roma pero aún no se había promulgado la bula, una noche, mientras oraba en el coro, vi que la lámpara del sagrario se apagaba y, sin saber cómo, de inmediato comenzó a arder, de lo que quedé harto sorprendida. Una voz muy tenue me susurró: eso que has visto en la lamparita es un símbolo de lo que ocurrirá a tu Orden, combatida por amigos y enemigos; al final Dios saldrá con la suya. Así fue. La vinculación a la regla cisterciense, aunque dejaba amplio margen de maniobra a nuestros ideales, pronto se convirtió en un corsé muy dificultoso de llevar. Como la aprobación de Regla propia todavía no era posible, la Reina Católica, que seguía siendo nuestra gran amiga, a una con la nueva comunidad presidida por Felipa de Meneses, pidieron al papa que las desligara de la Regla del Cister y las sometiera a la de santa Clara, pero dejando intactos su propio género de vida y los estatutos. Así lo otorgó el papa Alejandro VI el 19 de agosto de 1494. Además, nos daba licencia para fundar otros monasterios al estilo del de Toledo.
     Mientras las monjas se afanaban en reajustar su vida a la nueva situación, otro incidente vino a complicar las cosas. Muy cercano al monasterio de santa Fe estaba otro, de benedictinas, con el nombre de san Pedro de las Dueñas. A petición del cardenal Cisneros, el mismo Alejandro VI fundió en uno los dos monasterios, con el nombre de la Concepción, dejando en libertad de pasarse a las concepcionistas las benedictinas que así lo quisieran. El ideal era bueno, no así los resultados. Muchas benedictinas rechazaron la solución pontificia, originando un clima tal de discordia que “por tres veces se vino casi a despoblar el monasterio”.                                                                          Entre las que huyeron estaba la abadesa, mi sobrina. ¡Qué días tan amargos! ¡Cuánta buena voluntad que no encontraba el camino de su realización! Fue esa buena voluntad la que al fin triunfó, pues, “pasados algunos días, tornaron al monasterio  las monjas que habían salido”. A partir de ese momento todo empezó a enderezarse y la Orden, a crecer.
     Tres cosas contribuyeron. En primer lugar, el traslado del monasterio al convento de san Francisco, muy cercano al de santa Fe, que desde entonces recibió el nombre de Monasterio de la Concepción y es hoy la Casa Madre de esta Orden. ¡Cuántas y cuán buenas monjas han vivido en esta casa a lo largo de los siglos!
     El otro acontecimiento fue la obtención de Regla propia, que tanto habíamos deseado. Una vez que todo estaba en calma, la nueva comunidad de la Concepción escribió a Roma solicitando dos cosas: la declaración de Orden con el nombre de la Inmaculada Concepción; la otra, la concesión de Regla propia, para lo que le enviaron los estatutos que durante veinticinco años venían siendo su género de vida. El papa Julio II les  concedió ambas cosas en una bula del 17 de septiembre de 1511. En ella venía a decir que lo aprobado ahora no era algo nuevo sino lo que desde el principio, bajo formas legales diferentes, se había vivido en Toledo y que las monjas siempre habían guardado con fidelidad.
     Con motivo de los disturbios referidos anteriormente, mi sobrina Felipa tomó mis restos mortales, como precioso tesoro familiar, para ponerlos en lugar seguro. En un principio pensó en Portugal, su patria y la mía; luego, asesorada por dos primas suyas y parientas mías, que estaban en el monasterio dominicano de Madre de Dios, decidió dejarlos allí en depósito.
     Cuando Felipa de Meneses regresó a la Concepción los reclamó insistentemente, a lo que las referidas monjas siempre se opusieron. Fue menester que la nueva abadesa, Catalina Calderón, y la conocida Juana de san Miguel, su vicaria, acudieran a Roma demandando amparo. La respuesta les vino en forma de Breve en 1511, ordenando entregar mis huesos al monasterio de la Concepción en el plazo de “tres días”. Así se hizo. Una hermosa procesión de un monasterio a otro acompañaron a las reliquias, que fueron colocadas provisionalmente en una arqueta en el coro bajo el 27 de octubre de 1511.


































  11. SEPULCRO   GLORIOSO

     Ya hemos visto cómo mis monjas y las dominicas habían luchado con ahínco para tener mi cadáver; unas y otras eran conscientes de que Dios había hecho de mí un modelo de santidad en la Iglesia, y a toda costa buscaban su veneración. Las de la Concepción recibieron mis huesos   -habla Juana de san Miguel-  “con procesión y cruz y cirios, y los llevaron al coro bajo”. Los colocaron provisionalmente en una arqueta, “entre tanto el lucillo se labraba”, dice el cronista toledano Pedro de Alcocer.
     Poco descansaron allí, pues el 12 de enero de 1512 fueron colocados en una urna o lucillo, según nos dice de nuevo Juana de san Miguel. Al sacarlos de la arqueta para trasladarlos al lucillo, todos los allí presentes “sintieron tanta suavidad y dulcedumbre, que todos sus sentidos exteriores fueron maravillosamente recreados”. El que así habla es ahora el cronista toledano. Ante esto, para que su memoria no se perdiera, la siempre ingeniosa Juana de san Miguel introdujo en la urna un pliego firmado por ella, con los datos sobresalientes de mi vida. Resulta que es el primer testimonio escrito sobre mí.
     En este nuevo sepulcro recibí culto público hasta 1618, año en el que reinicia en Toledo el Proceso de Beatificación. Te lo explico.
     En el monasterio de la Concepción vivía como seglar la princesa de Áscoli doña Magdalena Porcia Fernández de Marín y Lugo, ya viuda. Allí mismo estaba de monja una hija suya, llamada Juana, que declara en el Proceso acerca de su curación. Se trata de que, habiendo sido desahuciada por los médicos, colocaron mi cráneo junto a su cabeza y quedó curada. Esto, unido a la gran devoción que la princesa sentía hacia la Orden de la Inmaculada Concepción, la llevó a costear un hermoso mausoleo de alabastro enmarcado en dos muy bellos retablos, colocando en medio mis reliquias. El traslado de las mismas se hizo el 10 de febrero de 1618, “con gran fiesta y solemnidad”, estando presente el coro catedralicio, según afirma una testigo; prueba inequívoca de lo que esos restos significaban para la Iglesia. Ese mismo año se abrió el Proceso para mi beatificación.
     Antes de seguir adelante quiero satisfacer tu curiosidad. ¿A que te gustaría saber cómo era mi físico? Ya te dije antes que era muy guapa; ahora escucha lo que dijo el doctor Alcubilla al examinar mi cráneo, con vistas al Proceso: “El cráneo es grande, perfectamente regular, como de persona robusta y bien desarrollada”.  ¿A que te ha gustado la confidencia?
     El Proceso jurídico no siguió adelante, debido en parte a ciertas deficiencias legales. Se reanudó más tarde, pero tampoco llegó a buen puerto merced a las nuevas normas dictadas por Urbano VIII sobre el particular, como te diré más adelante; pero durante todo este tiempo los fieles siguieron venerando mis restos en el consabido lugar, hasta que llegó la infausta guerra civil española de 1936. El monasterio de la Concepción tuvo la mala suerte de estar muy cerca del famoso alcázar toledano, punto de mira del enemigo; una vez destruido aquel, pasaron al monasterio concepcionista, destrozaron alevosamente mi sepulcro, esparciendo los huesos por el suelo.
    Trabajo, mucho trabajo les costó a mis monjas, cuando volvieron al monasterio una vez concluida la contienda, recoger uno por uno e identificarlos entre tanta ruina. Monseñor Gregorio Modrego y Casaus, administrador apostólico de Toledo, por muerte del cardenal Gomá, procedió a autentificar los restos el 7 de abril de 1941. Se había conseguido lo principal; ahora había que proceder a la restauración del monasterio, tarea muy lenta.
     Viendo las monjas que la obra iba para largo, decidieron llevar mis restos al monasterio dominico de Madre de Dios, hasta que concluyeran las obras ¡Qué curioso! Se trata del mismo monasterio donde Felipa de Silva, mi sobrina, los había dejado en depósito muchos años atrás. Sólo que ahora ya no hubo dificultad para el traslado al monasterio de la Concepción, que se efectuó con toda solemnidad.
    Presidió el acto el obispo auxiliar de Toledo monseñor Eduardo Martínez en nombre del cardenal Pla y Deniel, acompañado por el obispo de Teruel, fray León Villuendas y el delegado general para los franciscanos de España fray Agustín Zuluaga. Asistieron también autoridades eclesiásticas, civiles, militares y muchos fieles, acompañados por una banda de música durante el recorrido de un monasterio a otro. Era el 3 de noviembre de 1945. En una sencilla arqueta preparada al efecto echaron  mis huesos las monjas, a una con sus lágrimas, y la colocaron en una capilla, donde ahora siguen expuestos a la veneración de los fieles.



    












    12. TROMPETAS  Y  TIMBALES.

     La institución de la Orden de la Inmaculada Concepción en la Iglesia fue un acontecimiento de gran relieve; Dios, valiéndose de unas mujeres, había descubierto al mundo entero que la Inmaculada Concepción era el más acabado modelo de vida cristiana que pudiéramos contemplar en humana criatura. La Orden crecía y crecía, y ya no era posible ignorar por más tiempo a la que Dios había escogido como instrumento principal en esta obra. Ese instrumento fui yo, a quien todas las miradas, empezando por mis monjas, apuntaban, reclamando de Roma mi incorporación al catálogo de los santos. A juzgar por los innumerables milagros y gracias que otorgó por mediación mía, Dios debía estar de acuerdo. Este halo de santidad revistió la forma canónica de Proceso, iniciado nuevamente en el año 1636, también sin éxito; ahora debido a las nuevas normas emanadas de la Santa Sede sobre el particular. Sin embargo, la veneración de los fieles, que venía de muy atrás, seguía en aumento.
     Mi vida también en este punto es muy singular. Resulta que cuando ya estaba prácticamente todo concluido, nuevas normas de la Santa Sede hicieron casi inútiles tantos esfuerzos, y cundió el desánimo. Pasaban los años, pasaban los siglos…
     Con motivo de la declaración dogmática de la Inmaculada Concepción en 1854, surgieron nuevos bríos para solicitar a la Santa Sede mi glorificación; pero no era todavía la hora, había dicho proféticamente una hija mía del monasterio de Hinojosa del Duque (Córdoba), María Teresa de Jesús Romero.
     Fue esta hija mía quien unos años más tarde, al oír a una monja llamarme doña Beatriz, mirándola fijamente le dijo: ¿Así ha de nombrar una hija a su madre? ¡Jamás! Hemos de llamarla siempre nuestra santa Madre; y te aseguro que no he de parar hasta verla en los altares. Ya es demasiado tarde, replicó la monja. ¡No, no!; no lo es, le contestó; ha llegado la hora. ¡Otra loca de Dios!
     Sin perder un minuto puso manos a la obra, despertando las conciencias de las concepcionistas todas para no sufrir por más tiempo el bochorno de no ver a su fundadora en los altares. Escribió a todos los monasterios de la Orden en el mundo entero, contagiando a todas con su entusiasmo. Tanto y tan bien trabajó, tal fue el impulso que inoculó en todas, que el 20 de julio de 1926 el papa Pío XI me honraba con el título de Beata. Ella ya no estaba en la tierra; pero se abrazó fuertemente a mí y me dijo: este abrazo va por todas las hermanas. ¡Qué buena hija!
     Aquel fervor se convirtió en marea incontenible. De todos los lugares llegaban voces pidiendo mi canonización y presentando testimonios de cuanto Dios había realizado por intercesión mía; pero…
     Una vez más el contratiempo. Habían pasado solamente diez años de la declaración como Beata. Era el año 1936, fecha infausta para España y muy especialmente para Toledo y mi monasterio de la Concepción; eran los días de la guerra civil, donde se daba rienda suelta a toda clase de odios. Nunca pensé que alguien quisiera odiarme, ya que mi única preocupación fue siempre hacer el bien a cualquiera. Me equivoqué. En nombre de no sé qué ofensas arrancaron mi sepulcro y rompieron con él el corazón de mis monjas. Una vez repuestas, era preciso volver a la carga y terminar totalmente el Proceso. Fue el papa Pío XII quien en 1950 permitió reabrir la causa de la canonización, explicándolo de esta manera: “La bienaventurada Beatriz de Silva […] cuando el siglo décimo quinto iba ya hacia su fin, fundó la Orden de las concepcionistas, con el propósito de que la doctrina de la Concepción Inmaculada fuese por dicha Orden abiertamente profesada, defendida y propagada”.
     Llegamos así al 3 de octubre de 1976. Ese día el papa Pablo VI con voz grave y solemne me ponía en el catálogo de los santos, llamándome “fundadora de la Orden de la Inmaculada Concepción”. Estas fueron sus palabras: “A honor de la Santa e Individua Trinidad, para la exaltación de la fe católica e incremento de la vida cristiana, con autoridad de nuestro Señor Jesucristo, de los santos apóstoles Pedro y Pablo y la nuestra, tras madura deliberación e implorado muchas veces el auxilio divino, y de consejo de muchos de Nuestros Hermanos, decretamos y definimos que la Beata Beatriz de Silva es Santa, y la recibimos en el Catálogo de los Santos, estableciendo que debe ser venerada con piadosa devoción entre los Santos de la Iglesia Universal. En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén!
   Todas las campanas de nuestros templos se volvieron locas repicando, y en toda la Iglesia resonó el himno Te Deum. El pueblo de Campo Maior  se echó a la calle gritando: ¡A nostra santa, a nostra santa!














     13. ¿Y    QUÉ  DICES?

     Antes de concluir esta charla quiero aclararte dos cosas. Seguramente, después de escuchar todo lo que se refiere a mí, no has podido evitar la tentación de llamarme vanidosa. Pues mira; vanidad es cuando uno se apropia lo que no le corresponde y presume de ello. Este no es mi caso. Siempre estuve en la frontera de Dios e interpreté mi vida como realmente es, un instrumento racional del que se sirve Dios para hacer sus maravillas. Esto lo tuve siempre muy claro. Ahora dime; ¿cabe que uno se calle al ver esas cosas? El silencio equivale a pasarlas, todo lo contrario de quienes han optado por manifestarlas; por eso mis confidencias son únicamente declaraciones de su amor a mí.
     La segunda cosa es que las concepcionistas, mis hijas, a lo largo de cinco siglos siguen siendo una fuerza espiritual muy importante en la Iglesia. Para tu información te diré que superan el número de 3.000, repartidas en 158 monasterios, de este modo: Argentina, 1; Bélgica, 1; Bolivia, 2; Brasil, 21; Colombia, 22; El Salvador, 1, Ecuador, 6; España, 74; Guinea Ecuatorial, 1; Honduras, 1; India, 2; Méjico, 20; Perú, 3; Portugal, 2; Venezuela, 1. Ya ves. ¡Quién lo iba a decir aquel 9 de agosto de 1492, cuando yo me vine al cielo apenas comenzada la obra!
     Pero las cosas de Dios son así. Te digo más. Fíjate en ese movimiento juvenil, que año tras año se reúne en vigilia de oración la víspera de la Inmaculada, y en aumento. Es que el misterio de la Concepción toca la hondura del corazón humano; y no deja de ser sintomático que sean los jóvenes quienes perciban con tanta fuerza y entusiasmo esta verdad. ¡Cuánta confianza en Dios la de esa joven nazaretana!  ¡Cuánto misterio rodea su figura! ¡Qué fascinación la suya! ¿Cómo crees que lo viví yo? Imagínatelo, y quedarás corta.
     Para que puedas identificarnos te diré que nuestro uniforme es una túnica blanca ceñida con un cordón; escapulario blanco y manto azul celeste. Tanto en el escapulario como en el manto llevamos la imagen de la Inmaculada.
     ¿Qué te parece? Espero tu respuesta.

        Tu amiga Beatriz.
            Cielo, año 2011. V Centenario de la Regla de la
            Orden de la Inmaculada Concepción.




































                                                APÉNDICE

                                                        I

     NOTA  BIBLIOGRÁFICA (1512).  Juana de san Miguel
         (Con grafía y léxico actuales).


     Estos bienaventurados huesos son de la esclarecida y muy magnífica señora doña Beatriz de Silva, primera fundadora de la Orden de la Santísima Concepción de nuestra Señora la Madre de Dios. La cual fue del linaje real de los reyes de Portugal; hija del señor Rui Gómez de Silva y de Meneses, señor de Campo Mayor, hijo de Arias Gómez de Silva, alcalde mayor de Campo Mayor. Su madre fue doña Isabel de Meneses, hija del conde de Viana, don Pedro de Meneses, primer capitán de Ceuta en África. Y lo que se sabe es que nació esta señora en Campo Mayor. Tuvo asimismo por hermanos al conde de Portalegre, ayo del rey don Manuel, y a don Alonso Vélez, señor de Campo Mayor, y al bienaventurado fray Amador, de la Orden de nuestro Padre san Francisco.
     Esta señora ilustre vino a Castilla por dama de la reina doña Isabel, mujer que fue del rey don Juan, padre de la reina doña Isabel, que santa gloria haya.
     Esta dicha señora, por su grande hermosura y linaje, fue demandada de muchos condes y duques en casamiento, y, en medio de estos combates del mundo, acordó de ofrecer al Señor su virginidad y castidad, y encerróse en el monasterio de santo Domingo el Real. La cual tomó por devoción de traer su rostro cubierto para siempre con un velo blanco, que ningún hombre ni mujer la vio el rostro mientras vivía, excepto quien la daba de comer.
     Esta dicha señora fue muy devota de la Santísima Concepción, y pudo tanto que alcanzó del Santo Padre Regla y hábito y breviario de la Santa Concepción. Estando ya todo aparejado y fundado el monasterio para dar el hábito a ella y a sus monjas que había traído, quiso nuestro Señor enviar por ella, la cual falleció año de mil y cuatrocientos y noventa y dos.
     Al tiempo de su muerte fueron vistas dos cosas maravillosas. La una, que, como le quitaron del rostro el velo para darle la unción, fue tanto el brillo que de su rostro salió, que todos fueron espantados. Lo otro fue que en mitad de la frente le vieron una estrella, la cual estuvo allí puesta hasta que expiró, y daba gran luz y resplandor, como la luna cuando más luce. De lo cual fueron testigos seis religiosos de la Orden de nuestro Padre san Francisco. Y falleció el año susodicho, en el mes de agosto, víspera de san Lorenzo. Fue enterrada en el monasterio de santa Fe, donde entonces era monasterio de la Santa Concepción.
     Después, por ciertas cosas, fueron llevados estos bienaventurados huesos al monasterio de la Madre de Dios, y la señora Priora, que era su sobrina, los tuvo doce años que no los quiso dar. Mas la señora abadesa doña Catalina Calderón y Juana de san Miguel, su vicaria, enviaron por un Breve a nuestro muy Santo Padre; el cual mandó darlos dentro del tercer día; y así los dieron luego. Fueron trasladados del monasterio de Madre de Dios a este monasterio de la santa Concepción víspera de san Simón y Judas, año de mil quinientos y once.
     Esta señora falleció de edad de cincuenta y cinco años.
     Era muy devota de la santísima Pasión y de la santísima Concepción, y del glorioso san Juan Bautista; y dábase mucho a oración y ayunos y disciplinas; y, sobre todo, a la caridad de los prójimos. Fue muy enemiga de los vicios y de quien los tenía.
     Esta señora fue hermana de san Amador, de la Orden de nuestro Padre san Francisco, el cual falleció en Alemania. Fue canonizado diez años después que falleció  esta señora.

                           La Vicaria Juana de san Miguel.





































                                                      II


            HOMILÍA  DE  SU  SANTIDAD  PABLO  VI  EN  LA  CANONIZACIÓN
         
                     DE  BEATRIZ  DE  SILVA  Y  MENESES (3-X-1976)

     Nos resulta imposible entretejer el breve elogio de la nueva Santa, que se acostumbra hacer en el momento de una canonización, y que parece proyectar los rasgos de una faz gloriosa en nuestros ojos jubilosos, porque, de la misma manera que el rostro extraordinariamente bello y puro de Beatriz de Silva permaneció oculto durante varios años de su vida terrena hasta su bienaventurada muerte, así también demasiados aspectos de su biografía sólo han llegado hasta nosotros de forma refleja, en la documentación histórica, como “per speculum in aenigmate: en espejo y de forma enigmática”, a través de la cual se transparenta como figura inocente, humilde y luminosa, a pesar de no conceder a nuestra humana pero legítima curiosidad ningún signo de expresión personal. Viene a los labios las palabras de Dante: ¿“Dónde estás, Beatriz”?  (Paraíso, canto 32, verso 85); o aquellas otras palabras bíblicas, en las que se percibe el eco de un amor místico: “Paloma mía,… dame a ver tu rostros, dame oír tu voz, que tu voz es suave y es amable tu rostro”  (Cantar de los Cantares, 2, 14). De hecho, ninguna palabra de esta Santa ha llegado hasta nosotros en sus sílabas textuales, y por tanto, ningún eco de su voz; y tampoco ningún escrito de su mano, ningún retrato de su rostro, demasiado bello, según se decía, para que en sus años jóvenes no fuera causa de turbación. Ni siquiera un estatuto definitivo de la Regla para la familia religiosa que ella fundó, inaugurando con su muerte el nacimiento de la misma […].

     En el año 1447, al casarse Isabel, hija de Juan, príncipe de Portugal, con Juan II, rey de Castilla, llevó consigo a tierras de Castilla a Beatriz […].

     Pasado cierto tiempo, debido a que su belleza provocaba la admiración de los nobles, o quizá porque la misma reina temía ver en ella una peligrosa rival, Beatriz abandonó la corte real e ingresó en el monasterio de santo Domingo, de la Orden de santo Domingo, en el que durante treinta años se dedicó únicamente a Dios.

     Después de estos casi treinta años de dedicación a Dios en el monasterio de santo Domingo, decidió fundar un nuevo monasterio u Orden de la Inmaculada Concepción, en honor del misterio de la Inmaculada Concepción y para la propagación de su culto. Así pues, el año 1484 abandonó el monasterio de santo Domingo y pasó con algunas compañeras a una casa, llamada Palacios de Galiana, que le había donado la Reina Isabel la Católica.

     El 30 de abril de 1489, a petición de Beatriz y de la misma Reina Isabel, el papa Inocencio VIII autorizó la fundación del nuevo monasterio y aprobó las principales reglas que entre tanto habrían de observar en el mismo.
     Sin embargo, antes de que, conforme al permiso pontificio, iniciara la vida regular en el nuevo monasterio, Beatriz subió a los cielos. No obstante, su Instituto no desapareció y, a pesar de algunas dificultades, se convirtió en una verdadera Orden religiosa, y obtuvo su propia Regla el año 1511.

     Esto es lo que en síntesis nos dicen las fuentes históricas sobre Santa Beatriz de Silva. Y ahora el alma se queda pensativa ante esta frágil figura de mujer velada, a la que un cierto hálito de misterio hace más sugestiva, y se pregunta si ella tiene un mensaje para el hombre actual, tan alejado psicológicamente de aquel mundo poblado de caballeros, príncipes y damas, en el que ella naciera. Debemos contestar que sí, ciertamente.
  
     Está desde luego el mensaje representado por la obra misma de Santa Beatriz, la Orden de las Concepcionistas, salida de su corazón enamorado de Dios. La respuesta brota de la concelebración misma en la que estamos participando: si Dios ha querido, en sus misteriosos y siempre providenciales designios, reservar a nuestro tiempo la glorificación de esta alma, que hace casi cinco siglos que terminó su peregrinación en la tierra, ¿cómo no pensar que haya en ella una particular razón de utilidad para nosotros, hombres del siglo XX?

     La nueva familia religiosa se difundió rápidamente por las diversas naciones europeas, y después también por el Nuevo Mundo, que se acababa de descubrir (la primera fundación concepcionista en Méjico se remonta a 1540), y está en nuestros días bien representada en la Iglesia: con cerca de 3.000 monjas, que pueblan los actuales 150 monasterios esparcidos por el mundo; la Orden da testimonio de su presencia vital en la Iglesia, una presencia que se personifica por el empeño de la penitencia y de la contemplación.

     La estricta clausura, determinada por la Regla en todos
sus detalles, con bastantes años de anticipación sobre la reforma tridentina, y observada aún en nuestros tiempos por las Concepcionistas (que han preferido estar físicamente ausentes de esta celebración para estar en Dios espiritualmente más próximas a su Madre), pretende precisamente favorecer el íntimo recogimiento, necesario para un más intenso y continuado coloquio con Dios. ¿Cómo no recordar a este respecto las palabras, de sabor claramente franciscano, con que el capítulo X de la Regla insiste en la dimensión orante y contemplativa de la Orden? “Consideren atentamente las hermanas que, sobre todas las cosas, deben desear tener el espíritu del Señor y su santa operación, con pureza de corazón y oración devota; limpiar la conciencia de los deseos terrenos y de las vanidades del siglo, y hacerse un solo espíritu con Cristo, su Esposo, mediante el amor”.

      Para el hombre moderno, encarcelado en el torbellino de las impresiones sensoriales, multiplicadas por los mass media hasta límites obsesivos, la presencia de estas almas silenciosas y vigilantes, entregadas al mundo de las realidades “no visibles” (cf. 2 Cor. 4, 18; Rom. 8, 24 ss.), ¿no representa quizá una llamada providencial a no perder una dimensión constitutiva de su naturaleza, la de la vocación a caminar por los horizontes ilimitados de lo divino?

     Pero hay además un segundo mensaje, que acerca a Santa Beatriz a nuestra experiencia y nos permite comprender toda la actualidad del testimonio que ella nos presenta.
     Vivimos en una sociedad permisiva, que parece no reconocer frontera alguna. El resultado está a la vista de todos: la expansión del vicio en nombre de una malentendida libertad, que, ignorando el grito indignado de las conciencias rectas, se burla y conculca los valores de la honestidad, del pudor, de la dignidad, del derecho de los demás; es decir, los valores sobre los que se basa cualquier convivencia civil ordenada. Ahora bien, la sociedad nobiliaria del período del Renacimiento, aquellos ambientes cortesanos, tal como se nos describen en las crónicas de la época, presentan con mucha frecuencia, aunque con nobles excepciones, un panorama en el cual se reflejan bien algunas tristes experiencias de hoy.

     Fue aquel el ambiente en que Santa Beatriz maduró su opción: habiéndose dado cuenta pronto de las pasiones que su excepcional belleza suscitaba en torno a ella, como flor que, germinada en terreno pantanoso, eleva hacia lo alto su intacta corola a fin de acoger el primer rayo de sol, así mismo la noble muchacha “sin más dilación en determinarse -es su primer biógrafo el que narra el episodio-, tomó su camino y dejó la inquietud de la Corte, huyendo de ella como de otro Egipto, para venir a recibir la ley de la conversación saludable, después de cuyo cumplimiento entrase en la tierra prometida de los Santos”. Pero no se limitó a esto la generosidad de su determinación virginal, sino que “acordándose -sigue siendo el primer biógrafo el que narra-  de la hermosura que de Dios había recibido, determinó que ningún hombre ni mujer le viese el rostro mientras viviese”.

     ¿Exageración? Los Santos representan siempre una provocación para el conformismo de nuestras costumbres, consideradas sabias sencillamente porque nos resultan cómodas. El radicalismo de su testimonio quiere ser una sacudida para nuestra pereza y una invitación al redescubrimiento de algún valor olvidado; el valor, por ejemplo, de la castidad como valeroso autocontrol de los instintos, y gozosa experiencia de Dios en la límpida transparencia del espíritu. ¿No es acaso esta una lección de la máxima actualidad para los hombres de hoy?

     Santa Beatriz de Silva quiere decirnos todavía una última palabra esta mañana. Es quizá la palabra más importante, porque en ella está encerrado el secreto de su experiencia espiritual y el de su santidad.
     Esta palabra es el nombre de María, y más concretamente el de María Inmaculada. La blanca limpieza de la Virgen fue el ideal de su vida; lo subraya también su primer biógrafo: “Se le fue acrecentando la gracia de singular devoción a la Concepción sin mancha de la Reina del cielo; de la cual, desde que algo supo, fue entrañablemente devota”. Aquella devoción la legó, como herencia significativa, a sus hijas espirituales, disponiendo que ella fuera la característica distintiva de la nueva Orden, “una Orden - y usamos ahora las expresiones de otro antiguo biógrafo suyo-  en la que por deber, no menos que por la significación de hábito y Regla (aprobada por la Iglesia de Roma), fuese esta Santísima Concepción de la Virgen gloriosa  honrada, afirmada y ensalzada con continuas alabanzas”.  De esta forma, no pocos siglos antes de la proclamación del dogma, mientras todavía hervían las discusiones teológicas, la Inmaculada Concepción se manifestaba como fuerza viva en la historia de la salvación y en la vida de la Iglesia, suscitando una Orden contemplativa que se inspiraba en el nuevo fulgor de la  Toda Pura y recibía de ella energías para una más generosa consagración a Cristo, en el cotidiano esfuerzo para no apartar nada de la dulce soberanía de su amor.

     Es este un mensaje válido también para nosotros, artífices de un progreso que nos exalta y nos asusta al mismo tiempo por su intrínseca ambigüedad, dado que somos portadores de aspiraciones nobilísimas y al mismo tiempo estamos sometidos a humillantes debilidades; para nosotros, hombres modernos, “atormentados entre la esperanza y la angustia” (Gaudium et spes, 4) ¿Cómo no sentir la fascinación de María, que “con su materna caridad se preocupa por los hermanos de su Hijo, que peregrinan aún y están puestos en medio de peligros y angustias? (Lumen gentium, 62); ¿Cómo no sentir la necesidad de extender a Ella nuestras manos, inciertas las más de la veces y titubeantes, a fin de que Ella nos afiance y nos conduzca por los caminos seguros que llevan a su Hijo?

     Esta es la invitación que, como síntesis de toda su experiencia espiritual, nos dirige hoy Santa Beatriz de Silva: mirar a María Inmaculada, seguir su ejemplo, invocar su protección; porque en el providente designio de la salvación “la Madre de Jesús… brilla en el mundo… ante el Pueblo de Dios peregrino, como signo de segura esperanza y de consuelo, hasta que llegue el día del Señor”  (cf. 2 Pe. 3, 10; Lumen gentium, 68).

     ¡Honor y gloria a Portugal, noble país de hidalga tradición de fidelidad a la Iglesia, hoy en fiesta con la fiesta de la Iglesia, al ser canonizada una hija suya, que es llamada y estímulo particular para los portugueses! A vosotros, amados hijos presentes, y en particular a los familiares de la nueva Santa, nuestro cordial saludo con deseos de todo bien, con la celeste protección de Santa Beatriz de Silva para el querido Portugal.

     ¡Honor y alabanza a España, que ha sabido cultivar y conservar con tanto esmero este nuevo brote de santidad! El viene a acrecentar el rico patrimonio espiritual de esta nación bendecida, que ha dado al mundo ejemplares tan eximios en el camino de la virtud, del seguimiento de Cristo, de fidelidad a la Iglesia.
     Pueda el ejemplo de la nueva Santa suscitar, sobre todo en las jóvenes generaciones, una floración abundante de espiritualidad. Así lo pedimos a Santa Beatriz de Silva, mientras le suplicamos que proteja constantemente a España y a la Iglesia.  

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                             I cono vivo de Dios
                   N unca de culpa manchado,
                   M adre del Verbo encarnado;
                   A nadie mayor que vos
                   C olocó el Hijo a su lado.
                   U nos fueron redimidos
                   L uego de dar en la pena;
                   A ti sola hizo Dios buena
                   D e todos los elegidos
                   A l nacer de gracia llena.




         Biografia
        Autor: Fr. José García Santos, ofm - 2012

Avé Maria Puríssima !

Santa Beatriz da Silva

As Irmãs a seguir

Campo Maior - Portugal

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Brasil - Galeria _ Fed. Imaculada Conceição

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